En uno de los primeros capítulos de El Blues del Comanche (Revólver ediciones, 2024), la más reciente novela de Pedro Medina León (Lima, Perú, 1977, pero avecindado en Miami desde hace años) precisa por qué su protagonista, el Comanche, hace lo que hace como un investigador privado en Miami, “la ciudad más antiliteraria del planeta”, que nuestro autor describe como un “desfile de traseros king size y autos convertibles retumbando con canciones de hip hop”, con “sus aceras rojas y sus palmeras que se dejaban acariciar por el favor de la brisa” del Caribe, esa región donde abundan piratas y tesoros escondidos, estafas y villanías de todo tipo, donde la música es un himno a la desdicha, el amor perdido y los sueños rotos.
Allí, en ese sitio de fantasías pueriles y depredadores de toda especie, su protagonista se percata de una verdad que huele a muerte barata, a cadáver sin sepultar: “Si había algo que le llenaba el cuerpo de adrenalina y le generaba una sensación casi adictiva eran las investigaciones: se metía a una de ellas y su cerebro se bloqueaba a cualquier otra cosa. Sólo quería más elementos que lo llevaran a resolver su caso”. Esas ansias de descubrir la verdad, de tirarse a la vorágine de las pistas de un crimen, es lo que hace del Comanche un rastreador excepcional, un detective privado al que nada ni nadie lo detiene.
Esta novela, que se establece como un nuevo eslabón de una saga policiaca que tiene cuerda para rato, nos presenta a este personaje carismático como un hombre que conoce los sinsabores de la vida, que puede externar por experiencia propia sus risas, penas y amarguras. Un investigador que va por la libre pero que no come fuego. Un solitario al que le gusta estar bien acompañado por lindas mujeres. Un ser taciturno que no niega la cruz de su bebida.
Aparte de su pasión por los cigarros Marlboro, las canciones de Héctor Lavoe, las apuestas de billar, el Bacardí rubio y el café Bustelo, en cada novela del Comanche se exhibe un imperativo categórico, un actuar al filo de los designios del azar y del destino, un aceptar a regañadientes su condición de caballero andante venido a menos, de cabrón en tierra de zopilotes.
En esta obra, que está dividida en tres partes: El Blues, Cocaine Cowboys Wannabe y Deliro South Beach, vemos al Comanche ir del asesinato de Gregorio Lizárraga, a los abusos del Runcho y de allí a la búsqueda de un joven universitario desaparecido entre gimnasios de box. Es un viaje alucinante desde la Pequeña Habana hasta Miami Beach, una travesía de bar en bar juntando los hilos de un caso que cuenta con facetas sorprendentes, que está rodeado por misteriosas circunstancias.
Uno de los elementos imprescindibles, de carácter y personalidad, en la narrativa de Pedro Medina León es que los casos criminales acaban cruzándose tarde o temprano, con obras periodísticas o literarias
En El Blues del Comanche lo podemos apreciar en que Lizárraga estaba, al tiempo de su muerte, escribiendo una novela titulada El Blues de Miami y que ya había conseguido que fuera publicada. El mundo que aquí se aparece es de negocios ilícitos y legítimas creaciones artísticas en forma de narraciones, música o gastronomía. La vida explotando como una marejada entre la luz y la sombra. Pero junto con el Comanche, hay que recalcarlo, aquí el otro gran protagonista es la vida, en clave migratoria, de Miami; esa fuente de arrebatos pasionales, ajustes de cuentas y choques culturales. Una realidad donde la desesperación y la violencia son comportamientos colectivos, donde el arrojo y la penuria comparten una botella de aguardiente, donde la ley y el crimen se dan la mano.
Población caribeña a la american way of life. Urbe turística llena de feroces caimanes y asesinos implacables. Puerto de entrada al purgatorio de las almas sin descanso. Con una prosa incisiva que corre a toda velocidad, con una trama que nunca decae, presenciamos al Comanche interrogar al Wild Cat, uno de los testigos que vieron a Lizárraga todavía vivo la noche del sábado. Cuando el detective le anuncia la muerte de su amigo, las revelaciones aparecen:
El Wild Cat no lo podía creer, simplemente no. Conocía poco de su vida personal; sabía, sin detalles, que hacía un tiempo el divorcio le dio duro, pero era buen compañero de letras; acababa de terminar de escribir su novela, ‘El Blues de Miami’, y los Revólver estaban interesados en publicarla en su sello editorial. Los Revólver organizaban en el Al Capone la actividad “Literatura Callejera”, una noche de lecturas y firmas y ventas de ejemplares de la revista y sus libros, y por lo general, tenían una banda de rock local invitada para abrir y cerrar. La del sábado fue Pistolas Rosadas…
-¿A qué hora llegó Lizárraga al Al Capone?
