“Una mezcla de amor-odio me une a la ciudad en la que he vivido siempre como un objeto cualquiera cuya falta de realidad reconozco pero que, sin embargo, existe en lo más profundo de mi cerebro”, dice Mircea Cartarescu, el escritor de Bucarest, en El ojo castaño de nuestro amor.
Experimento la misma sensación frecuentemente. Con la ciudad, con la colonia donde vivo, con la escuela. Cuando pienso en la infancia, ese pasaje accidentado por el que nos aventuramos involuntariamente, mis recuerdos se centran en el patio de la escuela primaria.
Hay epicentros donde suceden las más significativas tragedias íntimas que nos marcan. En mi caso, esa cancha de hormigón negruzca de la primaria.
La escuela en la que cursé seis años lectivos estuvo en el centro de la ciudad desde donde escribo esto. La Joséfa Ortíz de Domínguez la encontraba uno, en mi tiempo, al lado del Convento de San Francisco. El sitio que más suelo recordar es el patio, ya dije, escenario de las catástrofes propias más patéticas que uno puede imaginar.
Hoy que es lunes recuerdo que estuve cerca de la escolta una vez. Tan cerca como se está de algo en los sueños. Palpa, huele, toca uno la oportunidad. Y se me esfumó de manera patética, como en los sueños
De hecho, ni siquiera fue oportunidad realmente. Pienso que lo ridículo es que yo me haya ilusionado con ese asunto. Hablo de días antes del lunes que nos tocarían los honores en tercero de primaria. Repartidas las labores, debí sospechar cuando el maestro me llamó para pedir que lo acompañara a un ensayo de la escolta. No debí ilusionarme con algo como eso, medio imposible. No era ni blanquito, ni alto, ni aplicado, y más bien destacaba por mugrosón y pendenciero dentro de la panda de escuincles del tercero C.
En mi encuesta a quienes ha sido parte de la escolta hay cualidades o virtudes que destacan, pero por las que me distinguía no me daban ni una oportunidad para acceder al honor de marchar junto al lábaro patrio en el patio de la escuela frente a un millar de niños y niñas vestidos con uniforme de gala de los lunes, blanco como el agua de horchata.
Quizá desde entonces debí aprender a no fantasear con tal ingenuidad, a detener las jugarretas que mi mente de mitómano me tendía como claras trampas de oso, a renunciar al pensamiento mágico o a las falsas esperanzas. Debí entender que no sería llamado ni elegido.
Pero no lo hice. Me sentí en convocatoria del Tri cuando el maestro Chino me pidió acompañarlo a donde ensayaba la escolta. Debió bastar con no tener clases y disfrutar de ese asueto tan común en las primarias públicas cuando toca organizar los honores o hay ensayo del coro para el concurso de interpretación del himno nacional.
Pero no. Me ilusioné y por eso me emperré machín por haber sido llamado a lo que yo supuse era mi vocativo al estrellato y que todo hubiera quedado en ser el mandadero del profesor.
Y ahí me vi: sosteniendo o abrazando como san Tarsicio una pinche mochilita donde guardaba no sé qué enseres el profesor mientras él daba instrucciones a los que sí estarían el lunes por la mañana en la escolta
Marchaban, y Minerva o no sé qué nombre tenía la niña más aplicada del salón, daba órdenes, gritaba pasos redoblados y flancos derechos y saludar ya mientras yo hervía por dentro de coraje. No recuerdo quiénes fueron de la escolta, pero los aborrecí y me desprecié a mí mismo y sentí un odio infantil, caprichudo y mayúsculo, contra el profe porque no me había elegido como parte de esa pinche escolta.
Me recuerdo entonces en medio del patio de la escuela, cerca del mediodía, con ese sentimiento de rabia por no ser el elegido. Pienso en cómo hay epicentros en donde lo ajusticia a uno la vida dándole lecciones de intrascendencia que no se sabe muy bien cómo encajar nunca y me digo lo que escribe Cartarescu: “Una mezcla de amor-odio me une a la ciudad en la que he vivido siempre como un objeto cualquiera cuya falta de realidad reconozco pero que, sin embargo, existe en lo más profundo de mi cerebro”.
- Imagen: Jorge González Camarena