Existe una opinión más o menos generalizada acerca de Franz Kafka, cuando es considerado uno de los escritores capitales del siglo veinte, llegando a veces a considerarlo como el más prototípico del siglo, razón por la cual Kafka ha pasado a ser un emblema de la literatura. Su figura grave, distante y un tanto gris; su apellido dotado de dos fuertes “K” han contribuido a que su imagen se presente como definitiva en el momento considerarlo escritor relevante.

La segunda razón es cultural. Nacido en Praga, capital de la República Checa, un país que no pertenece a la tradición dominante de la cultura europea. Aunque occidentales, muchos países centro-europeos como Austria, Hungría, Rumania, Polonia, Bélgica o Checoslovaquia no pertenecen a las tradiciones consideradas principales; han pasado a ser más bien Estados marginados del gran festín capitalista de Europa, por lo cual han debido experimentar en carne propia las manipulaciones ideológicas y sociales de las naciones dominantes.

Otro elemento es el efecto de las guerras mundiales influenciando directamente la vida social de todos aquellos países, con sus respectivas consecuencias de racismo, fascismo o sionismo que se hicieron sentir en el seno de las familias o comunidades, tocadas muchas de ellas por exilios, diásporas o éxodos, con los consecuentes efectos de una fuerte burocracia construida desde la base misma de la guerra. No es ocioso anotar aquí que casi todos los tipos de administración de Estado tienen parte de sus orígenes en las guerras, incluyendo en ellas a una burocracia que, años más tarde, se enquistaría en la estructura misma de los gobiernos de cualquier signo, sean éstos capitalistas, socialistas, conservadores o liberales. La burocracia ha sido en la mayoría de estos casos no una manera efectiva de organizar la administración de Estado (su función originaria), sino la forma más expedita de asegurar que la explotación de bienes, producción de materia prima y ejecución de servicios vayan a dar a manos de unas pocas familias.

Otro ingrediente es la organización familiar, estructurada sobre una serie de pautas y normas heredadas de la administración de Estado, cuyos conceptos principales son el beneficio a toda costa (cimentado sobre la noción ventajista de “ganancia” y más tarde de “rentabilidad”) el éxito, el progreso y más adelante en un desarrollismo material basado en el crecimiento económico desbocado, que dará origen a la sociedad de consumo. En estos contextos, la figura paterna estaba investida de una autoridad incontestable, casi absoluta; la de la madre, sobre un concepto de abnegación y sacrificio que llevaría a las mujeres a ser casi unas esclavas de familia y de la sociedad, mientras el padre se “ganaba la vida” para mantener a la familia en empleos burocráticos, como obrero o trabajador. Conseguir un empleo dentro del aparato estatal en tiempos de entreguerras era considerado un privilegio, aun cuando las condiciones de trabajo fuesen infrahumanas; perder un empleo significaba literalmente morir de hambre, y muchas familias se empeñaban en casar a sus hijos e hijas con descendientes de castas adineradas, aunque fuesen venidas a menos: militares, terratenientes, burgueses, aristócratas, banqueros o herederos.

Castillos, catedrales y otros símbolos

Muchas novelas decimonónicas estaban inspiradas en este tipo de esquemas, cuya mayor elaboración en Francia fueron las obras de Balzac y Flaubert y durante el romanticismo en novelas cuyos protagonistas eran seres atormentados, dementes o dominados por pasiones irracionales, como se podía advertir en las novelas inglesas desde Jane Austen hasta las hermanas Bronte. Aunque en verdad el gran novelista de Inglaterra en el siglo diecinueve fue Charles Dickens, quien se alejó de todos los esquematismos y fue una de las grandes inspiraciones de Kafka, el siglo veinte fue creando poco a poco una serie de prototipos donde se sitúan un conjunto de novelas y cuentos que pronto tendrían cartas de presentación dentro de la ficción europea y americana.

Durante varios siglos los símbolos del poder fueron experimentando cambios, desde los colectivos hasta los individuales. Las instituciones fueron construyendo los suyos: templos, iglesias, edificios gubernamentales, alcaldías, gobernaciones, bancos, magistraturas. Mientras más monumentales o fastuosos, más poder representaban. La Iglesia católica, por ejemplo, creó en el campo pequeñas iglesias románicas y en la ciudad templos góticos, catedrales fastuosas para concentrar en ellas los símbolos principales de poder de la Iglesia como institución, más allá de la espiritualidad cristiana; los grandes castillos, que habían sido fortificaciones para defender las ciudades de los enemigos, se convirtieron en símbolos de guerra y resistencia.

Las alcaldías, casas de gobierno y palacios presidenciales fueron tomando múltiples formas. Así como las catedrales góticas se volvieron el máximo símbolo de poder religioso durante la Edad Media; los señores feudales construyeron los suyos para convalidar su poderío. Durante numerosas guerras, fortificaciones y murallas devinieron en grandes castillos; y estos castillos después se convirtieron en pequeñas ciudades, donde se abastecieron de los principales rubros para la sobrevivencia.

En el siglo diecinueve estos castillos se convirtieron en residencias de príncipes, condes, marqueses y otros personajes de la nobleza. Muchas obras literarias fueron ubicadas en éstos, como las llamadas novelas góticas de terror, cuya máxima expresión fue Drácula (1897), de Bram Stoker. Mucho antes, los castillos góticos se presentaban en las novelas como espacios repletos de fantasmas, presencias malignas, hechizos, maldiciones, y fueron ámbitos de inspiración para la imaginación romántica en novelas como las de Anne Ratcliffe, Horace Walpole, Mary Shelley y muchas otras. En todo caso los castillos, iglesias y murallas góticas se han mantenido en el tiempo como símbolos de poder militar, religioso o individual.

Cuando se les divisa desde lejos, son idealizados por los efectos del tiempo, surgen como grandes fantasmas entre la niebla o las montañas, representando épocas mágicas o sobrenaturales de fábulas, leyendas e historias de las que el siglo veinte se fue despegando poco a poco, debido a su cercanía con la razón científica, siendo sustituidos éstos por rascacielos, torres empresariales y diversas obras de la ingeniería moderna como rascacielos, torres financieras, centros comerciales, malls, clubes, centros turísticos e instalaciones deportivas, los cuales fueron sustituyendo paulatinamente en la cotidianidad al poder que se concentraba en los distintos castillos; sin embargo, el contenido simbólico y mágico de los castillos fue creciendo en el tiempo, como el de las catedrales, justamente debido a la carencia de una espiritualidad ancestral, que se fue diluyendo lentamente en medio de las promesas del progreso moderno.

