Tuve un padre fiero y amoroso que me tatuó en el corazón el signo del viajero. Mi viejo me condujo en la infancia hacia la pasión por migrar a otros cielos. Quizá porque en el fondo era un extranjero en mi propia casa. Y él, un apasionado de las carreteras. No lo sé.

Mi padre realizó largas jornadas para llevar a la familia de vacaciones por carreteras insólitas de un México de finales de los ochenta. Aprecié los surcos de tierra del Bajío, los antiguos volcanes de Michoacán, los parajes rulfianos de San Julián, las sinuosas carreteras de Nayarit, los montes verdes de Puebla, las llanuras solitarias y los desiertos vivos del norte, los comerciantes de Pátzcuaro, el mar Pacífico desde Varadero hasta Vallarta y el Golfo de México en los atardeceres nublados del puerto de Veracruz; la costa de California, el ardor de Texas, los inviernos en Montana. North Gate de Fontana, el salvaje Chinatown de Los Ángeles, el milagro de Cahuenga Blvd y el infinito Orange Freeway. Aprecié el cielo del mundo.

El viaje siempre tiene un principio transgresor. El valor de un momento

Tal vez sea la imagen del viaje más antiguo que recuerdo. Las llantas del pesado LeBarón coloreaban los kilómetros con la promesa de llegar al destino, balanceándose entre la velocidad y el tiempo. Mi padre apoyaba un brazo en la puerta y sostenía entre los dedos un Raleigh que dejaba caer una cascada de humo en el interior azul. La otra mano descansaba en la cima del volante. En un instante inadvertido, mi viejo comenzaba a tararear la melodía de la canción Cruz de olvido hasta soltar la letra completa: Con el atardecer / Me iré de aquí / Me iré sin ti / Me alejaré de ti / Con un dolor / Dentro de mí.

Mientras tanto, yo inclinaba mi cabeza en los cristales y quedaba absorto en una pantalla, viendo la película de cactus añejos y polvo revuelto del camino; entre mosquitos y lagartijas errantes, dejaba mis sueños y pesadillas en una cruz y un fondo azul.

El primer efecto transgresor como viajero ocurrió en algún kilómetro empapado de nostalgia, donde me di cuenta de que no había vuelta atrás en la vida. Que lo que se queda, se queda para siempre como un ente vivo que tiene su tiempo. Lo que viene de frente es un laberinto que han cruzado los héroes. La antigua casa de mi abuela quedaba muy lejos y se hundía con un abrazo de despedida. Un adiós tembloroso. Tal vez el último.

En mi interior quedaba un duelo extraño, quizás roto. Y en ese instante un rayo me partía en dos. Quería volver. El misterio, el camino que se desvanecía a la luz de la luna sobre la carretera, me decía que podía perderlo todo. O perder todo lo que era familiar, claro, sincero. Era una locura porque en lo desconocido, la única certeza es el peligro. Me concentré en el momento, temeroso de que nunca regresara al hogar, con mi abuela. Era un destello robado al tiempo.

Forjado en la acumulación de kilómetros, me sumergí en la vida de niño explorador

Llegué con mi padre al punto de encuentro de los Boy Scouts. El líder del grupo, con los dientes torcidos, me escudriñó de arriba abajo. No tenía la edad suficiente para unirme a la tropa. Cuando el líder me preguntó mi edad, le mentí. Mi padre contuvo la risa y miró al hombre sin contradecirme.

En ese circuito de exploración, mi padre, con su corazón de viajero, me condujo sutilmente a Burgos, con el Cid Campeador, a los campos de Toledo y Alba de Tormes, a Grecia y su mirada esópica; me llevó por La Mancha y Barcelona, así como por Ovejuna y el Madrid de Quevedo. Me hizo amar la expedición insondable de la lectura, a considerar cada día como una vida completa.

Desde entonces exploré miles de senderos, colinas, montañas y sierras alrededor de Guanajuato. Cada itinerario destinado a un niño de diez años inscrito en el Grupo 2 de los scouts, lo recorrí, lo exploré, acampé en la tierra helada de Santa Rosa y escalé Picachos, con el mismo espíritu de conquistar con los sentidos lo que era ajeno. Más tarde, con un viejo amigo, monté a caballo las montañas y los cerros de San Nicolás, donde se difuminaron miles de charlas al calor del fuego, y vimos atardeceres, y ovnis, y fantasmas. Con el mismo impulso contemplativo, rodamos en bicicleta cuesta abajo los mexicanos, presa de Mata, Peñafiel hasta Pastita. Siempre recorriendo el largo y emocionante sendero de viejas historias que nos hacían tejer viajes insondables. El místico Angelus Silesius dijo: “no sé lo que soy, no soy lo que sé”, pero la melancolía del sendero nos brinda una certeza; el orgullo por haber logrado metas, por haber cumplido nuestra misión.

Nunca he aspirado a ser nómada. Siempre he amado la vuelta a casa. El viaje de regreso a uno mismo. En las carreras de fondo por los valles de Guanajuato compartí kilómetros y charlas y momentos de dolor y agonía con grandes personajes que se hicieron extraordinarios amigos, incluso uno de ellos se convirtió en mi jefe. Y volver, esa era la clave para hallar el sentido.

Es el movimiento lo que apresamos: más que el objetivo, es el seguir moviéndonos lo que nos hace sentir vivos”(Pascal Bruckner)

El viaje demanda precaución, a la vez que invita a múltiples placeres. Aprendí a ver el mundo como si fuera la primera vez. A vivirlo y contemplarlo como si fuera la última oportunidad. Repito a Joaquín Sabina, el verso de la canción de Siete crisantemos, “Se me ha olvidado ya el lugar de donde vengo/ Y puede que no exista el sitio a donde voy”. Y ruego a Dios que no exista, para mantener la forma, el viaje.

Sin remedio, tatué a mis hijas en el corazón el signo del peregrino, como lo hizo mi papá conmigo. Seguro que la vida se trata más de realización que de intención, en el último viaje transatlántico, antes de comenzar nuestra caminata diaria, leí el poema de Konstantinos Kavafis, Itaca, el cual convertimos en una oración y principio transgresor de esta gran odisea vital.

Mi padre, el gran navegante de libros y sueños, se fue de este mundo con su cruz de olvido. Lo imagino empuñando su Raleigh, su mano al viento y la otra al volante. Escucho el eco de su voz recia, revolviendo de su memoria las historias cinerarias de la abuela Lupe, del San Julián olvidado y de su juventud ardiente. Mis hermanos y yo, a la vera de sus palabras, impregnados con ese aroma de tabaco rubio, ignorábamos que en cada fuga de palabras, tatuaba Itaca en los corazones.

Itaca

Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.

Konstantinos Kavafis

  • Ilustración: Charles Gleyre