La calurosa tarde del 24 de mayo, un hombre de origen francés come en su finca de Rosario, Nayarit, con un círculo de amigos cercanos.
Frente a los comensales se extiende el Océano Pacífico, cuyas olas vienen a chocar en el fondo de un acantilado de cien metros de profundidad, y a sus espaldas se erigen montañas de más de 1,500 metros de altura.
En la sobremesa hablan del progreso aplastante de la humanidad en ciencia y tecnología, un progreso inaudito que se ha alcanzado desde Adán y Eva hasta la fecha. Pero esa mención bíblica desata una discusión sobre el origen divino o darwinista de la especie humana. Aunque más allá de las controversias, todos concuerdan en que el hombre se ha impuesto al imperio de la naturaleza.
Uno de los invitados, el Juez Mendoza, advierte entonces que ya antes los humanos habían alcanzado un alto grado de desarrollo y, sin embargo, habían sucumbido aplastados por las fuerzas naturales. Ante la incredulidad de sus interlocutores, pone de ejemplo a civilizaciones como la babilonia y la egipcia, pero los otros se ríen de su ingenuidad. Por respuesta, incluye en su lista de ejemplos a los atlantes y, esta vez, provoca miradas condescendientes.
Sólo la naturaleza le da la razón: justo en ese momento retumba la tierra bajo los pies del despreocupado círculo de comensales, sacudiendo la residencia. Su propietario, familiares e invitados se precipitan al exterior, pero en la carrera el Juez Mendoza y el mayordomo de la casa sucumben bajo el peso de los escombros.
Del lado del mar, viene corriendo el jardinero con su esposa y sus dos hijas, gritando despavorido. Detrás de él, el Océano Pacífico ha remontado ya los cien metros del acantilado y las tierras de la finca ya están al nivel del mar
Pero el suelo se sigue hundiendo y, en consecuencia, el agua sigue devorando la tierra a su paso hacia las montañas, a razón de dos metros por segundo. En tres minutos alcanzará a los sobrevivientes del temblor. Todos se precipitan al único auto aparcado en el lugar y, por un serpenteante camino, toman rumbo a las montañas. Ascienden durante dos horas, perseguidos por el implacable avance del océano. En el ascenso muere el jardinero, tragado por una ola. Hasta que no pueden subir más. Rodeados por el agua, se quedan atrapados en la cima montañosa que no es ahora más que un montículo sobre el nivel del mar.
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El coronavirus SARS-CoV-2 arrastró a la humanidad a una crisis sanitaria global con graves repercusiones en la economía del mundo: en casi tres años, la propagación viral ha superado los 627 millones de contagios y los 6 millones y medio de decesos.
En su momento, sacudió a países de todo el orbe como Estados Unidos, España, Brasil, la India e Italia. Hundió en la tragedia a urbes que están en la cúspide de la civilización, como la ciudad de Nueva York. Confinó en sus propios hogares a cientos de millones de personas, y vació calles, estadios, playas y aeropuertos.
En los peores meses de la pandemia, la Covid-19 revivió el temor visceral a una catástrofe que haga tambalear la vida humana en la Tierra, y actualizó ese miedo ancestral que duerme en las profundidades de la memoria de nuestra especie.
En efecto, desde las brumas de la antigüedad más remota, nos persigue el espanto de nuestra propia extinción.
A lo largo de la historia, sólo ha cambiado la manera en que la humanidad imagina cómo ha de ser arrasado de la faz de la Tierra.
La muerte masiva provocada por un virus es tan sólo su actualización más reciente, pero no es la primera amenaza que ha horrorizado a los hombres con la posibilidad de su propio exterminio
Antes que la impalpable amenaza de los microorganismos, generaciones vivieron asoladas durante medio siglo por el miedo a una hecatombe nuclear.
Sin embargo, la primera versión del fin que el hombre aprendió a temer, no es de origen humano, sino divino.
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Durante siglos, la humanidad vivió acosada por el temor de sucumbir, no a consecuencia de sus propias acciones o por la furia ciega de la naturaleza, sino a manos de un Dios severo e implacable.
Desde las civilizaciones antiguas hasta la Edad Moderna, el hombre no se pudo sustraer a la seguridad de que su Creador podía desatar, de un momento a otro, el fin del mundo.
