Hoy desperté con una idea que se entrelaza con esto que escribes “siempre ha habido alguien que juega o a quien le gusta, alguien que comparte el sentimiento y que, inauditamente, es capaz de abrazarme sin conocernos de nada, solo porque ha caído el gol”. Y es que el deseo de comunidad habita a flor de piel, esperando el pretexto para abrirse.

Susan Sontag dice que, en grupo, nos resulta más natural cantar, bailar y rezar; todo lo que ocurre en los estadios, bajo el aura del juego. Somos ese tipo de animales; inventamos otros lenguajes para vincularnos y disolvernos en lo colectivo, pero en el discurso las historias que nos hemos contado, desde hace tiempo, son otras: individuales.

Y por ahí va lo que quiero rescatar; así que filtro por un hueco esa pelota para ver qué inventas.

Va llegando la hora de terminar con los héroes clásicos, las cóleras funestas y los mesías que nos llevarán a tierras prometidas. Cada vez es más difícil creer en héroes, ver que, de la nada, un tipo se come a Diego o que los dioses, a capricho, le entreguen a un pibe, al azar, la fuerza de Aquiles para echarse al hombro a un equipo. Se acabaron las gestas maradonianas, los cambios de ritmo de Lionel y las locuras de Ronaldinho o Ney.

Conversamos de esto, ¿recuerdas? Fue a partir de un discurso de Luis Enrique, que rezaba sobre la salida de Mbappé del París y la promesa de que, a partir de ahí, ganarían todo; y cumplió. Luis Enrique dejó claro que las condiciones de hoy, el juego mismo, demandan esfuerzos colectivos. Se acabaron los consentidos, las concesiones para las estrellas. Lo que gana en la cancha es la comunidad.

Pasó hace poco con el Pelado Almeyda, que con el modesto Sevilla y una tercera oportunidad, para un maduro Alexis, le pegó cuatro estocadas en el lomo a un, debemos decirlo, mermado Barcelona. La consigna de Matías era correr, meter, poner algo, que aquí llamaré orgullo.

Y esa tierra que tanto te gusta sabe de eso. Lo colectivo, ese juego que parece un tejido de araña, se forjó ahí, no con los clubes, sino con sus obreros. Y me remite al anarquista José Verdura gritándole a su hijo que entienda, de una vez por todas, que el mundo lo hacen ellos, los albañiles.

En México, mexiquito, como diría el personaje de un cuento de José Emilio, sucedió algo similar; cuando, frente a una manifestación de la derecha política, un obrero salió de la ventana del autobús para encarar a una caravana que ridículamente se “manifestaba” en sus autos.

El hombre, flexionando su brazo derecho,  que era la única parte de su cuerpo que podía salir por las pequeñas ventanas del colectivo,  hacía fuerza y mostraba su músculo mientras gritaba:

—¡Esto, esto es lo que mueve a México! ¡Pinches ridículos, somos nosotros, los obreros!

Y me pregunto, te pregunto, ¿por qué esta imagen no infestó nuestras pantallas? ¿Por qué estos gestos no se convierten en los nuevos mitos que nos iluminan?

Si la cosa del fútbol nace de recuperar la infancia, creo que se sostiene a través del tiempo por lo que genera afuera, en la comunidad que grita y baila, que se contagia de locura y que al otro día, sin pretexto, se tiene que levantar a trabajar, a articular un país.

La pelota rueda de los obreros a los estadios, y de los estadios a los pasillos de nuestras casas que, con sus mínimas resistencias y sus rituales, intentan preservar los pocos caminos de libertad que nos quedan.

Mi padre tejió con el fútbol el único hilo invisible que nos ata, y aunque era gesto heredado, o uno de sus pocos recursos emocionales para vincularse conmigo, me cedió una tradición.

Íbamos al campo todas las mañanas soleadas de domingo, a la hora en que el astro rey no te dejaba verlo, de tan pleno que se mostraba. Papá era igual, orgulloso, vestía su playera naranja, chillona, horrible, como solo los uniformes de los años noventa sabían serlo. La casaca decía Arquitectos en enormes letras negras. Mientras él jugaba, yo me quedaba del lado de la banca, peloteando en la banda, sin poder intervenir en el juego, imaginando que en algún momento alguien me vería y me haría entrar para inventarme un gol asombroso.