-Alrededor de las ocho, que empieza “Literatura Callejera”.
-¿A qué hora se fue?
-No le sabría decir. Pistolas Rosadas terminó de tocar a las diez, ahí conversé con él sobre su libro, y luego creo que no lo volví a ver.
Pero ya sea que el Comanche investigue un asesinato, un acosador o un desaparecido, lo que enlaza a estos tres casos es Miami misma, una ciudad que es tan seductora como implacable, que eleva a la fama como borra todo rastro de sus celebridades
O como lo dice el propio Wild Cat al detective: “Esta ciudad está llena de tesoros así, solo que no sabe cuidarlos ni mantener su historia”. Y Pedro Medina León, como muchos otros escritores de narrativa policiaca de nuestros tiempos, hace de lo criminal una indagación en el pasado colectivo, nos lleva de vuelta a los laberintos, tanto antiguos como actuales, de su comunidad de adopción. Y para ello, su protagonista es alguien que sabe usar todos los trucos para salir airoso en toda clase de lugares y con todo tipo de personajes.
La palabra es la mejor arma que el Comanche lleva consigo. Y, sin embargo, no siempre sale bien librado de tales encuentros. Su vida es una vida en la cuerda floja de su entorno tropical, donde no hay ley mayor que la de la venganza y el orden no pasa de ser un accidente letal. Navegar por esas aguas llenas de tiburones es una tarea que el Comanche se impone para develar el quién es el responsable de tal o cual delito. Con su método de meterse poco a poco, como la humedad, consigue acabar en sitios que lo desafían, pero nunca lo derrotan, y todo porque una muchacha se sincera con él, le cuenta sus percances y le da las claves para resolver su caso:
-Gregorio Lizárraga. Cuénteme de él –el Comanche dio una calada a su cigarro y sorbió de su vaso de agua-. La escucho.
Karina y Lizárraga se habían conocido en La Chismosa. Cubrían el mismo ‘shift’ en las mañanas. La taquería se ponía busy a mediodía, pero como servían desayunos, abrían temprano. Muy pocos desayunos vendían, aunque Cabalito insistía en sus huevos rancheros, así que ahí estaban ellos para seguir órdenes. Lo cierto es que hicieron click de inmediato. Ella era de Mar de la Plata y el, de Buenos Aires y compartían el mismo gusto por la lectura de autores argentinos. Les encantaba leer. Y él escribía, era un loco soñador que pensaba en hacerse escritor en Miami, no en Madrid, no en Ciudad de México y no en su propio Buenos Aires sino en Miami.
-Karina –interrumpió el Comanche-. Más allá de que el Runcho fuera violento, ¿tenía motivos para estar celoso de Lizárraga?
Karina se sonrojó, desvió la mirada…
El Blues del Comanche es un trago de ron para soportar un paraíso podrido por dentro. Como las anteriores novelas de nuestro autor, donde este detective privado es protagonista, esta obra es, ante todo, un canto de amor a la vida comunitaria de Miami
Y entendámonos: no a la vida glamorosa de los ricos y famosos, con sus aviones privados y sus yates de lujo, sino a la existencia precaria de los que viven al día en sus calles, a los que trabajan en lo que pueden por falta de documentos, a los que llegaron con sueños y no con dólares a este rincón de América del Norte.
La mayoría “aprendieron, en aquella edad en la que aún debían corretear tras una pelota, a defenderse y cuidar sus espaldas con hojillas de navajas o picos de botella”. Gente brava para un bravo mundo feliz.
Y eso es lo trascendente de este relato que Pedro Medina pone ante nuestros ojos: la vida es un charco de sangre, pero también es una novela que se escribe a pesar de los rondines de la muerte. Lizárraga es, en muchos sentidos, un alter ego de nuestro autor: un migrante que quiere contar las historias de su entorno, un observador que no pierde el hilo de su narración en un mundo donde “todos somos orgullosos de ser cholos”. Es decir: de no tener más patria que el aquí y el ahora mientras se bebe, sorbo a sorbo, café Bustelo y se contempla, entre entusiasta y dubitativo, ese mar Caribe que nunca cesa de moverse, que nunca dice todo lo que sabe.
- Ilustración: Portada del libro ‘El blues del Comanche’ (detalle)