Crónica íntima de nuestro corresponsal en París sobre su encuentro con este refugiado de Eritrea, único superviviente del naufragio de la barcaza que lo trasladaba a Europa.

                                                                             

El apartamento era espacioso, según los estándares de hacinamiento de nuestras megalópolis del primer mundo. Veintiséis metros cuadrados en París equivalen más o menos a una finca en Perú o Colombia. Era el motivo de la reunión. Eso, y celebrar el cumpleaños de mi amigo M, quien gozaba de la parvularia edad de treinta y uno. Recorrí la sala -es decir, la única pieza-, y solté algunos eufemismos sobre las ventajas de vivir en el último piso y la calma que reinaba en la calle. M me sirvió una copa de tinto y me introdujo a los demás invitados. Este es Jean-François, trabaja en un banco. Esta es Sophie, escribe libretos para cine. Acá, Louise, reportera de televisión. Y este es Amanel. ¿Cómo? ¿Enmanuel? No, no, con ‘A’. Amanuel. Ah, okey. Qué tal, Monsieur.

Amanuel desentonaba. No lo digo porque fuese la única persona negra de la reunión. Eso sería racista, inaceptable en nuestra época de progres integrados. Mientras los demás engullíamos tajos de queso añejado y despotricábamos contra el Nobel a Bob Dylan, Amanuel permanecía, como niño regañado, sentado solo, cruzado de brazos, en una esquina.Pasamos media hora tratando de caminar de puntillas alrededor del inmenso elefante en la habitación que era Amanuel. Hablamos -mal- de Trump, compartimos proyectos de viaje e impresiones sobre el cine actual. Amanuel no participaba. Nos miraba fijamente, con una extraña sonrisa de finalista de Miss Mundo y unos ojazos profundos, abiertos como La Naranja Mecánica, que bebían el mundo que lo rodeaba.

Amanuel era un refugiado de Eritrea. Partió huyendo de la guerra y después de caminar varios días tomó un barco con otras 25 personas rumbo a Europa. La embarcación se hundió. Él fue el único superviviente

La novia de M, una despampanante rubia que parecía Léa Seydoux, trabajaba como benévola en una asociación de ayuda a refugiados. Llevaba meses ayudando a Amanuel a adaptarse a la vida en Francia. Cuando escuché su historia dejé de reír de inmediato. Llegó a las costas de Italia y fue recibido por las autoridades. Del tumbo al tambo, vino a Francia. Ahora se encontraba acá, viéndonos hablar sobre Xavier Dolan y atracarnos de quiche.

Su francés era precario; me acerqué y entablamos una conversación en inglés. Me di cuenta de que, por más taciturno y reservado que fuese, yo, el migrante venezolano, tenía más en común con Amanuel que con la amiga de M, que fue a Cannes y ganó un premio. Sucede que los que venimos del tercer mundo compartimos marcos interpretativos. Nuestras existencias están aderezadas con una abanico de posibilidades que los demás no tienen. Por ejemplo, caminar en la ciudad significa barajar una plétora de amenazas, señales y coincidencias. Dónde escondo el teléfono para que no me lo roben. Será que meto la mitad de mi dinero en el zapato. No llames la atención, no mires a nadie. En cambio, un francés, cuando camina por la calle, sólo hace eso: caminar. Puede ocupar su espíritu con problemas que nos parecen triviales: qué horribles los derechos humanos en Myanmar; será que el pan es mejor en esta panadería; cuánto más podrá engordar Depardieu; pobres gansos sobrealimentados para hacer paté…

Esto se hizo obvio cuando alguien le preguntó a Amanuel por qué no denunciaba la injusticia en los medios. Él dijo que el gobierno podía tomar represalias contra su familia en Eritrea. Que era peligroso. Yo asentí; vengo de un país con más de cien presos políticos, donde la gente sufre ‘tortura blanca’. La francesa no entendió. Hubo que explicarle varias veces lo que Amanuel quería decir. Le expliqué la presión que han sufrido algunos venezolanos al opinar en medios franceses. Me miró, incrédula. O sea que no puedes decir lo que quieres, concluyó. Era de una ingenuidad adorable. No, contesté, mientras Amanuel asentía con una sonrisa, claro que puedes decir lo que quieres. La diferencia es que Amanuel y yo tenemos que calcular si habrá algún riesgo. Si le sucederá algo a nuestras madres.

El mundo interior de un etíope o de un venezolano es muy vasto: incluye amenazas y coerciones. El de un francés es escueto, directo y claro. Nunca perderán su trabajo de burócratas por hablar mal del presidente

Eritrea tiene el mismo Presidente desde el siglo pasado, Venezuela tiene 17 años de Chávez y de chavismo. Yo tengo cuarenta años y jamás he votado en una elección donde haya más de dos candidatos. Desde mis 18, la cosa ha sido, a favor de Chávez o en contra. No he participado en elecciones, he participado en plebiscitos. Así, estar en una reunión donde los invitados hablan sobre partidos políticos es para mí inusitado. Amanuel entendía esto a la perfección. Era hijo del simulacro democrático. En nuestros países, las elecciones son una extensión de la amenaza latente, de la arbitrariedad del Estado. O votas por el partido en el poder o habrá hambruna y destrucción. Y todo será culpa tuya por no haber votado bien.

