“El derecho a matar se confunde con el derecho a existir” —podría ser el lema tácito del tiempo que habitamos. En estos días de junio de 2025, mientras Irán arde bajo los bombardeos israelíes y las ruinas de Gaza aún humean, el mundo parece haber aceptado que la violencia no sólo es inevitable, sino deseable. La guerra, más que un acontecimiento, se ha convertido en una forma de organización afectiva, en una economía del miedo que lo justifica todo: el exterminio, el desplazamiento, la censura, el olvido.
Netanyahu promete “seguridad existencial” mientras perpetúa un infierno sin salida; Jameneí responde con misiles, como si la sangre iraní pudiera redimir la palestina. Y en medio, millones de cuerpos desplazados, silenciados, borrados del relato. En Gaza, en Cisjordania, en Teherán. Un éxodo multipolar: de vidas, de sentido, de derecho.
La política actual ya no se organiza en torno a proyectos de convivencia, sino a la administración del enemigo. El enemigo es la única categoría que da cohesión a los nacionalismos en crisis. Así lo demuestra la doctrina de “guerra eterna” de Israel, reciclada cada año con nuevos nombres: “Espadas de hierro”, “Pared de hierro”, “Leones del amanecer”, “Carros de Gedeón” porque la épica militar sustituye al lenguaje político; el exterminio se narra como autodefensa; la aniquilación del otro se presenta como la única vía de coexistencia.
Pero si hay algo más peligroso que el odio, es la indiferencia cultivada, disfrazada de neutralidad. Ya lo advertía Primo Levi cuando decía que el horror no comienza con campos de concentración, sino con la incapacidad de ponerse en el lugar del otro.
Hoy, esa incapacidad es algoritmo. El bombardeo en Teherán y la ofensiva en Gaza son trending topics durante una tarde. Después, el silencio. Luego, el siguiente espectáculo
La memoria —cuando no sirve para interrumpir la violencia— se convierte en ornamento. No se trata de olvidar los traumas fundacionales del siglo XX, ni de relativizarlos. Al contrario: se trata de cuidarlos del uso político que justifica lo presente con la herida del pasado. Hoy, se invocan tragedias históricas para blindar la impunidad, mientras otras catástrofes vivas se invisibilizan o se degradan a lo anecdótico. La memoria convertida en escudo de inmunidad política pierde su capacidad de alerta. Deja de ser conciencia y se vuelve dispositivo.
Seamos claros, el problema no es la falta de memoria. El problema es el uso que se hace de ella. Es momento de admitir que en el régimen contemporáneo del poder, recordar es una forma de gobernar: se autoriza qué duelos son legítimos, qué muertos cuentan, qué muertos duelen, qué violencias se celebran y cuáles se niegan, se ocultan. La guerra ya no necesita propaganda: le basta con una gestión selectiva de las ruinas, de la memoria… Porque quien controla la memoria, controla la violencia. Y quien impone la violencia, escribe la memoria.
En este marco, la compasión se convierte en espectáculo y la denuncia en burocracia. Las ONG redactan informes que nadie lee. Las imágenes de cadáveres se editan para las redes. Se viralizan en reels que luego de unas horas las plataformas censuran y olvidan. Las cifras de desplazados se enuncian con una naturalidad estadística escalofriante: Según las estimaciones más recientes, más de 100,000 personas han abandonado Teherán tras los primeros bombardeos israelíes. En Gaza, más de 35,000 personas han muerto desde octubre de 2023, en su mayoría mujeres y niños. El acceso a agua y electricidad está por debajo del 3 % del nivel anterior a la ofensiva.
En mayo, la ONU documentó al menos 29 muertes por inanición, muchas de ellas niños y ancianos, en Gaza. En las filas por comida, el hambre fue interceptado por el fuego. La inanición ya no es consecuencia: es táctica. Se mata también a través de la espera.
