Una fina capa de gotitas de agua empaña el cristal. Los postes derraman su chorro ambar en la Avenida de la Marina sobre pollerías, chifas, paredes con promesas de amor garabateadas, casas con tendidos de ropa en el techo y hostales que se ofrecen por hora y con servicio de cochera.
—Las cosas están complicadas —responde Raúl, el chofer, a mi pregunta de cómo ve al Perú. Eso mismo dijo en mi viaje anterior, tres años atrás, cuando, como ahora, salíamos del aeropuerto.
Más allá los postes se derraman sobre salones de máquinas tragamonedas que se anuncian con neón: Miami Casino. De ahí vengo, de Miami, donde los casinos están prohibidos, pero la sola palabra Miami tienta, seduce, promete fortuna. Hace veintidós años me fui de Lima y regreso poco, cada tres o cinco años. Esta vez he venido a presentar uno de mis libros, La chica más pop de Miami Beach, a la Feria del Libro. He publicado ochos libros en sellos de Estados Unidos, España y México. Ninguno en el Perú.
El chorro ambar de los postes recae sobre árboles frondosos, arbustos podados y edificios blancos con grandes ventanales. Nos adentramos en el barrio noble de San Isidro, una suerte de Polanco en Ciudad de México o de Recoleta en Buenos Aires. Hace tiempo que mis viajes a Lima son en calidad de forastero y llego a casas de amigos u hoteles. En esta ocasión me espera Joaquín, uno de los amigos que conservo de la niñez, de los que se cuentan con los dedos de una mano. Mi Lima se ha reducido a un cúmulo de afectos.
Un balcón en el culo del mundo
Una de las cosas que valoro de mi vida en Estados Unidos es salir a la calle sin ser reconocido ni reconocer a nadie; y en menos de dos horas, en el boulevard de Miguel Dasso, al cual he llegado caminando desde el departamento de Joaquín en la avenida Pezet, me he encontrado con más gente que la que me he encontrado en veintidós años en Miami. Me ubico en un café con vistas a los baños turcos Windsor y a una boutique de ropa que en su momento fue el Davory, donde comí las mejores hamburguesas de mi vida y sus famosos sánguches Butiyork.
Fito Páez me canta La rueda mágica al oído. Mesa esquinera. Al fondo. Al culo del mundo. De mi mundo de sentimientos dislocados y recuerdos difusos. Me sumerjo en la libretita roja donde tomo notas. Esto es tan mío. Nunca me fui. Es la película de mi vida. Del otro lado del ventanal, sin embargo, ya no existe más la casa donde viví, mi familia nuclear se desintegró, estoy repleto de sobrinos que no saben cómo me llamo y me pierdo en las calles que tanto recorrí porque ahora se han rendido a los edificios pretenciosos y restaurantes de moda.
¿Es esto tan mío?
¿Es la película de mi vida?
En la mesa de al lado dos hombres de traje y corbata. Uno es gordo. El que no lo es, sin desviar la mirada de su iPad, explica que “ellos necesitan un ingeniero agrónomo con maestría”. El gordo no tiene una, pero ofrece largos años de experiencia. Sus zapatos rechonchos brillan del lustre y se pisa el izquierdo con el derecho. Para él como para Raúl, las cosas están cada vez más complicadas.
—¿La cuentita?
—Por favor —respondo a la mesera.
Joaquín me escribe al Whatsapp. Está en su departamento. En su balcón frente el campo de golf más tradicional de Lima. Aferrado a un Marlboro y empinando una copa de cristal con limonada. Es el único de mis amigos que no se casó. La escena del balcón se repetirá cada una de mis noches en Lima. Siempre Marlboro. Siempre limonada. Siempre ante una ciudad que surge más allá de la negrura que asfixia al campo de golf y borra sus contornos, iluminada con unas lucecitas que parecieran cobijarla bajo un manto de luciérnagas.
El chico menos pop de Lima
Hoy presento La chica más pop de Miami Beach en la Feria del Libro y también es el debut de Messi en el Inter de Miami. Miami bajo los reflectores del mundo. Se reinventa cada quince o veinte años y acorta distancias en su afán por dejar de ser la hermanita menor de New York y Los Angeles. Fue balneario apacible de jubilados. Meca del Real Estate. De la industria hotelera. Del narcotráfico. Del porno. Ahora es el turno del fútbol, uno de los negocios más lucrativos del siglo. Almuerzo con Genaro y su papá. La cita es un chifa de Miraflores. El taxi me deja a unas cuadras de distancia. Así lo pido.