Con la creación del turismo, las catedrales y castillos han sido las edificaciones más visitadas, justamente por la cantidad de información histórica, religiosa y mágica que contienen, acercando a sus visitantes a un mundo completamente distinto del actual, donde casi todo viene decodificado por el valor de cambio. En Europa, el turismo ha permitido no sólo un importante ingreso de divisas, sino también un elemento para confirmar su prestigio cultural ante el mundo, reforzado a través de una inmensa maquinaria informática y mediática.

Novelas de principios del XX

Resulta útil observar estos datos en el momento de acercarse a la narrativa del siglo veinte. Existe mucha controversia acerca de la novela en ese siglo, valorada sobre todo a través de un criterio meramente cronológico. De hecho obras como El retrato de Dorian Gray (1891) de Oscar Wilde y muchas otras publicadas a fines del siglo XIX pueden considerarse obras magistrales si las observamos mediante el criterio artístico; se pudieran citar las novelas de Joseph Conrad como Lord Jim (1900) y El corazón de las tinieblas (1902); o las del estadounidense Jack London El lobo marino (1904), Colmillo blanco (1906) o Martin Edén (1909) hasta las novelas de H.G. Wells editadas casi todas a inicios de ese siglo, y tantas otras que mostraron registros novedosos.

Si continuamos con una ligera pesquisa de obras editadas a principios de ese siglo, tendremos que citar numerosas obras tanto de la literatura europea como de la americana, y por supuesto a las catalogadas como novelas liricas, comenzando en Europa con el irlandés James Joyce y su Retrato del artista adolescente (1914) y Ulises (1922) y en Estados Unidos a un Henry James con Las alas de la paloma (1902) y Los embajadores (1903), precedidas del magistral relato de Una vuelta de tuerca (1897), para citar sólo a unos cuantos ejemplos de renovación en la novela en los tiempos de Franz Kafka, sin que olvidemos toda una serie de obras que significaron innovación en aquel entonces como La muerte en Venecia (1911) de Thomas Mann; Demian (1919), de Herman Hesse; La puerta estrecha (1909) y Corydon (1911) de André Gide; A la sombra de las muchachas en flor (1919), de Marcel Proust; y en la tradición hispánica algunas novelas de Azorín, Valle Inclán, Pérez de Ayala y otras que, aun ostentando distintos formatos, dan cuenta de elementos autobiográficos y confesionales donde diarios y memorias son sometidos a tratamientos literarios incesantes, y donde la sensación del tiempo fluyente es relevante; esto, a la par de una riqueza lexical y un ritmo considerable en la prosa, donde convergen giros musicales y conviven también recursos plásticos y poéticos.

El caso Kafka

Los temas del escritor checo son perfectamente reconocibles en sus novelas y relatos largos, mientras que en sus textos breves pueden ser numerosos y se encuentran captados por un similar estilo, preciso y en el detalle moroso hasta la obsesión, como si estuviese rindiendo un informe sobre una situación muy concreta, o llevando a cabo el análisis exhaustivo de una situación o de una condición humana. A Kafka le tocó vivir una vida muy ceñida, llena de limitaciones familiares y sociales que incidieron en él para llevarlo a expresar sus modos de decir, explorando la realidad con un lenguaje también ceñido. Vasta ha sido la bibliografía que se ha vertido sobre su vida y obra en casi todos los puntos del orbe; pero siempre habrá algo por decir sobre este autor y su mundo, teniendo en cuenta lo que nos revela en sus propios diarios y cartas, asumidos también como un modo de hacer literatura.

En efecto, muchas de las situaciones que se muestran en sus novelas o cuentos han sido elaboraciones artísticas de sus vivencias personales; pero de un modo tan peculiar que su literatura, primero, le sirve como herramienta para conocerse y luego parece volverse contra sí mismo hasta un punto obsesivo. Debido a las complicadas situaciones que vivió con una de sus novias, Felice Bauer, con su padre Hermann Kafka y con sus superiores en el trabajo. Kafka se vio implicado en un complejo enjambre de conflictos íntimos. Asimismo, su condición de judío influyó de manera decisiva tanto en su comportamiento como en su escritura. Aunque no practicó el judaísmo religioso, lo judío formó parte de su cultura y de sus costumbres en el ghetto de Praga, donde vivió y donde el uso de las palabras revestía una importancia central: las usó como herramientas para auto-investigarse, con lo cual también estaba indagando su entorno, sus limitaciones y expansiones. Sólo que Kafka escogió el camino más difícil: el de auscultarse a sí mismo con tal de indagar en la naturaleza social de las reacciones del individuo frente a su medio; con lo cual logró, sin proponérselo acaso, una de las obras más singulares de la literatura del siglo XX.

El siglo XX estaba naciendo, y aunque Kafka no podía adelantarse a los acontecimientos, sí podía en cambio vislumbrar parte del mundo que se avecinaba, sobre todo en sus aspectos más sórdidos u opacos. Lo que vivió Kafka en su corta vida de sólo 41 años le sirvió para constatar la presencia de un mundo opresivo en sus manifestaciones institucionales influyendo en la vida (a)social del individuo y las distintas situaciones paradójicas que le toca enfrentar en la vida cotidiana, y al mismo tiempo encarar una serie de situaciones absurdas, hechos sin sentido que van dibujando una conciencia fragmentada, un individuo atomizado que poco a poco va perdiendo su identidad para traspasarla al Estado, a las autoridades, a los jefes, a los padres, a los gobernantes, a seres que se creen todopoderosos. De esta manera Kafka traza un inventario de seres que se encuentran en medio de circunstancias azarosas, atrapados en sus propios actos y limitaciones.

El absurdo alienante

En el presente trabajo me propongo examinar algunos personajes y situaciones de su novela El castillo, tratando de complementar algunas ideas que he expuesto en el ensayo sobre su relato La metamorfosis. En la mayoría de sus textos Kafka intentó alejarse en lo posible de las formas tradicionales de narratividad; es decir, logró una renovación de las formas narrativas imperantes y se abocó por completo -como buen literato que era-a expresar de manera distinta sus propios conflictos mediante formas nuevas. Esta afirmación puede ser discutible, pero está cotejada con las obras no ficcionales de Kafka, en este caso sus diarios y cartas (sobre todo las cartas a Felice Bauer y a su padre Herman), las cuales me parece que, de por sí, contienen sus confesiones más importantes y son la prueba irrefutable del conflicto con su tiempo y con su sociedad, los sentimientos sobre el arte y la vida que provienen de su relación personal con su progenitor.

