Creo que fue Abel quien, hace años, me compartió la frase: el diablo está en el pensamiento.
Me parece que Abel citaba a un escritor o un libro que había leído. Pero no sé qué tan extendida esté la idea que enuncia. Lo que sí entiendo es que detrás de ella subyace una convicción: el poder corruptor del pensamiento.
La religión católica, tradicionalmente, ha desconfiado de él. Sobre todo, del pensamiento libre y del conocimiento que es capaz de concebir. La misma Biblia, desde el Génesis, castiga el conocimiento que declara tentación del diablo. Muchos que se atrevieron a emplear su inteligencia (Galileo, por ejemplo) fueron acusados de herejía.
El pensamiento tiene un rancio lustre: el que le han dado a través de los siglos los filósofos, los científicos y, en general, todos los intelectuales que han encendido una luz en la Tierra.
La civilización está fundada en esta facultad privativa del hombre. Pero en el fondo del pensamiento acecha el diablo
Cuando ves el abismo, el abismo te ve a ti, advierte Nietzsche en Aurora. Es, también, la advertencia del Fausto: la desmesurada ambición del pensamiento sólo la colma el diablo. Y sucumbir al desenfreno intelectual es una actitud típicamente fáustica.
La trampa de Mefistófeles
Como tantos, yo caí en mi propia versión de la trampa que nos tiende el pensamiento. Cuando era joven abracé la promesa de la filosofía, orgulloso de mi capacidad de discernir. Estaba convencido de que el resultado de un pensamiento minucioso era la aprehensión inobjetable de la realidad. Si era capaz de dilucidar el objeto de mis disquisiciones, jamás me perdería en el mundo de la vida, para decirlo con la expresión de Heidegger. Pero al cabo de un tiempo, me perdí a mí mismo: sin darme cuenta, todavía joven, ya me había extraviado en un laberinto conceptual.
Era entonces incapaz de aprehender cualquier situación, o de asumir una decisión cualquiera, sin antes conceptualizarlas, darles vueltas mentales y examinarlas a toda esfera. Hasta que no pasara por ese proceso especulativo, todo tema a considerar tenía algo de irreal en mi percepción.
Y sólo así se concretaba, adquiría peso, consistencia, realidad.
Con el paso de los años este proceso fue más demandante, hasta el extremo
de someter decisiones graves a deliberaciones de semanas o meses.
A los 33 años me encerré una semana y media a deliberar de ocho a diez horas diarias y, con todo, al final decidí no aprovechar una oportunidad de emigrar a Europa. Después, la demanda del pensamiento fue abarcando cada vez más situaciones y decisiones.
Cuando me di cuenta, ya entrado en los cuarenta años, esta necesidad de pensar las situaciones que componían mi vida se había extendido de las situaciones graves o de importancia, a las situaciones banales, pueriles, de la cotidianidad
Era incapaz de resolver una cuestión del momento sin deliberar su pertinencia, a veces por dos o hasta tres horas. Eso era una carga. Me había convertido en esclavo de mi propia mente. Mi capacidad de discernir, tan celebrada en mi juventud, se había vuelto en mi contra.
En otras palabras, había invocado a Mefistófeles no para aprehender el vasto conocimiento sino, futilmente, para saber qué hacer en mi vida… y ahora el diablo del pensamiento venía por mi alma.
Por las sendas de Lambert y Teste
¿De qué aciago modo caí en la trampa?
Como otros conceptos que han regido mi vida, creo que mi devoción especulativa tiene un origen literario. Desde la adolescencia visité la lectura desordenada y fragmentaria de Aristóteles y de Platón, de Cicerón y de Séneca. Esas lecturas mal asimiladas, junto a otras, me habrán encandilado sobre el poder del pensamiento.
Pero más que todo, mis aspiraciones intelectuales se identificaron vívidamente con las figuras de dos personajes literarios que acometieron el pensamiento como una actividad que acaba por absorber su vida: Louis Lambert y Monsieur Teste. Los dos representan la ambición fáustica del pensamiento que quiere concebirlo todo, quiere abarcarlo todo, quiere percibirlo todo y quiere adivinarlo todo.
También representan la ambición intelectual de sus autores.
