Acepté una propuesta en la que yo era el escritor del mes.

Habló conmigo alguien de la editorial que había dado salida a un libro mío un año después de que le otorgaran inauditamente un premio literario. Me explicaba a muy grandes rasgos la mecánica de esta idea. Habían pensado en mí, me dijo, para instrumentar este paradigma renovador de la promoción cultural con aires de genialidad.

Un vínculo con los lectores, una proyección de la editorial y su impacto en la sociedad, ―afirmaba.

Ya me veía yo en los setenta países a los que llega mi editorial de entonces. En mi sueño, firmo libros de visitas de bibliotecas fundadas en la edad media o en librerías parisinas como Shakespeare and Co.

Decían que se trataba de hacer una campaña identificada así: El escritor del mes. No hice preguntas. No pregunté ni cuál mes, ni quién estaba en la lista de calendario a la Gloria Trevi o al estilo departamento de bomberos gringo, ni cuánto iba a durar ni nada. Las explicaciones tampoco eran claras. Era una idea, en bruto, una iluminación.

Lo único que se me viene a la mente ahora al pensar en este episodio es la imagen de un productor contándole a su actriz, en una película formato blanco y negro, que si acepta esto su nombre estará en las marquesinas. Entonces, imagino mi nombre en medio de focos luminosos de algún teatro o cine de esos de otro tiempo. “Luis Felipe Pérez, el escritor de mes”, dice el espectacular

En esta misé en abime podemos ver a quien me propondría la temporada. Traje de gabardina o terlenka, corbata corta a rayas, barriga de buen comer, fajado hasta por encima del ombligo, sombrero fedora y un mostachín más bien ralo. Y yo, inventadísima a la Tongolele, emocionado por la propuesta. En mi corto animado, el producer hace esa mímica con las manos extendidas top clasic de peli vieja, llevando nuestras miradas al horizonte donde forma un recuadro con los índices y pulgares haciendo como que ya ve una escena inolvidable:

¿Me oyes, Luis Felipe? ―aflauta la voz, luego la hace grave y pronuncia con lentitud atortugada, con densidad de humareda ―El es-cri-tor del mes”, ―suenan instrumentos de viento y metales, un remate tipo Metrogoldenmeyer para el colofón de este acto que no sucedió.

Todavía se pueden hallar retazos de esa estampa que se desata en mi imaginación si uno da en el buscador de Google: El escritor del mes y añade mi nombre. Un par de portales de noticias locales anuncian. Aparezco a lado de los quince años de Alma López a la que sus papás le han hecho una fiesta inolvidable, como todas. Por supuesto, no es una marquesina, no era un productor quien lo decía y no pasaría nada de lo que el de la editorial –o yo− pudimos imaginar. 

Se trataba, según recuerdo −puedo estar falseando todo−, de ir a las bibliotecas del estado a hablar con lectores y donar ejemplares del libro una vez que se daba el encuentro. Ellos (ya no sabemos a quién nos referimos con ellos, pues nunca supe si era la editorial o la red de bibliotecas o una parroquia la institución convocante y encargada de la logística) preparaban el terreno. Yo solo debía aparecer, como el acto estelar, en cada biblioteca de la hoja Excel que me dieron con horarios donde platicaría o leería o no sé qué habría de hacer para cumplir con el proyecto. En mi recuerdo el estipendio era una suma por cada presentación. No sé por qué sistemáticamente pienso en que pactamos ocho encuentros, sin contrato de por medio, evidentemente. Tratos a la palabra ¿conmigo? Siempre; en mi memoria también lo pactado incluía que me llevaran a los lugares donde se habían contemplado estos excepcionales topetazos entre el escritor y sus futuros-inexistentes lectores.

Aquí puede uno preguntarse cómo justificaban los de la editorial este suceso o por qué le creí al editor ése que habría una campaña con bombo para transformar la lectura del estado y sus municipios a través de mí y de El escritor del mes. Aunque luego de ver que los malabares y las ocurrencias por parte de los funcionarios de una editorial pueden rayar en una actuación de circo, cuadrilátero o karaoke; una serie de episodios donde el escritor o la escritora cocinen, hagan paseos en bicicleta o canten con un muppet en la mano representándoles, no suena tan descabellado imaginar una empresa que disponga de los libros y de los escritores de la editorial para ir a las bibliotecas públicas a la redonda.