Esta carta, además, puede ayudar a muchos de quienes la leímos a hacer un poco de terapia y a conocernos mejor como padres, creo, y hacen de sus confesiones íntimas y privadas un implacable autoanálisis. En este sentido habrá que reconocerles su primera virtud: su completa sinceridad. Para lograr estos efectos de verosimilitud mediante situaciones azarosas y paradójicas, Kafka apostó, creo, a forjar una nueva veta que yo llamaría aquí el Absurdo Alienante, y aunque no creo que él sea precisamente el fundador del absurdo literario, lo considero sí un innovador en esta veta, al asociar el absurdo con el poder en sus más diversas formas: institucional, individual, familiar, político, religioso o social, como ya apuntamos antes.

El laberinto sin hilos 

Veamos ahora cómo se presentan los asuntos en El castillo (1926). Si en El proceso (1925), obra anterior, se trata de la ley y de una dura crítica al sistema judicial y a sus múltiples mecanismos de postergación –que terminan sumiendo al individuo en la enajenación y la docilidad– en El castillo el asunto es mucho más amplio, pues se refiere al hecho más elemental del existir: la intemperie, o la búsqueda de seguridad y cobijo. Por supuesto, este gran tema se divide en varios subtemas no menos importantes, que irán apareciendo de manera escalonada con la presencia de nuevos personajes, los cuales aportan a la trama elementos de tensión. Y es justamente esa tensión arrolladora la que dona su especial sello vertiginoso a toda la novela; la cual, a medida que discurre, va envolviendo al lector en una suerte de vértigo. Para ello, como veremos, la atención de Kafka se dirige a los elementos más pequeños, a las cosas aparentemente insignificantes, que de súbito cobran vida y se colocan en primer plano para después desaparecer otra vez, tal cual ocurre a veces en la vida cotidiana.

Aun cuando no podemos dejar de identificar al personaje central de El castillo con Kafka por estar representado en la letra K, debemos hacer esta identificación sólo de manera provisional por el bien de la narración literaria, donde K representa principalmente al individuo y el castillo a un ente administrativo que puede ser el Estado o el aparato burocrático de éste. Al principio, hablamos de los castillos góticos y sus representaciones políticas y sociales. En esta novela, el castillo es una representación abstracta del poder mediante una entidad desde donde son emitidas órdenes y mensajes para los habitantes de una comunidad que no ha sido identificada, y por lo tanto puede ser cualquier pueblo; un lugar que puede ubicarse en cualquier parte, una edificación que toma la forma de una ciudad pétrea donde se forjan expedientes e historias personales de trabajo: “Un pueblo tan largo que no terminaba nunca” gobernado por el Conde, autoridad innominada e invisible, oculta tras la máscara del Estado, del Poder.

«K desea arribar al castillo a hablar con el Conde. La profesión de K es agrimensor. Básicamente las funciones de un agrimensor son las de medir terrenos, trazar esquemas y hacer dibujos técnicos de tierras o parcelas, a objeto de llevar un registro minucioso de las propiedades tanto del Estado como privadas, o de las que va adquiriendo el Estado de los entes privados. El agrimensor se dedica, pues, a un oficio meramente técnico por el que gana un salario, pero no participa de los avalúos, que sí corren por cuenta el Estado. En teoría, los oficios de K han sido solicitados por las autoridades del castillo y K debe acudir al castillo a hablar con el conde o con otras autoridades allí para ultimar los detalles de su contratación como agrimensor. K llega de noche a una aldea cercana al castillo, donde busca posada para alojarse, y luego continuar camino. La aldea y sus habitantes son gente rústica del pueblo, trabajadores, campesinos, taberneros, posaderos, camareras, obreros, curtidores, panaderos. El agrimensor es un huésped nuevo, desconocido, funcionario del gobierno. Los aldeanos conservan hacia al Conde una especie de veneración, de respeto, pues el castillo está cerca de la aldea y es una referencia de autoridad, de gobierno, y debe transmitir hacia al resto de los habitantes y visitantes esa respetabilidad con el objeto (oculto, inconsciente) de hacerse respetar ellos también. Aunque no comprenden bien en qué se basa ese respeto, se lo transmiten a los visitantes diciendo cosas como: “nosotros, la gente poco importante, nos atenemos a las normas, y no lo puede tomar a mal” ».

K es conducido en silencio a la posada. Viene con unos jóvenes ayudantes, que se convertirán en personajes junto a otros como Gernstacker y Barnabas, éste último hombre dueño de una bondad natural, quien se va haciendo amigo de K y se convierte en su mensajero; debe llevar una carta al Intendente (nueva autoridad) con el cual comienzan a establecerse las jerarquías y a aparecer los nuevos personajes: Lasemann y Klamm. También los personajes femeninos: Olga, Amalia y Frieda; las dos primeras hermanas de Barnabas y de suma importancia en la historia:

«Las hermanas rubias parecidas entre sí, y a Barnabas, pero con rasgos más duros que él, muchachas altas y fuertes, rodeaban al recién llegado y esperaban de K alguna palabra de saludo, pero él no podía decir nada, había creído que allí en el pueblo todo el mundo era importante para él, y sin duda era así, pero precisamente aquellas personas no le preocupaban en absoluto. Si hubiera estado en condiciones de hacer todo el camino hasta la posada, se habría ido inmediatamente».

En el primer capítulo, K busca ayuda en la aldea y en la posada, sin hallarla. Aquí la posada (y todas las posadas subsiguientes, con nombres distintos de acuerdo a su rango social, “Posada del Puente”, “Posada de los caballeros”), hacen el papel de cobijos de la existencia, igual que la casa y la taberna, en las que Kafka no pierde tiempo para jugar simbólicamente con ellas a lo largo de la obra. En ellas suele haber mucho frío.

«Le pesaba grandemente ver que en esa irresolución se manifestaban ya, evidentemente, las consecuencias de estar subordinado, de ser un trabajador y el hecho de que ni siquiera entonces, cuando aparecían tan claramente, fuera capaz de vencerlas…».

Incluso existe una negativa a dejar dormir esa noche a K en la posada, que K refuta de la manera siguiente:

«Pero quisiera señalarle algo: tengo valiosas conexiones en el castillo y las tendré más valiosas aún, y ellos lo aseguran contra cualquier peligro que pudiera derivarse de mi pernocta y le garantizan que estoy en condiciones de recompensarlo plenamente».

Se trata de un ardid de K, quien encuentra un leve apoyo en Barnabas, aunque a veces dude de él también. En la taberna conoce a Frieda, una mujer rústica que lava ropa, sirve cerveza, bromea con los ayudantes y parece encarnar el carácter, la sinceridad. La taberna como tal pasa a ser un espacio significativo en la novela, en el sentido de simbolizar el ámbito de celebración, de restauración y de algo más importante aún: de conversación.

