El año pasado el poeta Julio Rivera (León, 1992) me escribió solicitándome un prólogo para su libro de poemas: ‘Horas pólvora’. Desconozco los motivos que sopesó para encargarme ese asunto y terminé aceptando.

A Julio como autor lo he leído con gusto, sus poemas casi siempre le deparan a mis atroces jugos gástricos un garrotazo con el mejor medicamento que conozco: la risa. Además, celebro que Julio no se entretenga en demarcar boberías que otros poetas jóvenes, como él, se empeñan en urdir en sus poemas.

Es un alivio no leer en sus versos las bravatas, igual de torpes y sosas, contra alguna moda que devana el estro de toda una generación. Como persona conozco muy poco a Julio, cuando nos vemos, cosa que no pasa seguido, nos saludamos como un par de autistas ligeramente civilizados: un hola y adiós tartamudeado, un leve movimiento de manos aquejadas por una falsa y promiscua artritis.

Hará unos días atrás, quizá ya semanas, Julio me regaló un par de ejemplares impresos de Horas pólvora, publicado este año por el proyecto editorial 3Pies. El libro quedó muy bien hecho, incluso contiene las necesarias erratas.  Acá va el prólogo que escribí, además de un par de poemas de Julio.

Ojalá busquen la manera de hacerse de una copia los lectores interesados

 

Este libro es un petardo al alcance de los niños

Hay cierto tipo de lectores que ven en el prólogo un desatino orquestado por la editorial o una innecesaria solemnidad que le permite el autor a un cómplice. De ordinario alegan estos lectores que el prólogo, siendo mera incitación a la lectura, les contamina su virginal encuentro con la obra, los llena de prejuicios y además entorpece el ir a la obra misma (como si todo lector estuviera obligado a ser fenomenólogo en sus ratos de ocio).  Para este tipo de lectores impacientes, las siguientes líneas no tienen por propósito persuadirlos a que cambien de opinión. Sólo es cosa de pasar la página y ya tendrán ante sí el objeto de sus desvelos, puedo asegurarles que la presente obra justifica la vertiginosa salivación que los afecta. Y para quienes gustan de leer un libro de cabo a rabo dejo estas notas, no sin antes agradecer a Julio Rivera la confianza de prestarme su libro antes de imprimirlo.

Congregar por la noche a los verdugos que se llevan dentro para ver el televisor o escribir no parece ser oficio ajeno a Julio Rivera. Agreguemos que su amabilidad le dicta invitar a la reunión a ciertos reptiles, infiero son las mansas mascotas de los verdugos, no se atreven a roer los cables del televisor que un futuro usuario requerirá para fines no precisamente recreativos, incluso se muestran respetuosos ante quien ensaya anudarse una corbata, o de quien cabila con ahínco cuestiones relativas a la autoestima en detrimento, sobre todo cuando se es zurdo. No molestan estos reptiles a los detractores de Pie Grande, incluso contribuyen con manuales sintéticos a una campaña insecticida. Es admirable cómo estos verdugos han adoctrinado en la mesura a sus mascotas, cómo Julio Rivera va redactando, con el amor que sabe dar una metralleta, actas donde se da fe que todo irá al imperativo archivo muerto que requiere la naturaleza de esta congregación. El lector tiene en sus manos horas de esta sinuosa empresa, pólvora, a la usanza del pueblo chino, con efectos medicinales que abaten cualquier rictus grave de sopor. Horas pólvora de Julio Rivera, sin muchas piruetas y sin estridencias bobas, se inscribe en una tradición literaria de humor cruel por exceso de ternura: Fui al baño, oriné arcoíris, / me miré al espejo, era yo, era yo / el joven de largas agonías.

Agreguemos, pese a lo que pueda referir el título Horas pólvora, que el tono y ritmo de cada uno de sus textos es fronterizo con la tranquilidad propia del Dr. Lecter. Cada texto se presenta a la vista y a la deglución del lector como un irresistible bocado en manos de un dadivoso caníbal. Quien guarde dudas respecto a esta sugerida hipótesis de lectura, abra el libro y notará que Julio Rivera se ha esmerado en que sus textos no sean leídos a bocajarro y compulsivamente, nótese que sus cebollas azules no propician el  llanto.

Salvo un honroso descalabro, Horas pólvora no contiene los típicos y fraudulentos poemas de corte malditista. La presuntuosa aniquilación del melindroso yo lírico, sólo Dios y un consorcio de avezados catedráticos sabrán con precisión qué jeremiada es esto, brilla por su ausencia. De ahí que confundir a la novia con un microbús amarillo u ocultarse en un poema nos inste a sonreír con nuestra accidentada dentadura.

No será inoportuno advertir al lector que evite azotarse, sobre todo si lleva bombín, pues Julio, aunque tenga que recorrer un largo sendero de púas en modo Jumpan, terminará quedándose con ese sombrero. Y por favor, no intente convencerlo con llantos simétricos, de que se lo devuelva, él percibe como vulgares y groseros semejantes ruidos.

Bien, a partir de este momento, no son mi responsabilidad las estallantes carcajadas que le deparan las siguientes páginas. Pase usted, aquí los caimanes le darán la bienvenida.

 

NUDO CIEGO

Un día llegó un cliente y me preguntó:

¿Qué nudo me queda mejor con este traje?

El nudo ciego, contesté sin pensarlo.

Entonces fue a su habitación,

cerró la puerta,

apagó la luz,

se hizo el nudo

y se colgó de la varilla que atravesaba todo su mundo.

 

DUDAS EJEMPLARES

Estoy casi seguro

que nunca podré amarme por completo.

Siempre hay un trozo roto,

un caimán seco.

Y aunque sienta afecto por él y

lo proteja de mí y de este impulso destructor,

no puedo amarlo. Tampoco alejarlo.

Ese es el problema: a veces soy caimán

otras ventilador.

 

  • Ilustración: Editorial 3pies