Aquí empiezo de nuevo…han pasado casi dos semanas desde que estoy en Berlín y la memoria está cansada, es volátil.

Acepté la invitación de Linda y Mathias para visitarlos en Praga en un viaje relámpago de un solo día, mas algo tenía que suceder y perdí el autobús. Ellos son unos amigos de la escena teatral independiente de Chequia a quienes conocí en mi primera visita a ese país en 2016.

Compré otro boleto por 29 euros y pese a mi llegada horas después de lo planeado, me recibieron gozosos en medio de la lluvia.

Fuimos a un bar cercano de la terminal central, un sitio que antes fue un cuartel de soldados en la Segunda Guerra Mundial. Tomamos mezcal y brindamos por los buenos tiempos.

Por la mañana caminamos cerca del castillo y subimos hasta el lugar donde antes se erigía todopoderosa una estatua de Stalin.

Nos despedimos efusivos, con unos abrazos largos y duraderos como promesa de que la amistad importa. Acordamos hacer una obra juntos, algo, un proyecto sin nombre ni idea de nada, aunque esto -adelanto la memoria y fracturo el relato-, sucedería en 2023 con el montaje De los muertos no se habla, una coproducción binacional Chequia-México.

El camino de regreso de Praga a Berlín fue por Dresde; en el autobús viajaban dos chicos mexicanos que se dieron este viaje como regalo por su graduación de preparatoria; platicamos animosamente antes de que unos agentes de control migratorio detuvieran el transporte para inspeccionar los pasaportes y bajar sin más a un polaco que no les mostró ningún documento a los policías.

Llegué justo al Schaubühne para el estreno en el festival FIND de la obra de Angélica Liddell, Liebestod, una auténtica locura donde se tocaron los orígenes del teatro trágico, la muerte de amor, con tintes wagnerianos y una oda a los animales perseguidos y al torero Juan Belmonte

Salí con la piel en añicos y anduve hasta la madrugada husmeando por el barrio turco de Kreuzberg. En una de sus calles se me acerca un chico ebrio para pedirme un cigarro, le digo que no fumo y asegura haberme visto y conocido antes en Perú, río e intento alejarme, me sigue con insistencia de que le diga en dónde nos conocimos. “¡En México, soy mexicano!”, vocifero. Eso fue la pócima para que se alejara entre gritos estentóreos de “¡Mariachi, tequila, Sinaloa, bang, bang!”.

*

Cuatro días antes de irme y anduve perdido en vela, vagando por esas entrañas del Berlín edénico y del Berlín apocalíptico, el de la ciudad postpandemia que entre todos sus estertores esconde la belleza.

Recalé en la Potsdamer Platz para luego encaramarme  en el Kulturforum que presume su esplendor a diestra y siniestra donde vaga la sombra del emblemático músico, Herbert von Karajan.

Recién había abierto la Nueva Galería Nacional luego de seis años de renovación, pero no pude visitarla por el mal tino que tuve en calcular los horarios de apertura al público, así que llegué apenas al edificio del Deutsches Theater para la función de Decamerone, otra gran apuesta del ruso Kirill Serebrennikov. 

Fueron casi cuatro horas de una brutalidad, una fuerza y poesía teatral en relatos escénicos, viñetas variopintas con un decidido enfoque contemporáneo a la obra de Boccaccio.

Hubo un brindis de festejo al final para compartir las impresiones del montaje entre los invitados; la charla se extendió hasta dos horas después de lo previsto y regresé por la Albrecht Straße sin un rumbo definido; al verme perdido luego de caminar por casi una hora, me topo con unas chicas españolas que sacan sus celulares para indicarme el camino a casa, las obedezco.

Recuerdo que en esas horas que le quedaron a la madrugada, soñé que éste había sido un viaje iniciático, salvaje, donde iba dejando la piel, los virus, los demonios para irme adentrando en los misterios de la belleza, la belleza

Ahora pienso esto de nuevo mientras estoy frente al palacio de Charlottenburg, esa mole refulgente construida por puro acto de amor, imponente amor, donde la reina Sofía Carlota msolía pasear y disertar con Leibniz.

*

Justo 48 horas me quedan para el regreso y quiero beberme todo a borbotones. Comerme a la puta de Berlín de un bocado hasta atragantarme, como si fuese el último destino.

Frenético, me enfilé a la East Side Gallery, la galería al aire libre más grande del mundo, orgullosa de sus mil 316 metros que han sido acariciados por un centenar de artistas de al menos veinte países que empezaron a pintar en ella luego de la caída del muro en 1989.

Vi la rabia, el dolor, la pérdida y deambulé por los alrededores de ese barrio. 

Por la noche fui al Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz, el teatro del pueblo, donde me compré un disco y un libro con la historia del recinto. El CD ya no recuerdo dónde demonios lo dejé, mientras que el libro lo pensé como regalo para un buen amigo de entonces.

Estuve con ganas de beber, pero finalmente no lo hice y me puse a escribir cuanto podía en esa cafetería pequeña y mortecina que encontré en los alrededores.

También tomé varios autobuses sin rumbo durante muchas horas, autobuses, metro y otra vez autobuses con el ánimo de inyectarme todas las caras posibles de la ciudad, todos sus olores, sus músicas, sus acentos, los diversos idiomas que pueden escucharse de un barrio a otro, de una esquina a otra, la loca de Berlín engulléndome en su sordidez y lujo.

Terminó mi boleto y corrí, literal, al aeropuerto, con los minutos justos para no perderme el avión porque en ese tiempo aún solicitaban la prueba de Covid para viajar.

La vida sigue siendo intensamente bella.

  • Ilustración: Yuri Andreichyn
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