Llegado un momento, dirigirse a la posada se vuelve tan difícil como llegar al castillo. En la Posada del Puente, donde van los clientes más humildes, es donde K conoce a Frieda y se da cuenta de las relaciones de ésta con los clientes. Se entera de que ha sido la amante de Klamm, relación que es constatada por ella misma, y ello le otorga una condición especial de poder. K se enamora rápidamente de ella y hace todo lo posible por conquistar su amor. Sin embargo, Frieda siente empatía con los ayudantes, muchachos jóvenes, y se permite momentos de diversión con ellos, lo cual genera los celos de K.

Sólo llevaba cuatro días de estancia en el pueblo, cuando ya K debió sostener una conversación con la posadera, esperando sacar una serie de conclusiones para seguir (“el deber de buscar”, le llama K), apoyándose en Frieda, y le aclara a K, una vez que ha aceptado ser su mujer, que ha perdido su rango en la Posada de los Señores y ahora debe estar en la Posada del Puente, y también ha perdido su amistad y su relación con Klamm, quien ya debe haberse enterado. La conversación de K con la posadera es un verdadero careo con la inteligencia, la dueña de la posada es, además de inteligente, muy astuta, por lo cual K se pone en guardia, hasta que llega a una primera conclusión firme:

« “Ay, dijo K, usted es una mujer muy inteligente y que inspira respeto y, sin embargo, se asusta de cualquier nimiedad. Pues bien, quiero hablar con él de Frieda; no es nada tan monstruoso, sino más bien lógico. Porque desde luego se equivoca también si cree que Frieda, desde el instante en que yo aparecí, ha perdido toda importancia para Klamm. La subestima si así lo cree ».

Las posaderas pasan a ser entonces como las guardianas de un poder abstracto. Las posadas, inicialmente lugares de reposo, se convierten entonces en especies de alcabalas para llegar al castillo. Klamm se vuelve la antítesis de K. Por fin, se desata K con sus argumentaciones individuales frente a la “Orden de la administración condal” para ir con el alcalde, la nueva autoridad.

La subyugación al poder

A partir del capítulo quinto (“Con el Alcalde”) se pone en evidencia la parte más absurda del poder burocrático. En sus conversaciones con el alcalde, las respuestas que éste le ofrece como agrimensor se pierden completamente por efectos del burocratismo, y entonces K debe acudir a sus mejores argumentaciones.

A pesar de la amabilidad de la administración y no obstante el pleno cumplimiento de sus obligaciones oficiales, exageradamente fáciles, y engañado por el aparente favor con que se le trataba, llevara de forma tan imprudente su vida normal que llegara a derrumbarse, y entonces la administración, todavía suave y amable, tendría que intervenir a su pesar en nombre de algún orden público para él desconocido, y quitarlo de en medio.

« ¿Y qué era realmente allí la vida normal? En ninguna parte había visto K hasta entonces lo oficial y la vida tan entrelazados, que a veces podía parecer que hubieran invertido sus verdaderas posiciones».

Surgen aquí, por así decirlo, los primeros signos de absurdo en esta obra relacionados con el poder, pues las respuestas a las solicitudes de K se pierden en un océano de expedientes y papeles. Aparece aquí otro personaje de la burocracia, de apellido Sordini (nunca son los nombres completos, sino sólo los apellidos) que hace una alusión a la “cubierta vacía” del expediente de K que llega a una de las oficinas, y aquí sale a flote la ironía de K, cuando el alcalde le pregunta si le aburre esa historia y K le responde qué le entretiene, por lo cual el alcalde le dice que no se la cuenta para que se entretenga, y argumenta: “Porque puedo ver la ridícula confusión que, llegado el caso, puede decidir la vida de un hombre.”

Hay, en este capítulo, toda una explicación burocrática del absurdo en un extenso párrafo sin desperdicios, pero no es oportuno citarla descontextualizada.

Siguen apareciendo elementos: las oficinas de control; los errores en el proceso burocrático; la despersonalización del trabajo. A lo que K replica: “Quiero oír algo sobre mi”. Las contradicciones de todo el proceso –que aparecen descritas en la novela homónima de Kafka, pero referidas al poder judicial– la confusión entre cartas oficiales y cartas privadas. En este proceso de arribar al castillo, continúan apareciendo personajes como Klamm, que nunca hablará ante él y sobre todo nunca lo dejará presentarse ante él. Y en este sentido este personaje impalpable encarna el poder, un poder que desprecia la inteligencia de la razón y también desprecia todo afecto, todo sentimiento noble. Sin embargo, la presencia de Klamm se vuelve omniabarcante en toda la novela.

Kafka se las arregla para hacer sentir su presencia como si se tratara de una entidad superior, casi un dios, cuya imagen se asemeja a la del Gran Hermano en la novela de George Orwell 1984, donde una imagen omnipresente controla a los ciudadanos desde miles de monitores instalados en espacios públicos y privados. El “Big Brother” de Orwell es incorpóreo, y su fuerza aumenta proporcionalmente en la misma medida de su condición de ente inalcanzable, manejado desde el centro de poder para favorecer a un Estado totalitario, y en este sentido podemos ver a El proceso y El castillo como a dignas predecesoras de la obra maestra de Orwell, convertida en clásico del siglo XX y aún vigente en el siglo XXI, cuando computadoras, redes sociales, producciones digitales y electrónicas son utilizadas como herramientas de dominación ideológica.

Después de Klamm aparece otro personaje, Momus, “Secretario de pueblo” que, tal como lo indica su título, es el súmmum del populismo y quien se encarga de hacer más dificultoso el acceso de K al espacio de poder. En este sentido, también Momus es un portador demagógico de la administración del castillo. En el asunto de la subyugación al poder, K resulta ser el individuo que razona libremente y se defiende con argumentos en cada interrogatorio; de modo que los diversos interrogatorios se convierten a su vez para Kafka en elementos técnicos para la narración; es decir, el escritor los emplea como medios para hacer más contundentes los efectos de los personajes. Asimismo, Kafka emplea esta técnica del interrogatorio encadenándola a su prosa como un elemento de estilo, o mejor, de escritura, con diálogos entrecomillados y sucesivos. En este orden de ideas, Kafka introduce un elemento nuevo dentro de la narración novelesca, al prescindir de los diálogos entre guiones, sino insertándolos entrecomillas en el texto principal en el logro de un efecto continuo, envolvente, que no se da tregua ni da tregua al lector, sin dejar decaer la atención y la tensión.