Y así, lentamente, el mundo se adapta al horror. No lo celebra. No lo resiste. Simplemente lo administra
La violencia ha dejado de ser un medio para convertirse en lenguaje. No se habla de la guerra, se habla con ella. Y lo que se dice en ese idioma es una gramática de eliminación: el derecho del más fuerte a imponer una realidad donde el otro no exista ni siquiera como cifra. El conflicto actual entre Irán e Israel —desbordado ya del plano geopolítico hacia el abismo de lo irreversible— es el síntoma de una época que ha perdido toda capacidad de mediación. Ya no hay adversarios políticos, hay figuras a eliminar.
En esta inversión perversa de los fines, la guerra deja de estar sujeta al juicio, porque se ha vuelto forma de verdad. Se presenta como solución ontológica: se bombardea no para obtener concesiones, sino para producir mundo. En ese mundo —fabricado por el misil, la inteligencia artificial y el pánico televisado— la legalidad internacional es una decoración inútil y el derecho humanitario un resto romántico. La distinción entre guerra y crimen, entre defensa y castigo colectivo, entre objetivo militar y población civil, ya no opera. Porque lo que está en juego no es el control de un territorio, sino el control del relato del mundo.
Pensar filosóficamente la guerra exige recuperar lo que el aparato de propaganda y de seguridad ha intentado borrar: que toda guerra es también una disputa sobre la legitimidad de matar. Y esa legitimidad, cuando se naturaliza, ya no necesita justificarse. Opera como reflejo. Como dogma. Como reflejo dogmático. Por eso se puede decir sin escándalo que bombardear un hospital en Isfahán es “defenderse”, o que destruir un campo de refugiados en Jenin es “garantizar la paz”. Y esque lo inaceptable se vuelve fórmula. Y esa fórmula —una vez aceptada— cancela la posibilidad de pensamiento.
Supuestamente la modernidad nos enseñó a distinguir entre la barbarie y la ley. Pero hoy, está claro que esa distinción ha colapsado. La ley ya no protege del horror: sólo lo administra
Seamos honestos, es que se ha vaciado de su dimensión ética y se ha convertido en cálculo. En cifra. En tolerancia al daño. Lo terrible es que el derecho humanitario no impide la violencia, la regula. Y la ética, convertida en discurso de ONG, ya no interrumpe nada. Sólo acompaña. Da palmadas en el hombro… Pienso en Bolívar Echeverría y aquello de que “el orden moderno no reprime la violencia, la reconfigura como su fundamento”. Y es que el derecho, lejos de domesticar la brutalidad, la reinscribe como estructura.
Y sin embargo, ahí —justo ahí— es donde la crítica debe insistir. No desde la esperanza ni desde la moral abstracta, sino desde una política de lo irrenunciable. Hay vidas que no pueden seguir siendo consideradas daños colaterales. Hay palabras que no deben usarse más para camuflar asesinatos. Hay silencios que ya no pueden ser justificados como prudencia diplomática.
La filosofía tiene sentido si interrumpe ese pacto cínico. Si deja de fingir neutralidad. Si asume que lo que está en juego no es la interpretación del mundo, sino su forma. Su legitimidad. Su permanencia. No se trata de una toma de partido superficial, sino de una decisión radical: o el pensamiento se pone al servicio de la vida —de toda vida— o se vuelve cómplice de su destrucción.
En el fondo, no estamos ante una guerra. Estamos ante un laboratorio de eliminación: una prueba de hasta dónde puede llegar una sociedad global sin colapsar moralmente. Palestina es el modelo. Irán, el experimento. Y Occidente, el operador técnico que lo permite. La pregunta no es por el conflicto. La pregunta es: ¿cuánto sufrimiento puede soportar el mundo antes de dejar de percibirlo?
No se requiere consuelo. Se requiere claridad. No hay reconciliación posible mientras se extermine al otro. No hay paz posible sin justicia. No hay filosofía posible sin ruptura. La neutralidad, en este escenario, es capitulación…resignación, obediencia.
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