El arte es la respiración primera de una universidad. No es adorno ni suplemento, sino el lugar donde la sensibilidad se convierte en pensamiento, donde lo que incomoda enseña más que lo que confirma. Una universidad que expulsa esa incomodidad estética renuncia a su propia vitalidad: pretende enseñar pensamiento crítico, pero teme a las imágenes, a las heridas y a las formas que lo encarnan.
La Universidad de Guanajuato (UG) decidió clausurar una exposición que exhibía en una de sus galerías porque incomodaba a la Iglesia. Iconoclasia, del joven artista y alumno de la Licenciatura de Artes Plásticas de la misma universidad, Edder Damián Martínez Reséndiz, mostraba crucifijos intervenidos: de cabeza, vestidos con tutú, cubiertos con la bandera de la diversidad, atravesados por la sangre menstrual. La obra no era un chiste irreverente: era un cuestionamiento estético y político a la sacralidad de los símbolos.
La respuesta fue inmediata. La Arquidiócesis de León exigió su retiro, señalando “su profunda indignación y rechazo ante la reciente exposición organizada en la Universidad de Guanajuato, con el tema: ‘Iconoclasia’, en la cual se han utilizado símbolos e imágenes religiosas de manera irrespetuosa y ofensiva para la fe de millones de creyentes”, en un comunicado que se dio a conocer este 11 de septiembre y firmado por el arzobispo de León, Jaime Calderón Calderón. A la par, grupos conservadores se movilizaron y la Universidad se rindió de inmediato anunciando el “cierre anticipado” de la exposición —que se inauguró el 8 de septiembre—. La explicación oficial apeló a un eufemismo: “resguardar la armonía social”.
Ahora, dicho con todas sus letras, en realidad, lo que se resguardó fue la comodidad de los dogmas. Una institución pública cedió a la presión religiosa y, con ello, traicionó la laicidad: ese principio mínimo que protege el pensamiento crítico frente a cualquier credo
Y lo sabemos, la censura al arte no es una rareza local ni un brote aislado; es un clima. En distintos países se persiguen obras por “blasfemia”, “ofensa a sentimientos religiosos” o “ataques a la moral”, mientras en campus universitarios se multiplican las presiones —institucionales y para-institucionales— para desprogramar, cancelar o diluir lo que incomoda.
El repertorio es conocido: litigios estratégicos, linchamientos digitales, recortes presupuestales condicionados, vetos de último minuto y comités ad hoc que operan como filtros morales. En México, además de episodios recientes en universidades públicas, museos y centros culturales han enfrentado campañas organizadas para retirar piezas, editar textos curatoriales o imponer “advertencias” que funcionan como mordazas preventivas. El resultado es el mismo: efecto de enfriamiento sobre la creación y el pensamiento.
En este contexto, el caso de Iconoclasia, entonces, no es un accidente, sino un síntoma. Forma parte de una tendencia en la que se intenta administrar lo sensible, domesticar la imaginación y reducir el arte universitario a una decoración inofensiva del calendario escolar. Pero el arte en la universidad no es utilería: es interlocutor, antagonista, brújula y a veces martillo.
La censura ejercida contra Iconoclasia no es un hecho menor: marca la fragilidad de nuestras instituciones frente a la presión clerical. La laicidad no es una cortesía hacia quienes creen distinto, sino una conquista histórica que separó al Estado de los altares y abrió paso a una vida pública plural.
Cuando una universidad pública se arrodilla ante un credo, se despoja de su carácter común y regresa a los tiempos en que el dogma dictaba lo pensable y lo mostrable
Susan Sontag escribió que “lo que importa en el arte no es pacificar la conciencia, sino intensificarla” y tiene toda la razón, una exposición como Iconoclasia no busca insultar a los creyentes, sino forzar un descentramiento: quebrar la rutina de lo visible, obligar a pensar desde el desconcierto. Jacques Rancière lo dijo a su manera: el arte redistribuye lo sensible, altera quién puede ver, decir y sentir qué, y en qué lugar. Cerrar una exposición porque reordena ese reparto es negar la política de la sensibilidad que funda lo público. Y si la universidad abdica de esa disputa, abdica de su razón de ser.
Ahora, es preciso y urgente dejar claro que las universidades públicas no son templos de dogma, sino espacios de libertad, crítica y confrontación de ideas. El arte dentro de ellas no puede estar sujeto a censura por motivos religiosos: hacerlo es traicionar la esencia misma de lo universitario. La censura en nombre de creencias particulares erosiona el derecho colectivo a la pluralidad. Una universidad que se subordina a sensibilidades religiosas deja de ser pública para volverse sectaria.
El arte incomoda, cuestiona, desestabiliza; esa es su función política y pedagógica. Silenciarlo es amputar la posibilidad de pensar. No se trata de “respetar” a quienes creen o no creen, sino de reconocer que lo público pertenece a todas y todos. La universidad no está para blindar convicciones privadas, sino para abrirlas al diálogo con lo diverso, incluso con lo que hiere o desconcierta. Censurar una obra artística por motivos religiosos es repetir la lógica inquisitorial que quemaba libros y expulsaba herejes. En pleno siglo XXI, bajo el paraguas de la educación superior, eso es inadmisible.
La historia del arte nos recuerda que cada época ha vivido su propio choque con lo sagrado: desde las herejías medievales hasta las vanguardias que rompieron la iconografía religiosa en el siglo XX. La universidad, como heredera de esa tensión, no puede transformarse en policía del sentido ni en guardián de imágenes intocables. Su papel es sostener el conflicto, permitir que el disenso se exprese y que las verdades incómodas encuentren un espacio de exhibición.
Defender el arte en la universidad es defender la libertad de pensamiento, la investigación sin ataduras, la imaginación que se atreve a confrontar lo establecido. Cualquier intento de censura religiosa debe denunciarse como lo que es: un retroceso autoritario
El argumento de la ofensa no basta. Ser ofendido no equivale a ser dañado. El daño verdadero ocurre cuando la universidad envía a sus estudiantes el mensaje de que la creación sólo es válida si resulta inofensiva. Esa pedagogía del miedo produce generaciones de artistas y académicos autocensurados. La paz social sin libertad es una paz de cementerio.
Lo ocurrido con Iconoclasia no es un episodio aislado. Hace unos meses, en la UNAM, la exposición La venida del Señor de Fabián Cháirez fue suspendida bajo la excusa de “proteger la libertad religiosa”. En ambos casos, lo religioso avanza sobre el terreno del arte y la academia, y las instituciones públicas retroceden.
Estos episodios nos interpelan más allá de la coyuntura. No se trata sólo de defender a un artista o una muestra en particular, sino de resguardar el horizonte mismo de lo universitario. Sin la garantía de que las obras puedan incomodar, cuestionar y trastocar, la universidad se convierte en un espacio domesticado, incapaz de sostener la crítica que la justifica.
Los estudiantes de Guanajuato respondieron con claridad y dignidad: En una protesta contundente exigieron un protocolo anticensura y un comité plural que garantice que ninguna exposición vuelva a clausurarse por presión de un credo. No defienden un privilegio, sino la esencia misma de la universidad como espacio de riesgo intelectual.
Porque sin riesgo no hay pensamiento, sin incomodidad no hay crítica, y sin crítica no hay universidad. Lo que se censuró con Iconoclasia no fueron sólo unas piezas de madera intervenida, sino la posibilidad de que el arte dialogue con la fe desde la irreverencia.
La universidad sin arte no existe. Y un país sin universidades libres se condena a repetir el dogma en lugar de pensar su propio futuro.
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