Miguel de Unamuno parece un filósofo intemporal, pero en realidad es muy centrado y vigoroso. Su escritura es clara, a veces ruda, sin dobleces, se teje al modo de un diálogo sincero con el lector, toma elementos del habla para transmitir algo vital: la experiencia de la existencia en donde tiene lugar una gran subjetividad, una densidad existencial aprendida quizá de su maestro Kierkegaard. En cambio, a Kant lo desautoriza de manera casi ingenua, tiene algo de rudeza elemental nacida de una gran pasión por la vida. A veces se le ha considerado de arbitrario a causa del desdén que sentía por la historia.

Es posible que su aspereza en el decir provenga de su origen vasco, pero lo cierto es que su sinceridad nos parece rotunda, original. No es de ningún modo un erudito sino un creador, de allí su pasión hacia la escritura de novelas y poemas, donde vertió buena parte de su creatividad, donde acierta creando personajes ágiles, distintos a otros de la tradición hispánica, como es el caso de novelas como Niebla, Paz en la guerra, o Amor y pedagogía.

Habitaba en Unamuno una especie de utopía humana según la cual los españoles ignorantes del campo eran o podían ser más felices que los obreros prósperos de los Estados Unidos, hallando a veces en la cultura popular de la calle más sapiencia que en los libros.

Su obra más representativa es Del sentimiento trágico de la vida.  justamente porque indaga en el ser español. Parece decirnos que el pueblo español es escéptico por naturaleza, y que ese mismo escepticismo lo conduce a esgrimir una fe dogmática. Esta idea es sencillamente admirable. El tema de este libro es el hombre cotidiano que se esfuerza por vivir, pero que al fin debe morir, lo cual comporta una injusticia insoportable. Es decir, las penalidades de la vida se justifican sólo si sabemos que seguiremos viviendo después de haber muerto, lo cual configura un destino que será, a su vez, el tema del filosofar.

Para Unamuno, entonces, estamos como atrapados en una disyuntiva entre Razón y Fe. Dios está allí para prometernos inmortalidad, pero al mismo tiempo la razón nos dice que esto es imposible. Y esta disyuntiva acarrea un nuevo conflicto: la voluntad de vivir (enunciada, recordemos, por Schopenhauer) nos tiende una celada para que creamos en Dios, que es la verdad

Hay una lucha entre pensamiento y vida que se ejecuta entre la fe y la razón, lo cual es otra idea extraordinaria de Unamuno. Apuesta, entonces, por la esperanza; movidos por ésta debemos aceptar los retos de la vida. En estas ideas Unamuno se diferencia notablemente de otros escritores españoles debido a la naturaleza de su Yo íntimo, expuesto con un vigor que hace que este filósofo sea uno de los vitalistas más profundos de España.

Unamuno fue ensayista, novelista y poeta. Profesor de griego y literatura y después rector de la Universidad de Salamanca hasta su muerte, en suyo seno pronunció un célebre discurso contra el fascismo. Primero estuvo interesado en la filosofía alemana, tradujo al castellano la Lógica de Hegel, estudió a Spencer y a los positivistas, leyó a Carlyle y a los poetas románticos, Leopardi, Wordsworth, Coleridge.

Sus trabajos tempranos muestran los patrones hegelianos de pensamiento, y sus primeras tesis se resuelven en una suerte de síntesis, como se observa en sus ensayos En torno al casticismo y en su primera novela Paz en la guerra. Comenzando el siglo XX y después de una crisis religiosa (se adentró en los laberintos del fenómeno de la cristiandad) descubrió a otros pensadores con cuyas ideas se identificó, como Bergson, Kierkegaard y William James. Este conflicto entre razón y fe fue fundamental en él, tanto en su obra como en su persona, pues en esto sí enfatizó Unamuno: el ser humano es tanto o más importante que la obra o las ideas, como se nota en este párrafo:

La vida engaña a la razón, y ésta a aquella. La filosofía escolástico-aristotélica al servicio de la vida fraguó un sistema teológico-evolucionista de metafísica, al parecer racional, que sirviese de apoyo a nuestro anhelo vital”.