Banalidades o no, el asunto empezaría en Irapuato, mi ciudad natal. La primera de varias jornadas con el escritor sería en la biblioteca pública Benito Juárez, donde me recuerdo en varios momentos de mi vida. Hablo de momentos ya minúsculos en la memoria. Los menciono porque, si lo ponemos en perspectiva, hasta podría resultar emotivo esto de que la primera vez que hablaría del libro en esta ruleta de presentaciones habría de ser en casa, como me dijo el editor o el vocero del editor, ya no me acuerdo quién interactuaba conmigo.

La primera vez que fui a esta biblioteca pudo haber sido en la secundaria. Nos enviaron de la escuela a investigar para qué existían estos lugares. Un señor, que luego supe que se llama Felipe, nos mostró un cartel con las respuestas que buscábamos y nuestra ida a la biblioteca, inicialmente planeada como un tour con algún bibliotecario, se redujo a transcribir datos de un póster, magnífica oferta para unos niños que solo querían jugar a donde fuera que tuvieran que ir.

Nos apersonamos ahí y preguntamos las preguntas de nuestro cuestionario para cumplir con la tarea. Lo que se me viene a la mente no es el altero de libreros o el edificio del que recuerdo poco, que más bien me pareció oscuro siempre, como si no hubiera para la luz, o las luces eran mortecinas como de central camionera de los ochenta, sino el espacio ése que sobraba al edificio. Para nosotros se trataba de un campo de juegos: hilera de árboles altos que recubrían la zona donde se congregaban los boy scouts cada sábado; un espacio de docenas de pinos cuyas piñas encarpetaban el suelo frío o humedecido por la sombra. Ahí jugábamos sin conciencia de que al final de la tarde estaríamos empolvados y con los calcetines llenos de piñitas.

Luego habría de ir a esa biblioteca pocas veces más. Alguna vez opté por caminar hasta allá para pasar horas redactando notas con la intención de escribir la tesis en la licenciatura durante las temporadas de vacaciones. No más. Esa otra ocasión ya pude notar los libros que había. Encontré amarillentos ejemplares de las Lecturas Mexicanas, Vicens o Arana, y algunas buenas novelas de la España de posguerra que ni la biblioteca de mi escuela de letras tenía como La Chanca o Cinco horas con Mario. Terminé leyendo esas cosas en lugar de hacer la tesis. Ahí me leí, además, en ese tiempo, Kitchen, de Yoshimoto. Escribo y pienso que ese libro lo tomé de ahí, que mi ejemplar no es mío sino propiedad de biblioteca pública. No podría asegurar si robé o no robe libros. Pero sí experimenté la zozobra ante lo fácil que sería tomar préstamos indefinidos de ahí. Nadie cuidaba, a nadie le interesaba. Quienes abrían o cerraban el lugar ponían más atención en que uno no hiciera ruido, en que lo que se dejara en paquetería cupiera en los guacales que destinaban para ello o en que nadie que no fuera usuario de la biblioteca utilizara el baño apestoso ése del primer piso.

Tampoco es que me sintiera muy familiarizado con la empresa de inaugurar El escritor del mes, más bien veían con lógica que, puesto que era de Irapuato, resultara imperativo tomar con orgullo ese primer paso de regalar a las bibliotecas y ofertar a precio módico a quienes asistieran unos ejemplares del reciente libro de mi editorial, también de prestigio estatal

Cuando escribo esto confundo los tiempos, pero parece que sí hay alguna foto de esa presentación. Hay incluso gente. Distingo al editor, a un colombiano promotor de lectura, a algunos alumnos de las prepas donde daba clases en otros tiempos. Esta tarde leí algún texto y respondí preguntas. Además de aquellas que se interesaban en mi vocación como evangelizador literario hubo una que, dado el entusiasmo feroz, llamó mi atención y me provocó desconcierto.

