En la ciudad con más ciclovías de América Latina, 392 kilómetros, no hay condiciones para viajar en bicicleta. Al igual que en León, Guanajuato, de donde vengo y en donde existen más de 100 kilómetros de ciclovías, en Bogotá confunde lo grandote con lo grandioso. Lo grandioso sería que se pudieran usar sin miedo

 

 

I

En 2018, Bogotá fue el escenario en donde se repitió más de siete mil veces esta terrible secuencia: una o más personas le quitan la bicicleta a otra. Unas 20 veces ocurre esto todos los días en distintos puntos de la ciudad, la que más kilómetros de ciclovías tiene en América Latina. La mitad de esos eventos involucrarán armas y nerviosismo recíproco. Incluirán olor a pegamento y bazuco (casi) siempre.

Y la bicicleta se asocia con la infancia, con los juegos y entonces estos hurtos se toman como un delito menor. Pero en Bogotá, La Capital Mundial de la Bici, como la alcaldía la denominó unilateralmente (publicidad engañosa en términos comerciales) existe una epidemia de homicidios por estos atracos.

En lo que va del año una persona en promedio por mes ha sido asesinada por robarle su bicicleta. La respuesta de los responsables de la seguridad pública llega lenta, como paquidermo enfermo. Y justo ahora alguien más, en el mejor de los casos, agradece la mala puntería de los asaltantes, que no atinaron su disparo, como relata un usuario en Bicicletas Robadas Bogotá, página en Facebook que se actualiza a cada momento, al parecer, inevitablemente.

 

II

El inicio de 2019 ha sido violento para los ciclistas en la capital de Colombia. Tres jóvenes, en diferentes eventos han sido asesinados. Futuros cancelados con un arma por una bicicleta.

En cualquier lugar del mundo las roban. En Barcelona, por ejemplo, cuatro por día. En Amsterdam, la ciudad en donde más se usa este medio de transporte unas 80 mil al año. Pero si ese lugar es en América Latina, buena parte de las veces será con violencia.

Más de 830 mil bogotanos usan este medio de transporte y para aquellos que viajamos en bicicleta se convierte, en una necedad, en un riesgo innecesario cada salida.

En el último año han matado en Bogotá a nueve personas por robarles la cicla. Entre las víctimas, Diana Patricia Gómez, de 36 años, funcionaria del Instituto de Recreación y Deporte, dos hijos adolescentes. Le dieron en el corazón.

O la muerte por herida de navaja en el abdomen de José Antonio Silva, un joven promesa del BMX. Tenía 21 años.

 

III

Unas semanas antes de mi asalto leo en El País  la larga crónica de Martín Caparrós.: Bogotá, La Ciudad Recuperada.

En una parte dice: “Los bogotanos lo llaman el undécimo mandamiento y su enunciado es simple: No dar papaya”.

Es decir, estar alerta, no equivocarse, desconfiar, o sea, vivir incómodo, con el aliento contenido, volteando hacia atrás siempre, sospechando. En la juega, en colombiano. Trucha, en mexicano.

 

IV

El jueves 14 de marzo aparecieron de la nada en mi camino seis ladrones sobre la Avenida El Dorado, a donde por error llegué. Me metí en un tramo peligroso, por la 26, y falté al undécimo mandamiento colombiano: di papaya.

Dos de ellos me tiraron navajazos a las piernas. Uno rozó mi tobillo y rasgó mi calcetín izquierdo gris con rombos cafés. Los demás, cargando mi bicicleta entre el tráfico denso de la avenida, huyeron hacia donde huyen todo el tiempo, un limbo que todos conocen pero que nadie sabe dónde está.

Un joven pasaba por el lugar en su bicicleta. Me prestó su teléfono y llamamos al número de emergencia. Acababa de ocurrir el atraco y explicamos con toda claridad hacia donde huyeron.

Cuando los agentes nos identificaron, minutos después, nos dijeron que entendieron las indicaciones completamente al revés; los buscaron en donde no era. Luego uno me dijo que mi bici ya estaba desarmada. Y pensé en que todos los policías del continente son idénticos.

Más allá de los objetos, los ladrones — olor a pegamento, capuchas negras, filos brillantes, mirada de soledad —, se llevan tu confianza y nada vuelve a la normalidad.

Y entonces llega pletórico el consuelo egoísta, conformista y mezquino: bueno, no me mataron. Después, esa sensación de sentir culpa, ‘di papaya’ piensas, aunque no debería ser así.

 

V

En León, Guanajuato, la ciudad en la que vivo en México, hace unos meses en el bulevar Las Torres le abrieron la cabeza a un ciclista, con un machete, para robarle su bicicleta. Conducía por una ciclovía de las tantas que hay en la ciudad.

León y Bogotá tienen eso en común, aunque la primera es una provincia mexicana con menos de 2 millones de habitantes y hasta 2018 unos 111 kilómetros de ciclovías -la cuarta ciudad en el mundo-. Eso, y que Enrique Peñalosa, hoy alcalde de Bogotá, por segunda ocasión, de alguna manera ha incidido en ambas ciudades para que se construyan las ciclovías.

Eso, y que ninguna de las dos ciudades está garantizada la seguridad de los ciclistas, en caminos a veces oscuros, a veces solitarios, sin presencia de policías que, sin embargo, debemos usar miles y miles de ciudadanos todos los días: más de 100 mil viajes diarios en León; 900 mil en Bogotá.

En la ciudad con más ciclovías de América Latina, 392 kilómetros, no hay condiciones para viajar en bicicleta. Al igual que en León, Guanajuato, de donde vengo y en donde existen 111 kilómetros de ciclovías, en Bogotá se confunde lo grandote con lo grandioso. Lo grandioso sería que se pudieran usar sin miedo.

  • Foto: Labicickleta.com