Esa filosofía, base del racionalismo ortodoxo cristiano, sea católico o sea protestante, no era, en el fondo, sino una astucia de la vida para obligar a la razón a que la ayudase. Pero tanto la apoyó, que acabó por pulverizarla. (Del sentimiento trágico de la vida, 1913) Tales conflictos están expresados también en su novela Amor y pedagogía, donde la visión lógica y científica de la vida aparece como algo estéril, para derivar mas bien hacia una mirada anti-racionalista como la que se observa en su genial Vida de Don Quijote y Sancho, quizá su trabajo más conocido.

Unamuno abordó estos asuntos en términos literarios en sus novelas y poemas, donde compara al escritor con el creador, y a los personajes de novela con los seres humanos reales, tal lo hace en novelas como Niebla y en dramas como El hermano Juan.

La posición de Unamuno estuvo más cercana a la existencia que al pensamiento, tanto en los aspectos sociales como individuales; así, sus actitudes políticas tienden a ser de provocación, expresadas con mordacidad, que lo condujeron varias veces al exilio

Cuando elige una forma de expresión que estimula inmediatamente al lector, lo subleva sacándolo de sus casillas normales de pensar o de conducirse, y lo lleva a tomar actitudes independientes. Hay también en su obra un lado donde predomina el equilibrio y la tranquilidad, como se observa en sus poemas y en las descripciones que realiza del paisaje español. Ejerció una profunda hispanidad, que le permitió ser un vasco enamorado de Salamanca.

Su texto estrictamente filosófico, Del sentimiento trágico de la vida, plantea este conflicto en términos de duda y sin certezas absolutas: lo ve mas bien como fuente de fortaleza y única posición posible para encarar la existencia, con lo cual, ni más ni menos, tenemos al primer existencialista español. Otro asunto inherente a ello es el del libre albedrío. Unamuno parece preguntarse ¿existe el ser humano independiente de su creador, es capaz de proceder por si mismo?

Unamuno estuvo haciendo anotaciones sobre filosofía hacia las últimas décadas del siglo XIX, y luego las organizó en un volumen de doce secciones: 1) El hombre de carne y hueso. 2) El punto de partida 3) El hambre de inmortalidad .4) La esen-cia del catolicismo. 5) La disolución racional. 6) En el fondo del abismo. 7) Amor, dolor, compasión y personalidad. 8) De Dios a Dios. 9) Fe, esperanza y caridad. 10) Religión, mitología de ultratumba y Apocatástasis. 11) El problema práctico. 12) Conclusión.

Como puede apreciarse, el tema religioso campea en esta obra y refleja, como ya dijimos, su propia crisis personal entre razón y fe, que es, de paso, una de las crisis de la filosofía llamada moderna. Unamuno tenía una percepción muy personal del filosofar, muy distinta de la de Descartes o Kant, y desembocaría luego en Hegel.

Unamuno se identifica mas con Kierkegaard, Bergson y William James; aun comprendiendo el humor inglés o alemán, prefiere tener como referente a Kierkegaard pero siguiendo siempre la ruta de su maestro Miguel de Cervantes, para extraer de él una buena dosis de españolidad

Beber, como el gran escritor manchego, en las fuentes populares y de la mejor tradición castiza de la península ibérica, integrarla a su modo decir y a su estilo literario, siempre con un ápice de picardía y mundanidad, lo cual le permite el alto vuelo en las frases y la elegancia en los planteamientos.

Vayan como primeros ejemplos algunas frases como: “La conciencia es una enfermedad”, “Sólo necesito la eternidad para ser Dios”, “La vida no acepta fórmulas. Su única fórmula es: todo o nada”. “Un hombre sano no sería un hombre, sino un animal irracional”. O construcciones del tipo: “Al cristianismo racional lo salvó la cultura helénica racionalista, y a ésta el cristianismo, sin el cristianismo hubiera sido imposible el Renacimiento; sin San Pablo los pueblos que habían atravesado la Edad Media no habrían comprendido a Platón ni a Aristóteles”.

Un rasgo distingue a Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: el humor, elemento que vemos ausente en la mayoría de muchos filósofos. No me refiero al humor cáustico de Nietzsche ni al cínico de Cioran, sino a un humor dotado de fina ironía, casi sonriente, campeando en esta obra, humor que quizá le viene un poco de Kierkegaard, su maestro, y de algunos ingleses, para enunciar unas verdades nunca rotundas o altisonantes sino discretas, verdades en tono menor que se van uniendo una a una, para hacer del discurso de este libro algo ameno, refrescante, como si le hubiesen inyectado una dosis de aire nuevo a las viejas ideas alemanas y, a la vez, le hubiesen otorgado un poco de rigor a la retórica y a la sobreadornada prosa ensayística española de la época.