No es para menos, pues en la memoria religiosa de los pueblos, este cataclismo global ya ocurrió al menos una vez: el mundo se hundió tragado por las aguas en la más remota antigüedad. Esa catástrofe es el Diluvio Universal.
Su relato está contenido en el libro de mayor divulgación en los últimos dos mil años: la Biblia. Pero además, historias semejantes figuran en la tradición de otros pueblos antiguos.
De hecho, se han contabilizado hasta 250 crónicas de diluvios universales. Desde Mesopotamia hasta América, China y la India, culturas arcaicas guardan la memoria de una inundación global
Esto incluye a los griegos y a libros sagrados como el Corán islámico, el Zend-Avesta persa, y el Popol Vuh y el Chilam Balam de los mayas. Pero el relato más antiguo del diluvio Universal es el poema épico de Gilgamesh, que data de hace 4 mil o 4 mil 500 años, y pertenece a la cultura sumeria. Está grabado en escritura cuneiforme sobre tablillas de arcilla.
En la traducción de un extracto se puede leer:
«El silencio de muerte de Adad,
dios de la tempestad,
recorría el cielo.
Toda luz se tornó
en oscuridad
y como un jarro
se quebró la tierra.
El primer día
sopló la tempestad.
Sopló con fuerza
se desató el diluvio.
Como batalla que arrasa
pasó sobre los hombres».
Más adelante prosigue su descripción de aquel horror:
«Seis días
y siete noches
continuó el viento,
el diluvio, la tempestad.
El diluvio aplanó la tierra.
Llegado el séptimo día,
se aplacaron la tempestad,
el diluvio, la batalla
que habían golpeado.
[cual manotazos] de parturienta.El mar se apaciguó,
el viento tempestuoso de la destrucción se silenció,
el diluvio se acabó.
Yo vi el mar:
el silencio era total.
La especie humana, toda,
Había vuelto al barro».
Los historiadores creen que este poema contiene la narración original del Diluvio, y que el resto, incluida la gesta de Noé, no son más que versiones posteriores de este relato primordial
Pero ya sea su origen un hecho real, de carácter arquetípico o ficticio, el mito del Diluvio Universal ha alimentado la fantasía del hombre que ha creído, a través de los siglos, que así como ya ocurrió, el fin del mundo volverá a ocurrir.
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La tradición del fin del mundo antiguo debido a una vasta inundación, y el miedo recóndito de que una catástrofe igual se repita en el futuro cercano, ha alimentado no sólo la imaginación, sino también la creatividad del hombre.
Escritores modernos y cineastas contemporáneos han explotado este miedo ancestral.
Un ejemplo de ello es nuestro relato inicial. Volvamos a él:
Han pasado diez días desde que el francés afincado en México, su familia y sus invitados, fueron cercados por el agua en un islote de un kilómetro de largo por 500 metros de ancho, y una altura, en su punto más elevado, de unos 100 metros sobre el nivel del mar.
En ese lapso, otros dos comensales han muerto. El resto ha sido rescatado por un barco inglés, el Virginia, que ha zarpado de Melbourne, Australia, y que buscaba el puerto de Rosario, Nayarit, para atracar.
Durante los próximos siete meses, la tripulación y los pasajeros del Virginia van constatando el alcance global de la inundación. Descubren que salvo el islote donde sobrevivieron, México ha sido engullido por el agua, lo mismo que el resto de América. Mientras navegan sobre el cono sur, una tempestad de 35 días los empuja hacia el Oeste. Cuando el temporal amaina, el navío está emplazado en las coordenadas de Pekín, por lo que deducen que pasaron sobre Australia sin siquiera darse cuenta. Incluso la cordillera del Himalaya ha desaparecido tragada por el vasto océano.
Sólo les queda por explorar las latitudes de Europa. Sin esperanza, en el mapa van tachando las capitales europeas que yacen bajo el mar.
Esta escalofriante historia se llama El eterno Adán y se debe a la pluma de Julio Verne, el escritor que imaginó artefactos como el submarino y viajes extraordinarios a la Luna y al centro de la Tierra
En este relato nos legó su versión del fin de la civilización humana, basada en el mito del Diluvio Universal. Lo escribió poco antes de su muerte y fue publicado póstumamente, en 1910, en un volumen de narraciones cortas, recopiladas bajo el título Ayer y mañana.
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Luego de la Segunda Guerra Mundial, la amenaza nuclear, el desastre ecológico y el ataque de virus mortales han reanimado el miedo atávico a la destrucción de la humanidad.