Sin querer, en ese gesto, papá me condenó, como los padres del mundo hacen con sus hijos, y firmó que mi destino sería, desde ese entonces, mirar desde afuera.

Siempre quise jugar con él, ser parte de su equipo, pero en ese entonces no llenaba la camiseta; aún hoy, creo que me sigue quedando grande. Como no podía ser parte del equipo de los domingos, lo esperaba entre semana a que llegara del trabajo para pelotear juntos. Si la fortuna sonreía, el pasillo de nuestro departamento, que conectaba la sala con el comedor y el único baño, se convertía en nuestra cancha. Braulio aún no había nacido, y mi portería era la puerta de entrada; la de papá, la del baño.

A veces, mi madre nos miraba desde la sala mientras leía un libro. Recuerdo que una de esas veces intenté una chilena para impresionarlos. Me tiré de espaldas sobre los azulejos ajedrezados: quería demostrarles que yo también podía ser bueno. Conecté con la pelota, que salió dibujando una parábola apolínea y, en lugar de la portería, aterrizó en una lámpara de cerámica que mi madre adoraba.

Ella se levantó de inmediato; se venía un regaño colosal, escala 8.6 grados Richter, pero papá intervino, sonriendo.

Cuando nos reunimos en familia, la anécdota de la chilena convive con las historias de papá. Nunca falta el tío que se acerca a contar que mi padre era un prodigio del juego. No me sorprende: papá ha sido un montón de cosas que siempre quise ser.

Mamá también platica que papá llegaba por ella en una moto de pista, roja y brillante, y que, en los semáforos, se bajaba para quitarse la chamarra de cuero o la vaquera de mezclilla. Yo sé que, más allá del calor, papá lo hacía para lucirse. Era el chico bonito al que el novio de alguien siempre quería reventar, y eso a él le gustaba. Era un provocador.

Yo nunca pude hacer esas cosas, pero tenía el fútbol para relacionarme con él, para honrarlo, y, sin saberlo, el juego se convirtió en mi moneda de cambio: no solo para tener algo en común con papá, sino para interactuar con los primos, con los chicos de la escuela, de la calle y de todas partes. Como no me dejaban hornear galletas, la abuela decía que era algo de niñas, entonces salía a la calle.

Y como no jugaba lo que jugaba papá, aprendí a moverme con inteligencia, a aparecer en los huecos, a mandarme piques extraordinarios para bajar a apoyar. No por el equipo, sino por mí, por mi orgullo, por un maldito apellido que traía clavado en la espalda.

Con el tiempo, empecé a hacerle más caso a los libros de mamá, y por eso hoy entiendo el discurso del Pelado Almeyda y el de José Verdura. También estoy seguro de que mi postura ante el mundo es un fiel reflejo de ese juego que aprendí a jugar y que, en mis tiempos, creó mitos que diferenciaban a los soldados rasos de los héroes extraordinarios, y que, poco a poco, va cambiando por algo más colectivo.

Hoy, los compañeros de equipo de papá comienzan a despedirse lentamente, héroes vencidos que, durante años, se las ingeniaron para sostener familias enteras y cargar solitos con secretos enormes. Veo triste a mi viejo, despidiéndose uno a uno de aquellos jóvenes hermosos que fueron, que jugaron juntos y se mandaron gestas de antaño: jóvenes morenos que peinaban largas carreteras en motocicletas de pista y que nunca hubieran dudado en acercarse a las mujeres de cuerpos bronceados y de sonrisas de lado, que descansan bajo el sol en las playas de agua fría de Barcelona, tu Barcelona.

Papá no lo sabe, pero, aunque yo fui de un tipo diferente, él sigue siendo mi jugador favorito. Y aunque profeso los ideales de equipos como los de Luis Enrique y el Pelado, en mi cabeza quedan guardadas sus hazañas individuales y sus errores como un mapa que, de cierta forma, me sigue mostrando el camino. Hace muchos años reté al viejo a los golpes; ahora, todos los días, le mando mensajes de texto para preguntarle cómo está, cómo se siente. Desde hace unos meses, cuando nos despedimos, comencé a escribirle que lo amo. No espero respuesta porque nunca la hay. A lo mucho, me escribe “buenas noches”, “cuídate” y, si está melancólico, me dice: “ya vente”.