Veamos ahora algunos pocos párrafos de este libro capital, primero en algunos matices sobre la razón:

No es, en rigor, que la razón nos lleve al escepticismo absoluto ¡no! La razón no me lleva ni puede llevarme a dudar de que exista; a donde la razón me lleva es al escepticismo vital, mejor aún: a la negación vital; no ya a dudar sino a negar que mi conciencia sobreviva a mi muerte. El escepticismo vital, bien del choque entre la razón y el deseo. Y de este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace la santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo.

 “(…) Y es que Dios no puede ser Dios porque piensa, sino porque obra, porque crea: no es un Dios contemplativo, como es el Dios del racionalismo teológico, es un Dios que se diluye en su propia contemplación. A este Dios corresponde, como veremos, la visión beatífica como ex-presión suprema de la felicidad eterna. Un Dios quietista, en fin, como es quietista por su esencia misma la razón”.

En una de sus tantas tentativas para precisar la naturaleza del alma, escribe:

Lo que llamamos alma no es más que un término para designar la conciencia individual en su integridad y su persistencia: y que ella cambia, y que lo mismo que se integra se desintegra, es cosa evidente. Para Aristóteles era la forma sustancial del cuerpo, la entelequia, pero no una sustancia. Y más de un moderno la ha llamado un epifenómeno., término absurdo. Basta llamarlo fenómeno” (Del sentimiento trágico de la vida, 1913).

Sobre nuestros deseos de inmortalidad, anota:

Ni pues, el anhelo vital de inmortalidad humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y de verdadera finalidad a ésta.

Más he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos.

Y va a ser de este abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañablemente amoroso, de donde va a brotar un manantial de vida, de una vida seria y terrible. El escepticismo, la incertidumbre, última posición a que llega la razón ejerciendo su análisis sobre si misma, sobre su propia validez, es el fundamento sobre el que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza. Tuvimos que abandonar, desengañados, la posición de los que quieren hacer verdad racional y lógica del consuelo, pretendiendo probar su racionalidad, o por lo menos su no irracionalidad, y tuvimos que abandonar también la posición de los que quieren hacer de la verdad racional motivo y consuelo de su vida. Ni una ni otra de ambas posiciones nos satisfacían. La una riñe con nuestra razón, la otra con nuestro sentimiento. La paz entre estas dos potencias se hace imposible, y hay que vivir de su guerra. Y hacer de ésta, de la guerra misma, condición de nuestra vida espiritual”.

Precisando sobre duda e incertidumbre:

Esta duda cartesiana, metódica o teórica, esta duda filosófica de estufa, no es la duda, no es el escepticismo, no es la incertidumbre de que aquí os hablo ¡no! Esta otra duda es una duda de pasión, es el eterno conflicto entre la razón y el sentimiento, la ciencia y la vida, la lógica y la biótica. Porque la ciencia destruye el concepto de personalidad, reduciéndolo a un complejo en continuo flujo de momento, es decir destruye la base misma sentimental de la vida del espíritu, que, sin rendirse, se resuelve contra la razón. Y esta duda no puede valerse de moral alguna de provisión, sino que tiene que fundar su moral, como veremos, sobre el conflicto mismo, una moral de batalla, y tiene que fundar sobre si misma la religión. Y habita una casa que está destruyendo de continuo a la de que de continuo hay que restablecer.

De continuo la voluntad, quiero decir, la voluntad de no morirse nunca, la irresignación a la muerte, fragua la mora de la vida, y de continuo la razón la está abatiendo con vendavales y chaparrones”.

Nótese el fino humor con que concluye el libro:

Y con esto se acaban ya – ¡ya era hora! – por ahora al menos, estos ensayos sobre el sentimiento trágico de la vida en los hombres, y en los pueblos, — o por lo menos en mí que soy hombre—y en el alma de mi pueblo, tal como en la mía se refleja. Espero, lector, que mientras dure vuestra tragedia, en algún entreacto, volvamos a encontrarnos. Y nos reconoceremos. Y perdona si te he molestado mas de lo debido e inevitable, más de lo que, al tomar la pluma para distraerte un poco de tus ilusiones, me propuse. ¡Y Dios no te de paz y sí gloria!” (Del sentimiento trágico de la vida, 1913).

  • Pintura: Maurice Fromkes (detalle)