Claro que nosotros no somos iguales. En Latinoamérica los conflictos étnicos no producen oleadas de refugiados lanzándose al mar. Tenemos problemas, pero la guerra civil no es uno de ellos. Sin embargo, ambos jugamos un rol en el ajedrez político mundial. Cuando Chávez le gritó “¡Diablo!” a Bush en las Naciones Unidas se ganó los corazones de aquellos que pretenden combatir la hegemonía norteamericana. Es un vínculo sentimental que permite hacer la vista gorda de lo que hizo en Venezuela. Hoy en día hay más pobres en mi país que antes de que el Comandante llegara al poder. Ya no existen medios independientes del gobierno. El periodismo se ha reducido a blogs y páginas web. No hay medicinas, no hay comida. ¿Importa esto? ¡No! Chávez insultó a Bush en la ONU y lo puso en su sitio. Eso es lo que rescataremos…

Los refugiados son la ficha política más asquerosa de la actualidad. La guerra en Siria, que empezó con Rusia defendiendo a su aliado de larga data, Al-Assad, se ha transformado en una fábrica de miseria humana con la cual Putin pretende destruir a la Unión Europea. No es casualidad que se bombardeen escuelas y hospitales. La estrategia es ahogarnos bajo una crisis humanitaria y ver cómo Europa se repliega en sus instintos nacionalistas más básicos. De hecho, los refugiados vienen huyendo de la guerra en Siria y de los conflictos locales como en Eritrea o Sudán. Pocos son producto del Estado Islámico, la gran justificación de la pérdida de libertades individuales para garantizar “la seguridad nacional”.

Al final, los políticos han abandonado a los ciudadanos que se supone representan. En vez de proponer soluciones reales se contentan con frases populistas que golpean al elector en lo más profundo de sus temores y fobias

Entonces, los pocos que quedan para llevar a cabo un real trabajo de integración y socialización son los ciudadanos de a pie, como mi amigo M. Es gente que no cuenta con los recursos del Estado, ni con su organización, pero que decide actuar, aunque sea de manera puntual y microscópica. Es la espiral nefasta que ha acabado con nuestras democracias liberales: los políticos colocan trabas a la salida institucional y luego acusan al Estado de ineficiencia y avanzan su propia agenda, que sólo tiene que ver con hacerse con el poder. Luego llegan a la presidencia y se quejan del poco margen de acción que tiene el Ejecutivo, cuando son ellos mismos quienes hicieron todo lo posible para quitarle poder cuando no gobernaban. Entonces cortamos planes sociales, ayudas y proyectos, socavando aún más el radio de acción política. Sigue la crítica a un aparato ineficiente y costoso, lo cual lleva a más recortes.

Mientras tanto, los núcleos financieros crean nuevas herramientas bursátiles que inflan la economía a punta de burbujas, y los ultra ricos evaden impuestos y llevan su riqueza a los paraísos fiscales, ayudando a pauperizar el ya vapuleado Estado. Pero ese es otro tema, a pesar de que Amanuel sea sólo la pieza más visible y retorcida de este juego.

“No te preocupes”, le dije a Amanuel antes de irme, “yo también era el inmigrante del grupo en algún momento. Mírame ahora, opinando sobre vino y recomendando novelas francesas”.

Porque esa era la última función social de Amanuel: mover las fronteras de la inmigración y de la integración. Él es el indicador, la barrera contemporánea, entre los ciudadanos y los refugiados. ¿No es ese el juego de poder en el que participamos todos? El gobierno los utiliza para movilizar sus recursos y sus ayudas, la oposición los utiliza para avanzar su discurso nacionalista de pánico y pérdida de valores europeos. Por otro lado, mi amigo utiliza a Amanuel para construirse una identidad de actor social y ciudadano consciente, y yo termino utilizándolo para que me consideren menos inmigrante y me acepten sin restricciones en los salones parisinos.

En algún momento, Europa se unirá al concierto fascista y prometerá erigir muros en sus costas donde se estrellarán los Amanuel del mundo

Y el mundo sigue girando, las bombas siguen estallando, la gente sigue lanzándose a las fauces de Neptuno. Quién sabe cuánto tiempo dure esta tensión precaria y endeble. En algún momento, Europa se unirá al concierto fascista, y prometerá erigir muros en sus costas donde se estrellarán los Amanuel del mundo. A los africanos, los ahogaremos en el mar Mediterráneo, a los latinoamericanos, bajo una montaña de papeles, permisos y visas.

Por ahora, los franceses siguen tratando de construir una sociedad inclusiva y abierta. Eso, al menos, me da motivo de satisfacción. Saber que existe gente como mi amigo M, capaz de sacrificar una parte de su reunión para ayudar a Amanuel, evita que pierda lo poco de esperanza que me queda en este mundo y en esta especie.