De hecho, Balzac escribió a su madre: «‘Louis Lambert’ es una obra en la que he querido luchar con Goethe y Byron, con Fausto y Manfredo».
Paul Valéry cuenta en el prefacio el estado de ánimo en qué concibió a Teste: «Relegaba no solamente las Letras, sino también la Filosofía casi por entero, entre las Cosas Vagas y las Cosas Impuras a las que me negaba de todo corazón. Los objetos tradicionales de la especulación me excitaban tan inquietamente que me asombraba de los filósofos y de mí mismo. No había comprendido que los problemas más significativos apenas si se manifiestan y que obtienen mucho de su prestigio y atractivo de ciertas convenciones que hay que conocer y recibir para penetrar en el ámbito de los filósofos».
Los dos son personajes concebidos en la juventud: Valéry tiene 25 años cuando publica el primer capítulo de Monsieur Teste, y Balzac los 33 cuando publica la primera versión de su Louis Lambert
Y es que la juventud es la fuente de las ideas y de las actitudes radicales, es la edad (como diría Kundera) de las revoluciones.
«La juventud es un tiempo durante el que las convenciones son, y deben ser, mal comprendidas: o ciegamente combatidas o ciegamente obedecidas —reconoce Valéry—. No se puede concebir, en los comienzos de la vida reflexiva, más que las decisiones arbitrarias».
¡Pero qué iba yo a saber de los peligros de la filosofía en una mente sin el entrenamiento ni el rigor lógico para discernir, como lo era la mía!
Los dos personajes abren, en sus historias, sendas inconmensurables. A Lambert, la senda del pensamiento lo conducirá a las verdades espirituales pero su viaje consumirá su cuerpo, su vida material. A Teste, su intelecto lo llevará por una senda de abstracción de sí mismo, reduciendo sus expresiones vitales a lo esencial, a lo indispensable. Por obra de su voluntad, tanto Monsieur Teste como Louis Lambert acaban trascendiendo hasta el mismo pensamiento: el primero para disolverse en puro espíritu, el segundo para decantarse en puro intelecto.
Louis Lambert se va desprendiendo de su cuerpo como de un despojo: «…entreabrí las persianas y pude observar su fisonomía —describe el narrador—. ¡Ay! Se le veía arrugado e intensamente pálido (Lambert no era viejo). Carentes de luminosidad, sus ojos eran vidriosos como los de un ciego. Todos sus rasgos parecían como levantados por una convulsión. Era un fragmento arrancado a la tumba, una suerte de conquista de la vida sobre la muerte, o de la muerte sobre la vida».
«Ha conseguido desprenderse de su cuerpo, y nos ve bajo otra forma, de la que no puedo dar razón», dice mademoiselle Villenoix, la novia de Lambert.
Monsieur Teste abandona los gestos, las emociones, la filosofía: «Su palabra era extraordinariamente rápida y su voz sorda. Todo en él se borraba, los ojos, las manos. (…) Cuando hablaba no levantaba jamás un brazo o un dedo: había matado la marioneta». Y un párrafo más abajo, dice el propio Teste: «Hace veinte años que ya no tengo libros. También he quemado mis papeles. Tacho lo vivo…».
Las últimas palabras del narrador son lapidarias, pues no lamentan la muerte del hombre, sino del pensamiento mismo: «Fin intelectual. Marcha fúnebre del pensamiento»
Así se cierra el círculo de estos dos personajes en su búsqueda del conocimiento absoluto.
El engaño del pensamiento
Tengo a la vista ambos libros que compré en mi juventud: ediciones de 1991 y 1994. Los hojeo y recuerdo cómo yo mismo había bebido en dosis menores de la misma savia amarga que sus protagonistas, con efectos tan tortuosos, pero no tan fantásticos como los experimentados por ellos.
Luego descubrí, sin embargo, que el pensamiento que tanto había venerado, y en cuyos abismos acechan los excesos de la mente, ni siquiera es un absoluto.
En el mapa del pensamiento, que busca implacablememte el control de lo pensado, hay una terra ignota del proceso mismo de pensar que funciona de forma aleatoria y autónoma, y que escapa al control del pensador.
Esa parcela del pensamiento podríamos llamarla, provisionalmente, intuición.
- Ilustración: Wolfgang Paalen