Conforme se acercaba el fin del segundo milenio, sobre el 31 de diciembre de 1999 empezaron a pesar los peores presentimientos. Pero cuando sorteamos el cambio de siglo sin sobresaltos, la siguiente fecha con funestos presagios fue el 21 de diciembre del 2012, cuando terminó un ciclo de 5,125 años en el calendario maya.
Esta última fecha inspiró una película apocalíptica: 2012, en que la explosión masiva de las radiaciones solares desplaza la corteza terrestre, genera erupciones y causa maremotos. Como en el Diluvio Universal de las antiguas leyendas, el mar acaba invadiendo la tierra firme. También, como los «Noés» de estas antiquísimas historias, en 2012 se salvan 400 mil personas y especies en 4 modernas arcas.
La película, estrenada en 2009, fue dirigida por Roland Emmerich y protagonizada por John Cusack, Chiwetel Ejiofor, Danny Glover, Oliver Platt y Woody Harrelson
¿Pero una inundación catastrófica es posible sólo en el mito y la fantasía?
El calentamiento global debido al efecto invernadero acelerado en la atmósfera por la acción del hombre, hace posible que una catástrofe líquida sea real en lo que resta del siglo XXI
De hecho, ya se está gestando. En todos los continentes, expertos científicos estudian el aumento del mar e ingenieros construyen ya diques para preservar a Rotterdam, Nueva York, Venecia y Yacarta de la constante elevación en el nivel del agua debido al derretimiento de los polos.
Los cálculos científicos apuntan que el mar subió en todo el mundo, desde la última era glacial, a razón de un metro por siglo. Hace 7 mil años, el nivel de los océanos se estabilizó.
Desde el siglo XIX los mares aumentaban ya tan sólo un milímetro por año. Pero desde la década de 1960, este aumento anual creció a 3 milímetros en todo el orbe. En los últimos 6 años, el hielo de la Antártida se ha derretido al doble de los años anteriores, y en Groenlandia se pierden 266 gigatoneladas anuales de hielo.
Los expertos aventuran sus proyecciones científicas hasta por cien años, pues no se atreven a proyectar qué ocurrirá después. Sin embargo, de acuerdo a sus estudios prospectivos, de seguir el comportamiento actual en el calentamiento de la atmósfera terrestre, la temperatura habrá aumentado 5 grados al final del siglo XXI, lo que se traducirá en un aumento de 10 metros en el nivel del mar debido al derretimiento del hielo polar.
Esto no es imposible, pues si se derritiera Groenlandia, el mar subiría hasta 7 metros.
El panorama se pone peor si se considera que tan sólo en la Antártida hay hielo suficiente para que crezca 58 metros el nivel de los océanos, y sumando a ambos polos, hielo para que suba hasta los 66 metros.
Con estos pronósticos, alrededor del mundo están en riesgo de inundación antes de que finalice el siglo, 100 ciudades costeras con un millón de habitantes o más, entre ellas, urbes como Rotterdam, Venecia, Nueva York, Hamburgo, San Petersburgo, San Francisco, Nueva Orleans, Londres, Shangái, Edimburgo y Taipei.
La posibilidad de que el calentamiento global provoque no sólo una inundación de magnitud planetaria debido al derretimiento del hielo polar, sino que incluso nos lleve a una nueva era glacial, es el tema de otra película apocalíptica dirigida por Roland Emmerich: El día después de mañana. Estrenada en 2004, está protagonizada por Dennis Quaid y un joven Jake Gyllenhaad.
Incluso, una película de 1995 ilustra cómo sería la vida siglos después de una inundación global. Dirigida por Kevin Reynolds y protagonizada por Kevin Costner, Waterworld describe el mundo cuando los casquetes polares ya se han derretido y el mar cubre ciudades y continentes: la civilización experimenta un retroceso social y, en medio del caos y la barbarie, el protagonista es tal vez el primer individuo que evoluciona para sobrevivir en ese mundo acuático.
Así que no: ningún virus ha sido la primera amenaza apocalíptica que ha martirizado la imaginación de la humanidad. Ni siquiera la tercera guerra mundial. Ha sido, desde épocas remotas, la amenaza de una inundación global.
Y es, también, tal vez la última amenaza real, si no es que corregimos nuestra conducta depredadora como especie en lo que resta del siglo en que vivimos.
- Ilustración: Miguel Ángel