Calles que palpitan y se echan de menos en las autopistas interminables de Miami, en las oficinas sin ventanas y ventiladas con el favor del aire acondicionado, en los semáforos con la eterna sensación de esperar el cambio a verde en puntas de pie porque se pasa la hora de la cita.
Genaro fue el primer amigo que tuve, nos conocimos en segundo grado. Con su papá nos guardamos un cariño como, digamos, de padres e hijos. Eso creo. Eso siento. Le robamos rigidez al calendario. Nos perdemos en las grietas de la memoria. Polaroids de infancia. De adolescencia. Nos dejamos llevar por ellas hasta que advierto que es la hora de ir a la Feria del Libro, debo reunirme con mi editor antes de la presentación. El papá de Genaro vuelve a sus ochenta años. Yo a mis cuarentaiséis y me pierdo, con Calamaro en los oídos, por las callecitas con olor a guiso y condimentos.
El telón de mi vida literaria en Lima se corre ante sala llena. Caras desconocidas que ojalá sean futuros lectores. Familia. Amigos. Fotos. Selfies. Firma de ejemplares.
La Miami Connection
Starbucks de Miguel Dasso, esquina con Víctor Maúrtua. Pido al barista lo mismo que tomo cada mañana en Miami: Pike. Sin azúcar. Sin leche. Sin edulcorantes. Mi refugio de la catarata de recuerdos que no da tregua, de las calles que camino y siento mías pero que no reconozco, es un vaso de Starbucks de café negro de 8 onzas.
Las piezas del rompecabezas más importante de mi vida son mi esposa Elizabeth y mis hijos Isabella y Matías, pero no he logrado encajarlas en el tablero de juego que me ha desplegado Lima, aunque aquí, ahora, frente a este café, son perfectamente cercanas y palpables. Tomo fotos a tazas de cerámica con grabados de Perú. A bolsas de café en grano de Perú. A las vidrieras con sánguches y pastelitos diferentes a los de Miami y se las mando por Whatsapp.
Mauro no pudo ir a la presentación de mi libro porque estaba en viaje de negocios. Él es otro de mi puñado de amigos. A medio día compartimos un festín de corvinas y lenguados, en distintas salsas, en un restaurante de la calle La mar. Después el café. Me sorprende la cultura cafetera de Lima que no conocía. En Miami Perú es ceviche. Lomo saltado. Machu Picchu. El equipo que fue al mundial luego de cientos de años. Laura Bozzo. No es café.
El cafecito elegido por Mauro es en la calle Mendiburu, casi esquina con Federico Villarreal. Algunas de las mejores páginas de mi vida se escribieron en la calle de Federico Villarreal, en la casa de mis abuelos maternos. Toda la cuadra estaba habitada por aspirantes a adolescentes como yo. El asfalto era el escenario de nuestros clásicos Alianza vs U o Boca vs River. Mete gol gana. Un día llegó el Nintendo a Federico Villarreal. A la casa de los chatos, un par de hermanos que se llevaban un año de diferencia. Se los envió un tío que vivía en Miami vendiendo cursos de inglés de puerta a puerta.
Tuve palco preferencial frente al televisor de los chatos: Goal, Super Contra, Ninja Turtles, Zelda. Así como un día llegó el Nintendo a Federico Villarreal, otro día llegó el cáncer y se llevó a la mamá de los chatos. Su abuela se hizo cargo de ellos. Se les veía poco. Se decía que quizá los mandaban donde su tío a Miami. Al menos un verano, se decía también. Mi abuelo murió. Mi abuela se mudó. Empezó a interesarme más ir a fiestas que los clásicos sobre el asfalto. No supe más de los chatos. En la esquina donde quedaba su casa, Mendiburu con Federico Villarreal, ahora se levanta un edificio frente a donde humea mi taza de café y Mauro me habla del acquisition que acaba de cerrar en Canadá, mientras se acaricia la barba salpimentada que le acentúa una quijada de cajón abierto.