Entre la precisión y el detalle

Aunque la mayoría de los párrafos de El castillo son en su mayoría muy extensos, Kafka emplea un lenguaje preciso, puntual, que jamás divaga, sino que va al centro de las cuestiones usando artilugios de asedio, como si el narrador estuviese a su vez interrogando al lector. No me atrevo a decir que éste sea un dispositivo creado por Kafka, pero si estoy seguro que es algo anterior al de la novela lírica o al de los monólogos interiores de Joyce. Ya he anotado antes unas cuantas novelas de principios del siglo veinte de importancia para la renovación formal del género, donde también deben anotarse varias obras de ciencia ficción en escritores como Gustav Meyrink, H.P. Lovecraft, Aldous Huxley y H.G. Wells, a quienes sólo se ha visto como renovadores en el terreno temático de lo fantástico, pero mucho menos en el formal, como introductores de técnicas y nuevos puntos de vista.

Sea como fuere, Kafka se presenta como un innovador en ambos espacios, y aún más: se presenta como un referente de primera magnitud en los temas de la alienación, el desamor, la apatía y la angustia, y en otros motivos aledaños: la desesperanza, el escepticismo, la opresión extrema, la crueldad, dando también un vuelco al asunto del absurdo. Evidentemente, estas innovaciones hacen que Kafka cobre cada día más vigencia; pues la sociedad, en lugar de ir superando estos traumas, los ha ido acentuando, al incrementarse la burocracia y el crecimiento desmesurado del Estado propiciados por la macroeconomía, el endiosamiento del mercado y una tecnologización que ha degenerado en tecnocracia, animadas por una bancocracia que ha terminado por devorar, cada una de ellas, los beneficios derivados de la tierra, los recursos naturales y los servicios públicos.

Los interrogatorios

Pero prosigamos con el examen de El castillo. En los capítulos siguientes se continúan desenvolviendo otros personajes al contacto de K, con su constante renuencia a dejarse interrogar –y menos convencer—por sus interlocutores, como apreciamos en “Lucha contra el interrogatorio” cuando escribe:

« “Buenas noches” , dijo K. “Me repugnan los interrogatorios”. Y se dirigió realmente hacia la puerta. “Se va”, dijo Momus, casi temeroso a la posadera. “No se atreverá”, dijo ella; K no oyó más porque estaba ya en el zaguán. Hacía frío y soplaba un fuerte viento. De una puerta de enfrente salió el posadero, parecía haber estado vigiando el zaguán por una mirilla. Tenía que sujetarse contra el cuerpo los faldones de la chaqueta, tan fuertemente tiraba el viento de ellos. “¿Se va ya señor agrimensor?”, dijo. “¿Le extraña?’ preguntó K. “Si”, dijo el posadero. “¿No iban a interrogarlo?’” “No’, dijo K. “No me he dejado interrogar”».

Ello es muy ilustrativo de las cualidades del individuo independiente que desea describir Franz Kafka en esta novela. En el capítulo intitulado “En la calle” el escritor centra su atención en una carta enviada por Klamm a K, donde le agradece el trabajo de agrimensor que está realizando, cuando en verdad K ni siquiera ha sido contratado, evento por demás desconcertante que produce alegría en el entorno de K, pero éste no lo acepta tan fácilmente por creerlo una treta del poder de Klamm. Es más, K, ante la demora de su contratación, ya había aceptado trabajar en la Escuela al lado del Maestro, llevando consigo a Frieda. Ya K había cortejado y conquistado a Frieda, haciéndola su amante y prometida en un pasaje de la novela tan breve, que niega los cortejos amorosos en la literatura anterior, rechazando todo romanticismo y enamoramiento, sentimientos obvios de pasión o erotismo; para Kafka el amor es algo práctico, un medio pragmático de resolver problemas cotidianos; además, Frieda se presenta fundamentalmente bajo la aureola del poder de Klamm.

«De modo que K acepta trabajar como bedel en la escuela del pueblo, y se lleva a Frieda para que le ayude. Son muchos los deberes y tareas a que deben someterse para llevar a cabo sus objetivos, por sueldos ínfimos. Pero no les importa, porque K quiere ante todo rebelarse ante la autoridad aplastante de Klamm y del Conde. Pero ahora Klamm les ha escrito una carta tan positiva que causa sospechas, por lo cual K decide aceptar con Frieda su labor como bedel en una escuela. Allí acude con sus ayudantes. Requiere de mucho esfuerzo. Los ayudantes alteran sus comportamientos: se vuelven insolentes, se rebelan; aparecen vicisitudes, molestias, y la intimidad amorosa con Frieda se ve perturbada por los ayudantes: K siente celos y le reclama a Frieda, quien se divierte a ratos con ellos. Pero Frieda se defiende con argumentos sólidos».

La naturaleza femenina

Kafka ostenta un dominio extraordinario de la naturaleza femenina; se produce un diálogo magistral sobre el amor celoso, sincero y crudo hasta el último minuto. En éste, Kafka se aleja radicalmente de toda la literatura amorosa anterior; de hecho, ni siquiera el término “amoroso” pudiera usarse en el caso de Kafka, tal es el distanciamiento que se produce el torno al tema de la mujer y sus sentimientos.

En el capítulo siguiente aparece un niño que revuelve los sentimientos de ambos: Hans. Este personaje sirve para matizar sutilmente los sentimientos de ambos; Kafka se vale de éste para introducir la ternura y la ingenuidad; aunque también es utilizado como mediador de un diálogo con Brunswick para su cargo como agrimensor. Leamos:

«Así jugaba con sus sueños y ellos con él, mientras que Hans, pensando sólo en su madre, observaba preocupado el silencio de K, como se hace ante un médico hundido en sus reflexiones para encontrar en medio en un caso difícil. Hans estuvo de acuerdo con la propuesta de K de hablar con Brunswick del puesto de agrimensor, aunque sólo porque, de esa forma, su madre estaría protegida de su padre…»

Hans se marcha, pero Frieda hace un reproche a K que continúa en la línea de exploración de la sensibilidad femenina y puede catalogarse de magnífica, donde se lleva a cabo una profunda reflexión sobre las relaciones entre amor y poder, y donde debemos considerar de nuevo a Kafka como un escritor de vanguardia dentro de estos contextos. Recordemos las complejas relaciones del escritor con Felice Bauer, Milena Jesenská y su propia hermana Ottla. En efecto, a partir de la mitad de la novela las mujeres toman el espacio principal. En el capítulo 13 aparece Schwarzer, un maestro auxiliar que, como hijo de Alcalde, intenta imponer sus prerrogativas. Se trata de otro de los personajes impuestos por la Administración, otra forma camuflada de poder contra un forastero que como K se encuentra agotado, busca refugio y se halla desvalido. En un momento dado, sale a relucir la personalidad de K en uno de los párrafos:

«A causa de Schwarzer y de forma totalmente absurda, toda la atención de la administración se había dirigido, ya desde los primeros momentos, hacia K cuando todavía era totalmente forastero en el pueblo, sin conocidos, sin refugio, agotado por la marcha y totalmente desvalido sobre su jergón de paja, estaba a merced de cualquier intervención administrativa. Sólo una noche más tarde todo hubiera podido desarrollarse de una forma distinta, tranquilamente y casi en secreto».

