Reviso cuadernos viejos. No lo hago intencionalmente. Ellos me buscan.

Acomodaba libros en el escritorio y se me deshojó el lote de diarios de juventud. Ocho o nueve tomos. Hay dos que especialmente sobresalen. No tienen espiral, no son propiamente diarios.

Uno me lo donó Mariana, en un cumpleaños; envió una caja de calzones llena de papeles y confeti. Los papelitos tenían frases que habíamos dicho alguna vez, esa esgrima verbal tan paliativa siempre. Nunca terminé de escribir allí, sigue abierto. Es decir, sigue teniendo páginas en blanco. Lo dividí en cuatro. Una parte, para las cosas cotidianas: una bitácora con pretensiones hiperrealistas, objetivas; descripciones y narraciones mironas, nada íntimo. Contar y ya; en la siguiente sección, un diario intimista que se proponía recuperar experiencias del internado, de los tiempos adolescentes; una más, la tercera, en blanco, por lo que fuera; y otra de las secciones, la cuarta, era para las citas citables de los libros que leía.

Al lado de ese diario leí a Gombrowicz, su Diario. También ese libro me lo había regalado Mariana. Un tocho que en muchos momentos es tan ácido como mi relación con la vida. Estaba en el humor, parecería que así es como mis lecturas responden mucho a mi vida, así es como se relacionan las cosas. Así es como leo literatura, al trasluz de la vida misma.

Leí también Nieve de Fermine, y anoté mucho al respecto. Un libro breve muy similar a Seda, quizá algo desencantado, pero con una similitud en la prosa, casi fabular, casi de cuentacuentos, casi blanca y nítida y de voz dulce, pero con final algo infeliz.

Recuerdo que releí Rayuela y que en esos días apuntaba algo. Decía yo que hay libros que tienen edad. Uno de ellos me parece que para mí fue la obra de Cortázar, el Niñote, porque leí el libro cuando AP sólo hablaba de éste. Cuando era para él un faro, cuando revelaba que si por algo estudiaba letras era por Rayuela. Bueno, y por Lulú, y también porque no le gustaba la idea de hacer tronco común en ingeniería civil.

Varias razones lo llevan a uno a hacer las cosas

En ese entonces, de los tiempos en que me la contaba AP, Rayuela no me pareció mucho de lo que se decía que era. No entendí nada, como no entendí -ya lo decía antes- qué carajos con Heidegger, por ejemplo, como no entendí qué con Greimas o qué podía yo encontrar en ese tal Theodor W. Adorno cuando hablaba de Kafka.

Hay cosas, y esto me lo han de decir los mayores, hay cosas que el tiempo y sólo ese irrefrenable enemigo íntimo logra aclarar. Y Rayuela fue una prueba. Y mi lectura de ese libro en ese tiempo fue una fidedigna huella del tiempo. Cuando lo volví a tener en la mira y le dediqué ratos la segunda ocasión, lo leí con entrañable singularidad y me emocioné y me descubrí suspirando en los cafetines, en Irapuato.

No me enamoré de la Maga, no quise irme a París y ser Morelli. No busqué entre los callejones a madame Trepát, pero sí leí con intensidad en un cafetín que ya no existe. Hacían gran exprés doble y se llamaba París. Yo escribí con pluma fuente citas en este diario de tapas color café que me costaba cargar porque era muy pesado y no sonreía lo suficiente, según lo decía mi psicóloga.

Tengo anotadas algunas citas de Los Perros Románticos, de Bolaño. Lo leí con dedicatoria. Pensaba en nosotros. En cuando habíamos sido universitarios, en el movimiento de no sé qué entusiasmos que recuerdo como algo lejano, que recuerdo ahora mismo no sólo yo. Que lo recuerdo, en realidad, porque AP lo recuerda en una carta que me envió en ese tiempo, que he reencontrado ahí entre esos diarios, cuando los he derramado en el piso de un cuartucho de estudiante en donde un viejo, al que conocemos como don Toño, misógino y quisquilloso, se siente el dueño y nos regaña cada que puede, y despierta en las madrugadas y hace ruido con sus patunflas, y, por las mañanas, enciende la grabadora con boleros entra al water a darse un regaderazo que dura horas.

Releo la carta de letra descompuesta. La releo y me río mucho. AP se pone sarcástico y me relata cómo es todo en aquel lugar. Ha vuelto a Guanajuato en ese entonces y yo estaba en Puebla, al parecer. Dice, “este lugar está lleno de fantasmas“. Dice “vi por ejemplo una placa de madera clavada por lo alto de una mampara que dice UNIVERSITAS, una placa de madera que yo pinté y que ahí sigue. La mampara ya no tiene mis poemas, sino carteles de prevención del suicidio, de no fumar, de prevención de embarazo y coloquios y congresos. Mucho más poético quizá“.

Me regodeo en la nostalgia. Me asaltan poderosamente las ganas de revisar las notas en la libreta negra, en esa libreta en donde comencé la reescritura, muy vital, de aquel sueño que tuvimos sin saber que lo teníamos, el Anacentrismo. Para mí era el inicio de la novela de nosotros, vaya megalomanía la que tiene uno de joven y cree que adánicamente va a inventar la historia. Va a contarla. Esa libreta negra sobresale entre las otras.

Todo a partir de un golpe de dados, o mejor, de un desorden de cuadernos de tapas azules, y una de tapas negras, todas marca Scribe

Recorto escenas de este cuaderno negro. Aquí también tengo anotaciones. Aquí tengo mucho de Bolaño. También de Juan Manuel de Prada. Leía Las máscaras del héroe en este tiempo. Junio del 2009. Había llegado a Puebla y contaba las peripecias iniciales. Lo contaba todo. Relato las caminatas y el día que me picó la abeja al llegar a Puebla. Tenía solo unos días aquí y lo primero que conocí fue el edificio de la Cruz Roja y cuánto costaba un antihistamínico. Relato que recuerdo esos días en los que ni siquiera soñaba con Puebla. También denuncio aquel día en el que viajé toda la noche para llegar a una clase a la que la maestra no llegó porque se le había olvidado que era maestra o que tendríamos clase, y prefirió dedicar su tiempo para ir a clases de danza árabe.

Esos días leía mucho. Leía vorazmente. Me había propuesto leer los libros de los Premios Nacionales que publicaba la Rana, la editorial del estado de Guanajuato. Leí a Alain Derbez, el premio nacional de novela Jorge Ibargüengoitia, a Raúl González Nava que ganó con una novela negra. Las leí con prontitud. En fin. Las fechas son un raro golpecillo en el vientre: 2 de diciembre del 2008.

Dejé la libreta en noviembre del 2009 con este párrafo:

La escritura es la distancia. El tiempo es un grave problema. La escritura es la distancia. El pasado, nublado, estremece en sueños. La escritura es la distancia. El pasado arremete a chispas como de cristal quebrado. La escritura es, sin duda, la distancia. Y arremete en sueños. La escritura es la distancia, es, también, ese ajuste de cuentas, ese cuento que evoca en avalancha una sesuda y cobarde forma de ajustar cuentas“.

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