¿Y después de este libro qué? ¿Después de las becas por escribir y el premio qué? ¿De qué vive un escritor? ―preguntó un señor algo mal encarado en una orilla de la sala mientras cruzaba los brazos y trataba con mordacidad su tema. Parecía que le causaba un verdadero interés qué se hace después de un primer libro y varias becas, un premio literario y una campaña del escritor del mes en curso o veía con escepticismo mi título nobiliario patente en la campaña de promoción cultural de ese día.

Debí responderle que ni a mi papá había podido resolverle eso y seguir. Quizá lo hice, aunque no recuerdo mi contestación. Esa pregunta anunciaba que la campaña sería más una aventura de misionero que una campaña publicitaria de impacto internacional, una bufonada que exigiría algo de paciencia. Lo pude intuir desde entonces, pero tampoco iba a parar. La oferta del viaje, sea a donde sea y, a veces como sea, resultaba atractiva de cualquier manera; atractiva es un decir.

El libro que presenté al final en unas seis bibliotecas era un libro de ensayos, o que había escrito como ensayos intencionalmente, pero con el que concursé a un premio de cuento y se llevó el bote. Quizá es la primera vez que lo digo en público. Pero también lo hice bajo la premisa de que ningún autor llega a un género literario y lo deja indemne, o con la certeza de que no aprendí a escribir cuentos de fórmula ni lo haré. Lo sorpresivo sigue siendo que ese libro haya sido una mascarada siempre y que gracias a esos relatos de cruel conciencia al mirar el pasado hubiera acabado haciendo paseos.  

Lo que es de risa loca es que eso del escritor del mes era mucha guasa desde el principio por más seriedad que le imprimía el editor a sus explicaciones. En ese tiempo sabía que el asunto de escribir no era un proyecto de futuro sino que venía de una oscura necesidad por entender la vida, por más bucólico que parezca. Otra vez, la revelación banal o fútil o cursi es que yo solía escribir diarios íntimos rabiosos durante unos años, los años entre el fin de la universidad y el periodo que me dedicaba a dar clases de preparatoria: desde muy temprano hacía la comedía de impartir materias infumables –o que yo no sabía cómo atajar− como Desarrollo de habilidades del pensamiento. Me disculpo con los y las estudiantes de ese tiempo que debieron tolerar mi impericia, impertinencia e ingenuidad a la hora de consumir sus primeros cincuenta minutos de experiencia educativa varios días a la semana, aunque igual era un espectáculo hilarante ver a un muchacho hacer malabares con un libro sobre problemas lógicos. 

¿Qué debí responderle al preguntón de esa primera tanda de presentaciones en bibliotecas? Con riesgo de ponerme nostálgico debí confesar esa vez que yo no esperaba esto de cobrar por escribir pero que se había dado de manera increíble y, por supuesto, claramente efímera, que lo que mis preocupaciones en ese tiempo me exigían otra cosa, no sé si es 2014 del año del que hablo, más allá de sentir que Feltrinelli iba a scoutearme en bibliotecas públicas de Guanajuato y que yo terminaría fichando mi segundo libro con una editorial gracias a mi campaña de El escritor del mes. Resultaba más urgente para mí aprender pronto a sortear las muchas clases de español en las varias escuelas donde me juntaban, antes que eso de las becas y los premios. Los libros, las becas, los premios, no tenían, no para mí, un “después”. Remataría: pero la escritura, la escritura, eso, era irremediable.

Esto del escritor del mes me hizo pensar en cómo terminé haciendo cosas sin sentido por el entusiasmo de un aspirante a publicista metido en la editorial que me había publicado un libro. Terminé navegando en puros Flecha Amarilla en días soleados de abril para conocer bibliotecas del estado de Guanajuato y un Cecyte para realizar una campaña cultural de vida fugaz sobre el libro premiado por un concurso nacional que tiempo después sería borrado o eliminado o formateado con alguna otra ocurrencia del mismo funcionario de la editorial.

Las únicas que estaban enteradas, y que parecían haber cumplido su parte de la campaña, fueron las bibliotecarias. Aclararé que tuve que pagar los pasajes porque, aunque al final me expidieron unos honorarios –no lo equivalente a las ocho presentaciones que en mi mente quedaron pactadas, no por el concepto de “escritor del mes” si no por otro concepto puso mi contador al recibo−, debí jinetear mis sueldos de profe para cumplir con mi encomienda de escritor durante esos martes y miércoles de abril.