Al tomar estos espacios en la novela, la sensibilidad femenina comienza a hablar en la obra y a desnudar sus tramas. De hecho, hay una pugna de las mujeres por los afectos de K. aunque también Barnabas, el único amigo de K, es humillado por Klamm. Pero Olga, sobre todo, tiene sobre el poder una visión muy particular, cuando le refuta a K:

«…entonces te habremos perdido, a ti, que, lo confieso, significas ahora para mí más que al actual servicio del castillo de Barnabas. Y, sin embargo, –esa contradicción lleva atormentándome toda la noche—tienes que tienes que saber, porque si no, no podrás comprender nuestra situación y, lo que me resultaría especialmente doloroso, seguirías siendo injusto con Barnabas, nos faltaría el necesario acuerdo y no podrías ayudarnos ni aceptar nuestra ayuda, la no oficial».

Amalia también tiene su secreto, que revela de inmediato a K: el funcionario Sortini.

«“He oído hablar de él”, dijo K. ‘“Intervino en mi contratación”. ‘“No lo creo”, dijo Olga. “Sortini apenas aparece en público”. “No te confundas con Sordini, con d.”, “Tienes razón”, dijo K. “Fue Sordini” ».

Se trata nada más y nada menos que de un funcionario sustituto, completamente diferente, porque “la mayoría de las veces los funcionarios se sustituyen unos a otros y es difícil saber qué es de la competencia de éste o aquel funcionario…”. Nótese cómo descubre Kafka la personalidad de este funcionario hasta el detalle:

«Es un hombre pequeño, débil y pensativo, y algo que llamó la atención de todos fue la forma de arrugar la frente: todas las arrugas –y eran muchas, a pesar de que seguramente no tiene más de cuarenta años—iban en abanico de la frente a la base de la nariz, yo no había visto nunca nada parecido».

Estas arrugas y otros detalles meticulosos, son típicamente kafkianos (quiero decir, no son los detalles del mundo burgués que desarrolla, por ejemplo, un Marcel Proust) y aparecen luego en el nouveau roman francés de los sesentas, en la novela llamada objetual (el caso Robbe-Grillet) y en la del venezolano Salvador Garmendia. Una y otra vez, Kafka insistía en estos detalles como parte fundamental de su estética literaria. Sobre ello dejó numerosos testimonios en cartas y diarios. En efecto, el mundo de Kafka se ve no sólo en los detalles si no en lo nimio, en lo insignificante a primera vista, en lo que pasa desapercibido en una primera ojeada. Y no sólo en cuanto a objetos se refiere, si no en cuanto a seres humanos, situaciones y procedimientos Kafka desciende a lo neutro, a lo banal e incluso a lo despreciable, pero luego asciende con una fuerza impresionante a realizar una crítica de los intersticios de la realidad, a los mecanismos ocultos de la psique y se instala ahí dentro por un buen rato; lentamente va desgajando de modo implacable lo que viene o está detrás, lo que sirve de estructura a aquello que vemos o presenciamos; Kafka arroja una mirada no en angular, sino microscópica, a la realidad: ahí donde el mismo concepto de realidad se pone en entredicho; más bien se trata de un conjunto de realidades superpuestas que luego, en algún momento, empiezan a desmadejarse de sus estructuras básicas y a tomar la forma de fragmentos, de trozos de algo que en algún momento van a reaparecer bajo un aspecto diferente.

El minimalismo escritural

Desde el punto de vista lingüístico, Kafka se fija en determinadas letras, vocales o consonantes, para depositar en ellas un peso grotesco, casi monstruoso, como en el caso de Sordini-Sortini: Joseph K- K-Klamm que están allí para crear antítesis desgarradas. Ello también se aplica al lenguaje mismo, a la precisión verbal tanto de las cláusulas como de la adjetivación.

En Kafka no hay adornos, no hay retórica, no existe la ampulosidad ni el recargo verbal; huye de lo accesorio para concentrarse en lo ínfimo; su lenguaje desata, desnuda, desmadeja, desmonta; no sobrepone nada a nada; es el anti-barroco, el contra-manierismo; va al grano, pero ese grano al que va, esa médula no es simple, está poblada de pieles, tejidos, capas, moléculas que saltan de repente a nuestra percepción. No importa que sean novelas, relatos cortos o diarios, cartas o informes, Kafka siempre está dispuesto a despojarse, quitarse las vestiduras, a dejar al desnudo la condición humana. El modo en que lo hace nos desarma y hasta nos incomoda, pues se está exponiendo como ser humano a la vista de todos con sus fracasos, sus debilidades, sus traumas; pero también con sus ideas, sus pensamientos y sobre todo con una profunda humildad de sentimientos. Nunca es un vencedor, no proclama triunfos ni éxitos en nada; lo hace dentro de una calma muy suya, dentro de una meticulosa paciencia a través de la cual puede comprender todo. No gusta de apelar a Dios y no sabemos si le sirvió de mucho el sustrato judío donde se formó, que lo hizo estudiar los textos clásicos del judaísmo hacia el final de su vida, para escribir sus aforismos que resuman también un ars literaria muy propia.

En sus textos breves, Kafka desdeñó los finales conclusivos, prefiriendo dejarlos abiertos. Sus textos son cortos porque tienen que ser cortos; no porque su autor se haya impuesto hacer textos breves, sino porque a través del carácter instantáneo o momentáneo de sus estados espirituales o de conciencia, se exigía una concentración lingüística especial. Aún más, cuando escribió sus Diarios no los usó para exponer detalles insignificantes, precisar costumbres o dejar testimonios históricos o circunstanciales, sino para hallar en los detalles y en lo pequeño rasgos de algo permanente. Lo trascendente le llega a Kafka por vías laterales y oblicuas; lo que permanece de él es un ánima, un espíritu que sobrevuela por su literatura como un ave apacible, un símbolo o un dios que le protege, pese a su fragilidad.