Mauro me deja en el departamento de Joaquín. En el balcón, Joaquín da caladas a un Marlboro, empina su copa de cristal con limonada y escucha, a volumen bajo Round Here de Counting Crows. Estar soltero. Estar solo. No es lo mismo. A Joaquín le pesa la soledad. Pero ni él ni yo somos esos “hombres de la casa” que se aferran con firmeza al volante de una Dodge Caravan y conducen el vehículo familiar hasta Disneylandia. No damos la talla para asumir el rol. Elizabeth lo hace por mí. Joaquín no tuvo la suerte de cruzarse en la carretera con una Elizabeth.
El sueño americano del tío que todos tenemos
Abrazos y besos retrasados. Almuerzo familiar en la casa de mi primo Augusto. En las familias de clase media limeñas siempre hay un tío que se va a buscar suerte a Miami y regresa años después con zapatillas Nike repletas de cápsulas de aire, un flequillo tieso gracias al favor de la gomina y es un perfecto desconocido entre las parejas de sus primos y primas y sobrinos que corretean en el jardín.
Lo mismo con otros chiquitines que deambulan por ahí, con camisetas del Barza y el Madrid y la panza llena de Hershey’s de una bolsa que puse en la mesa cuando llegué. Está toda la familia, hasta “el loco de mi tío” que huye a los compromisos sociales igual que mi abuelo. “El loco de mi tío” es un beatnik genuino de estos tiempos: pintor, cronista, escritor, viajero y aventurero. No un bohemio de pierna cruzada, ojos dispersos detrás de una montura gruesa de carey que habla con tono de voz modulado como quien frunce el culo.
Mi viaje anterior a Lima fue imprevisto. De emergencia. Se moría una tía que es una segunda mamá. No murió, por suerte. Desde que emigré puedo dividir mi vida observando Lima a través de “mi persiana norteamericana” en la siguiente cronología: los años de las graduaciones universitarias de mis amigos y primos, los de sus matrimonios, los de los nacimientos de sus hijos. Ahora son los años de las muertes de los padres. Luego llegarán los años de las muertes de mis amigos y mis primos. Entre una y otra estará la mía y así cerraré mi “persiana norteamericana”.
Bye, ciudad hotel
Otro chifa. El último. Regreso a Miami en la noche. En la mesa, además de Genaro, Mauro, y Joaquín, están Santiago y el Chino. Grandes amigos. Forman parte de los recuerdos activos de mi disco duro, no de los archivos. Desde que me fui, hace veintidós años, no volví a verlos. No puedo aplazarlo más. No pueden pasar veintidós años más sin juntarnos. Por estadística, cuando transcurra ese tiempo, uno de nosotros ya no estará. Hemos entrado en el tramo de los infartos. De la diabetes. De la próstata. Del cáncer. A la parte angosta del embudo.
Después de comer nos fundimos en abrazos: qué bueno saber que estás bien. Que se repita.
Vamos a la casa de Joaquín con Mauro y Genaro a esperar por Raúl que me llevará al aeropuerto. Es el segundo partido de Messi con la 10 del Inter de Miami. Los “expertos”, entendidos y oportunistas han gastado sus columnas de opinión en la prensa analizando el efecto que Messi tendrá en el Real Estate de Miami, en el turismo, en el fútbol, en las redes sociales. No lo sé.
Y de lo que estoy seguro es que en Miami la gente se reúne poco, más aún en semana, pero mi Whatsapp con amigos y chats de Miami no ha parado de vibrar: nos vemos a las ocho. La parrilla es a las siete. ¿Dirección? ¡Y dale alegría, alegría a mi corazón, Leo!
Las nueve. Raúl espera abajo. Antes de ir por mi maleta me encierro en el baño. Abro la llave del agua, la dejo correr. Del otro lado de la puerta, concentrados frente a la tele, Joaquín con su limonada y Genaro y Mauro con cervezas artesanales. Por vez primera, tantos años después, se me humedecen los ojos en la despedida. Me seco las manos en el jean. Le escribo a Raúl: bajando. Entonces atravesaremos la ciudad de extremo a extremo. Raúl me contará por qué encuentra Lima cada vez más complicada; y yo, barriendo con la mirada esas paredes con promesas de amor garabateadas y las casas con tendidos de ropa en el techo, iré pensando que no sé cuándo volveré, y que si lo hago, será en calidad de forastero, a la casa de un amigo o a un hotel.
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