Presumo también que no renuncié a ese tren de la campaña de lectura y donación de libros de mi editorial ideado por no supe cuántos sólo porque en las bibliotecas sí me esperaban. Solía haber gente expectante y en cada evento recibí un regalo. Pienso como un privilegio haber conocido tantas bibliotecas y sus bibliotecarias y parte de su público lector

Recuerdo unos quesos de regalo en Apaseo y la angustia de la bibliotecaria porque me fuera pronto, porque estaba muy feo en la noche, decía. Recuerdo una comida con horario de cena en el otro Apaseo luego de hablar con un grupo de preparatoria más una doctora que hizo una pregunta sobre mis motivaciones para escribir ese libro. Recuerdo que en Celaya la presencia de cien niños de escuela federal y bocadillos nutritivos sigue siendo un sorpresivo feliz hallazgo. A la biblioteca de Celaya me acercó un amigo de la universidad. Yo no sabía ni dónde era la colonia ni la calle ni la biblioteca a donde debía asistir para cumplir con la campaña. Cuando me bajé del bus en la central pregunté a un conocido por la Nopalera, éste me informó que Víctor, el Zuly, daba clases por ahí. Le pedí o quizá le rogué que si nos contactaba. Lo hizo. El buen Zuly, uno de nuestros estelares en el equipo de basket de la facultad, se apareció y me llevó hasta la biblioteca donde terminé hablando sobre José Emilio Pacheco, Eusebio Ruvalcaba y Relinchito, que es el título de uno de los textos incluidos en el libro que esa tarde regalaba mi editorial. Las jornadas tornaban en prodigios. En algunas me daban de comer, y lo necesitaba, porque salía de dar las clases y tomaba directo el bus en paradas suburbanas para perseguir las rutas a Doctor Mora y –específicamente El Capulín si no mal recuerdo, para donde sólo había un camión a las cinco de la tarde-, San Miguel o San José. En estos últimos se complicaba más el regreso y, en alguno, hasta debieron llevarme en una camioneta hasta darle alcance al último camión de horario nocturno que me acercara a Guanajuato, que es donde vivía en ese tiempo.

No tengo queja sino incredulidad o escepticismo ante las campañas para promover libros en esa editorial donde publicaron mi primer libro de cuentos. Luego de Irapuato nadie de la editorial se interesó si quiera por llevar los libros a las bibliotecas, así que en algunos casos dejé el ejemplar que yo llevaba o de a tiro no hubo más que una entrega simbólica con la promesa, incumplida evidentemente, de que llegarían los libros luego. A veces se presentaba a la ceremonia alguien de la red de bibliotecas y hasta hacía el protocolo de leer mi currículum antes de yo ponerme a hablar del libro. Pero fue más un evento en solitario, de escritor en carreteras estatales que de escritor del mes, el erial que habita el de la foto en el calendario, he llegado a pensar. No se sentía la vida en hoteles –también repelida por autoras y autores cuando promocionan su nuevo libro−, ni me buscaban para entrevistas en rueda con periodistas culturales donde se responde lo mismo a las mismas preguntas. Fue más bien una campaña que envidiaría un misionero o un político en campaña, sólo que sin viáticos, sin avanzada y frecuentemente sin fotógrafo.

Hay quizá asuntos relevantes.

Un abril de no sé qué año fui el escritor de mes. Es el año que posiblemente acuñé el término de “botarga cultural” para mi profesión soñada. Tuve la revelación de que, por un lado, la gente tiene ideas que frecuentemente no serán sino algo que se intente para luego destrozar las buenas intenciones, y, por otro, que el funcionario o el encargado o el que debe dar las ideas puede proponer lo que sea con tal de sentir que hace algo útil en su puesto, al cabo que al final o no se hace o todo se olvida. A menos que a uno, como escritor anónimo, ya sin becas, ni premios, ni puestos en editoriales, le dé por escribir sobre la ocasión que le prometieron ser una parodia de empleado de mes, otra broma que ni siquiera merece la pena contarse.

  • Ilustración: Robert Crumb