En El castillo observamos desde la mitad de la obra, cómo Kafka cada vez que se acerca sin suerte a las autoridades, en vez de hacer un trayecto físico tiene lugar más bien un recorrido por las personas, ya bien sean los seres que están ahí para interponerse a sus objetivos –y va internándose en la aldea, las posadas y tabernas donde late la vida en toda su contradicción– los personajes se aprecian en su dimensión “real” (es decir, compleja, ambigua, duplicada) tanto aquellos que pretenden saber cosas acerca del castillo, como aquellos que no. La gente “común”, después de todo, no es tan común, y la gente “importante” tampoco tiene tanta importancia como parece.

Antes bien, la novela va describiendo cómo las autoridades se van debilitando y las mujeres fortaleciendo sus posiciones y sus sentimientos; tal el caso de Frieda que, luego de haber sellado una relación carnal y personal con K, se arrepiente de ello al final, con los debidos argumentos. Pues debemos concluir también que Kafka emplea tanto en este libro como en otras obras suyas, las argumentaciones humanas como un rasgo de primer orden, las cuales en él toman el sitio de lo filosófico; es decir, la literatura de Kafka se puede ver como una literatura donde circulan ideas de modo permanente no porque plantee esas ideas con un lenguaje filosófico, sino porque en su exposición literaria habita un permanente filosofar, una constante reflexión sobre la naturaleza humana en una época determinada, y en este sentido –ya lo dijimos—Kafka se adelantó a los horrores de la sociedad burocrática de mediados del siglo XX, a la sociedad estratificada del hombre-masa, del ser humano rebajado a partícula, a número.

Las mujeres y el miedo

Decíamos que en esta novela las mujeres están ligadas ineluctablemente al poder, ya bien sea merced a los afectos fingidos o a las manipulaciones del falso amor; del erotismo llevado a la escena política; así como el personaje Sortini abusa de su poder sobre Amalia y es vulgar, soez, grosero, ejerce la seducción hacia ella en la posada hasta humillarla. Y esto se lo permite el poder. En efecto, existe aquí una especie de tratado del absurdo amatorio y sus relaciones de sumisión al poder, cuando leemos:

«Sin duda aquella tarde estábamos ciegos, pero el hecho de que, a través de toda la niebla, creyéramos notar algo del enamoramiento de Amalia, demostraba indudablemente cierto juicio. Sin embargo, si se considera todo eso, ¿qué diferencia queda entre Frieda y Amalia? Únicamente que Frieda hizo lo que Amalia rehusó”. Puede ser”, dijo K; sin embargo, para mí, la diferencia principal es que Frieda es mi prometida y Amalia, en el fondo, sólo me preocupa porque es la hermana de Barnabas, el mensajero del castillo, y el destino de ella está quizá entretejido con el de él. Si un funcionario hubiera cometido con ella una injusticia tan clamorosa como la que, según tu relato, me pareció al principio, me habría preocupado mucho, pero también mucho más como cuestión pública que como sufrimiento personal de Amalia».

En verdad, el tema de las mujeres en Kafka es bastante espinoso, por no decir incómodo. Primero está el tema del sexo, que fue tratado por Kafka en el mismo orden que la comida, la bebida, la música. El sexo para él es una actividad importante, relativa a su actividad de hombre joven. En la época y el contexto de Kafka, el sexo es una actividad “social”, algo que se ejerce en los diversos lupanares de las ciudades con prostitutas y acompañantes ocasionales; aventuras con chicas alegres para pasar el rato, fuentes de placer sin compromisos. El sexo es una diversión, algo placentero al que es difícil renunciar en plena potencia de la juventud, y que en el caso de Kafka impidió más de una vez los compromisos serios con Felice Bauer.

Como ha mostrado Elías Canetti, Kafka eludió como pudo todos los compromisos serios con Felice, pues tenía miedo pánico a los enlaces matrimoniales, y postergó cuanto pudo esos compromisos mediante un copioso conjunto de cartas que, una vez más, trasciende el tema central del sentimiento amoroso, para incursionar en otros como los de la humillación y el miedo. De hecho, el miedo en todas sus formas es el principal sentimiento kafkiano, además de la abyección desprendida de ese miedo, pues el miedo está esencialmente hecho (construido, edificado) para humillar al ser humano.

Por si fuera poco, Kafka detestaba su profesión como vendedor de seguros. En el conjunto de sus cartas y diarios no hace sino reforzar la idea de la literatura como tabla de salvación frente a todos estos elementos negativos. Y como tampoco parecía aprender mucho de la experiencia, se sumergía en el océano de la literatura –tanto a leerla como escribirla o compartirla con sus amigos— mientras se desapegaba de sus obligaciones como posible marido, padre o trabajador. Kafka se negó sistemáticamente a participar del poder y hacerse sumiso a cualquier autoridad, fuese ésta familiar, política o religiosa. Sin embargo, halló en los textos del judaísmo varias fuentes de inspiración que lo llevaron a redactar sus brillantes Aforismos.

Muy conocidas también son sus relaciones con Grete Bloch, Dora Diamant, Milena Jesenská y su hermana Ottla; con ésta última daba paseos frecuentes y muchos la confundían con su novia. Son harto conocidos también sus complejos de delgadez, de vergüenza hacia su propio cuerpo. Era hipersensible a los ruidos (era amante de la música) y poco a poco aparecen también síntomas de hipocondría, a tal punto de comenzar a ejercer una permanente vigilancia hacia los órganos de su propio cuerpo; o a sufrir de insomnio cuando lo que ansía sobre todo es dormir tranquilamente. Al señalar estos síntomas personales en Kafka, pretendo llamar la atención sobre sus obsesiones a la hora de escribir, pues había acariciado desde joven la idea de hacer novelas, proyecto que abandonó repetidas veces, lo cual le causaba estados depresivos. Todo ello fue encauzándose hacia su escritura de un modo tan minucioso como liberador.

Dicho esto, proseguimos con la observación aleatoria de El castillo. Decía que las figuras femeninas toman el espacio de la novela hasta el final; es posible que en estos capítulos Kafka haya puesto todo su empeño en el sentido de descubrirse una vez más frente a las mujeres, la manera de pensar de ellas, sus intuiciones y su fuerza, como se percibe en el capítulo 19 (“Rogativas”) cuando las otras mujeres traicionan a Amalia y van a rogar al castillo para que las perdonen; pero también de inmediato se ponen en acción: los funcionarios (“que no hacen excursiones de placer ni miran por las ventanas del coche, porque los coches van atiborrados de expedientes que los funcionarios estudian”), el tiempo burocrático siempre es relativo, mientras los servidores –nuevos personajes abyectos– no reconocen a nadie que hayan tratado en el pueblo y cambian de actitud frente a los suyos por efectos de la autoridad burguesa.

En el capítulo 24 (“En el pasillo de los secretarios”) los servidores comienzan a entrar en contradicciones y las historias individuales se vuelven legajos de vidas internamente absurdas y podridas, llenas de esfuerzos inútiles. Mientras los expedientes se acumulan en las puertas, las habitaciones pasan a ser más importantes que las personas.

