No importa cuán limitadas -o ilimitadas- sean las posibilidades de desplazarse: trasladarse de sitio carece de significación si lo que se mueve es uno por el mundo, y no el mundo dentro de uno.

Tendemos a pensar que todo viaje encierra una experiencia, pero la mayoría de las veces la asepsia de los lugares comunes -o comúnmente turísticos- deja intacta la expectativa, y volvemos sin que nada se haya modificado en nosotros.

Ya pueden hacerse mil o ningún viaje, si el asombro o la intrepidez no se prenden a la mirada, nada cambia. Pero este no es el caso de lo que nos propone el libro Viaje al Macondo Real (Pepitas de Calabaza, 2016) del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos.

La experiencia de desplazarse por la abrupta geografía de las crónicas que lo componen alberga intensidad: la que dibuja la mirada saturada de valentía y fascinación de su autor, y se vuelve imposible completar la travesía de la lectura sin advertir, de cuando en cuando, en medio de las detonaciones de verdades dulces o ásperas combinadas con la biografía intrincada de sus protagonistas, que uno se encuentra frente a uno de esos libros capaces de hacernos mutar -a base de una poesía sutil-, de una vez y para siempre.

Salcedo Ramos forma parte de esa estirpe de narradores que exhibe con maestría la expresión, la intención y el arte de contar la cultura popular desde la mirada que mira de frente y no rehuye, sino encuentra en los detalles más sutiles y las historias más dispares material para entretejer lo más amargo y lo más tierno del acontecer humano, y lo hace con suficiente encanto como para embelesarnos sin descanso.

Alberto Salcedo Ramos es de aquellos escritores que nos regalan, en esencia, el placer de comprobar que una historia bien contada, no sólo se saborea, sino que puede deshacernos desde la boca

A través de una prosa ágil y desprovista de límites ideológicos el escritor nos presenta una comitiva de seres marginales y excepcionales: músicos de taberna, bufones, boxeadores olvidados, indígenas, futbolistas travestidos o pueblos fantasmas que de pronto saltan a las noticias por alguna atrocidad. Personas que nos dan la mano para introducirnos en su mundo.

Un mundo que no necesita recurrir a nada más que a los hechos para volverse fantástico. La realidad como categoría de lo mágico, donde las convenciones son tomadas por asalto y la cultura se reduce a su caos primario; mostrándonos que el mundo alberga en su gente más sencilla y en los paisajes más singulares e inaccesibles, la experiencia de lo sublime, si uno sabe mirar.

La memoria es un disfraz de niebla, pero Salcedo la esculpe usando la palabra como una piedra viva. Lo humano se desviste ante su prosa y no hay rincón que escape a sus ojos ávidos de una buena historia, convirtiendo cada crónica en un examen de las leyes métricas de lo vivo.

Aprendemos entonces que la fatalidad es un barco que naufraga sólo si el sentido se ha decolorado y queda desprovisto de su esencia, pues Salcedo hace lúcida la capacidad de sus personajes para mantenerse a flote en un mundo que, en muchos casos, les ha privado de la victoria, pero les ha brindado en cambio: sabiduría, dignidad y la excelsa y sencilla virtud del que resiste.

  • Ilustración: Pedro Ruiz