K llega al agotamiento. Ya no se esfuerza mucho con las hojas de papel. Comienzan los interrogatorios nocturnos, que hacen todo más confuso. Se detectan al fin claramente las primeras irregularidades en la administración:

Era sin duda la primera irregularidad que K había visto en el trabajo administrativo, aunque era posible que la interpretara también mal. E, incluso aunque se tratase de una irregularidad, resultaba perdonable; dadas las circunstancias reinantes, el servidor no podía trabajar sin errores, y alguna vez la cólera y la inquietud acumuladas tenían que estallar, y si ello se expresaba sólo en una hojita de papel rota resultaba aún bastante inocente.

La poética de la humildad

Ya hemos dicho que en esta novela las posadas y posaderas poseen rangos. Reaparece en ellas la figura de una mujer, Pepi, ayudante de Frieda, aparentemente insignificante, una mujer ingenua a partir de la cual se abre una nueva posibilidad para la obra, y se corresponde perfectamente con la estética minimalista y detallista de Kafka—cuando a través de ella su autor realiza una crítica al mundo burgués: “los criados, esa sucia gentuza”, dice explícitamente, realizando una defensa anti- burguesa de las camareras y de la servidumbre. Un sociólogo diría que hay aquí un Kafka revolucionario:

«¿Para qué van a acicalarse? Nadie las ve, en el mejor de los casos, el personal de la cocina; a quien esto le baste, que se acicale. Por lo demás están siempre en su pequeña habitación o en las habitaciones de los señores, y entrar en estas, aunque sea con un vestido limpio, es una ligereza y un derroche. Y siempre con la luz artificial y con un aire viciado –la calefacción está siempre encendida—y, en realidad, siempre cansadas. La única tarde libre de la semana es mejor pasarla durmiendo tranquila en algún recinto de la cocina».

Continuando con su estética del detalle, Kafka traslada ahora su enfoque al personaje más insignificante de la novela: Pepi. Muchacha humilde, ingenua y de aspecto descuidado, como dijimos. La posadera le había ordenado a Pepi que le arrojara a K una almohada en signo de haberlo aceptado en la posada. De modo que, principiando el último capítulo, K despierta en su habitación a oscuras, y en ese mismo instante comienza la acción en el sentido kafkiano, es decir, comienzan las nuevas suspicacias y los nuevos movimientos íntimos: el servicio, el café, los pasteles, el azúcar… Leemos:

«Pepi le dijo cansada: “Déjame”, y se sentó en un tonel junto a K. K no tuvo qué preguntarle por qué sufría, porque ella misma empezó a contárselo, con la mirada fija en la cafetera de K, como si necesitase una distracción hasta cuando contaba; como si hasta cuando se ocupaba de su propio sufrimiento no pudiera entregarse a él por completo, porque ello era superior a sus fuerzas. Primero supo K que, en realidad él tenía la culpa de la desgracia de Pepi, pero que ella no le guardaba rencor. Y, durante su relato, Pepi afirmaba vehementemente con la cabeza, para que K no la contradijera. Primero, él se había llevado a Frieda de la taberna. Haciendo así posible el ascenso de Pepi».

A partir de aquí la conversación con Pepi es indetenible, y para decir lo menos, insólita. Kafka se encarga de dotarla de una serie de razones que apuntan todas de nuevo al tema central de la obra: el poder, organizado mediante rangos; pues si en el castillo la pugna es por los rangos administrativos, en la posada es por los puestos, y en la taberna, lo mismo. Y entonces nos topamos con el siguiente descubrimiento:

«Y entonces Frieda desapareció de pronto de la taberna, ocurrió tan de improviso que el posadero no encontró en seguida a mano una sustituta aceptable, buscó y su mirada cayó sobre Pepi, quien evidentemente, se había adelantado a propósito. En aquella época amaba a K, como nunca había amado a nadie; había estado meses abajo, en su habitación diminuta y oscura, y estaba dispuesta a pasar allí años inadvertida y, en el peor de los casos, la vida entera, y entonces había aparecido de pronto K, un héroe, un libertador de doncellas, y le había abierto el camino hacia la cumbre».

Con la defensa anti-burguesa del mundo de las camareras, Kafka se alza no sólo como un defensor de las clases consideradas “bajas”, sino que también hace alarde de una prosa poética. Podríamos decir que Kafka concluye El Castillo con un poema sobre la personalidad de Frieda, un canto a la belleza humilde de una camarera. Luego apreciamos lo que pudiera llamarse el “nudo” filosófico de la obra: ¿En qué piensa K? Entonces la figura de Frieda se abomba, se agranda y abarca los sentidos profundos del libro, es decir, los deseos, la feminidad, la pasión y el poder vistos a través de la frescura del amor de las mujeres, en un ambiente hostil. Frieda, “esa araña” espera a Klamm, el personaje siniestro por excelencia, y el lector debe imaginarse qué ocurrirá. Se hace silencio en los pasillos, mientras en los laberintos de la mente humana sentimos deslizarse la ambivalencia del amor.

Kafka se convierte entonces en un psicólogo, muy a su pesar, en un investigador de la mente humana sin acudir a argumentos éticos, sino que plasma a la manera de un monólogo una serie de cuadros mentales, pesadillas cotidianas, situaciones paradójicas y pensamientos ambiguos, en varias tramas que ponen en entredicho la naturaleza misma de la realidad; en esto debemos reconocer que ha logrado una obra de primera importancia.

Es poco relevante que Kafka no haya concluido esta novela: tampoco El proceso. El carácter inacabado de ambas forma parte, quizá, de la naturaleza de la creación kafkiana. De paso, anoto que nunca creí a pie juntillas en ese anatema de Kafka de que sus novelas y diarios fuesen destruidos. Creo más bien que en esta recomendación apocalíptica Kafka estaba diciendo lo contario: “Cuiden que mi obra no sea destruida por las mentes convencionales”, o algo por el estilo. Y entonces Max Brod cayó en la noble trampa, en el juego bien montado.

También pienso que a pesar de sus íntimas angustias, Kafka fue un hombre de mucho coraje moral, y muy sincero en el momento de mostrar sus carencias y desasosiegos. Aquel ser humano enteco, delgado, apacible, poseía convicciones profundas y sentimientos distintos de lo convencional, y quiso romper con tantas ataduras familiares y prejuicios sociales, dictados por un poder que ya no era capaz de dar respuestas suficientes al conjunto de la sociedad, y mucho menos a los individuos.

  • Ilustración: Jaromir 99