Hace poco vi una camiseta de un equipo de la segunda división aquí en Brasil,  igual de fea que la del equipo Arquitectos, solo que esta rezaba, en la parte posterior, en letras grandes y blancas: “Nuestro origen es obrero”. Y de inmediato quise que ese equipo ganara todo. porque me hizo pensar en mis abuelos, los albañiles, en mi padre, en José Verdura, en nuestro origen que también es obrero y migrante, y porque creo que, si retomamos y honramos esas historias colectivas, Braulio va a saber responder los mensajes de Emi con un te amo, hijo.

Las personas tenemos tendencia a recordar los eventos maravillosos. Ahí nacen los héroes. Yo no sé por qué pienso mucho en los errores; tal vez por eso no pude ser futbolista, pero un día me inventé una chilena hermosa y todavía vivo de ella.

Francisco Andrade

Belo Horizonte, Brasil. 17 de octubre de 2025.

Respuesta a Carta #2

Irapuato, 25 de octubre de 2025

Ícaro debajo del madero 

Exploro este set de bolas rápidas que me asaltan, como si la memoria fuera una máquina que lanza obuses para que uno se tire por ellas en un entrenamiento de porteros. Lo hago al leerte y ver una por la cual lanzarme en esa complicidad -casi la única- que sobrevive entre padres e hijos, luego de haber quebrado una lámpara de porcelana que dejó de ser rococó de departamento noventero para estamparse en la página en blanco como la pirueta emotiva de la infancia. 

El primer entrenamiento “real” en donde uno se lanza como un perro juguetón hacia el lado donde le tiran los balones, debe de haber sido en la escuelita de futbol en el estadio Revolución, con el Charro López, donde el viejo -siempre vestido de blanco- me apodaba “Campos”. 

Debe de ser el año 92. Intento recordar cómo fuimos a parar ahí, a explorar la ciudad a partir del juego: no doy. 

Vamos martes, miércoles y jueves, por la tarde y, luego de darle dos o tres vueltas a la pista del estadio, entrenamos. Nosotros ocupamos la parte de atrás de una de las porterías, la que da a la puerta contigua a la Plaza de Toros. Los de don Ángel, que hacen trabajo físico en las gradas, suelen ocupar media cancha que dividen con los del Tibu, los mayores de este lugar. Al fondo, en el otro extremo del terreno, detrás de la otra portería, don Chava entrena a los de la micropony, como se llama a esa categoría. 

Decir entrenar es un eufemismo. El Charro, don Jesús López, como exige que le digamos don Memo, el director de la escuelita y leyenda del fútbol en Irapuato, suele dividir en equipos a la parvada de niños de menos de diez años. Los de casacas amarillas, blanco con un vivo verde menta los capitanea Luis Miguel, un muchachillo, como varios de ahí, del Ranchito. Es ágil con los pies -suele llevar medias azules y ponerse unos calcetines blancos, imitando a los jugadores de ese tiempo-, tiene vocación de mediocampista -eso lo pienso ahora al recordar cómo juega-. Veo su cara redonda, siempre con los cachetes rojos por el esfuerzo y unas entradas que anuncian una calvicie pronta en las sienes; lo veo -un flashazo, otra bola rápida-. Ejecuta un penal frente a mí, que todavía en ese entonces descifro -según yo- a dónde van los tiros en los ojos del jugador, como si fuera una película de Clint Eastwood y todo se resolviera mientras suena una pieza de Ennio Morricone en el viejo oeste. 

Yo soy el arquero de los de casaca azul marino en donde el goleador es Jonathan. Ahí, el entrenador lo llama Zague, aunque todos lo conocemos como Johnny o como El Chapis. Veo en mi recuerdo la tabla de apoyo donde están las listas con nuestros nombres, nuestro apodo, la asistencia y, en el extremo derecho de la hoja, los goles que lleva cada uno: Zague es el líder de goleo. Cuando pongo su nombre, su apodo y subrayo que debe haber metido cientos de goles en esas porterías del estadio Revolución, si alguien de ese tiempo lee esto, sabe de quién hablo. A esos muchachos los ve uno y tiene la seguridad que pertenecen a otro lugar, llamados a jugar fútbol y a ser, por eso, parte de las conversaciones. 

Sigo intentando cazar el recuerdo de cómo llegué a la escuelita de fútbol. 

No doy. 

Mientras se me viene a la mente un día. 

El Chapis y yo  ya somos compas. Jugamos para el mismo lado, vamos a la misma primaria -aunque nos hemos conocido en el estadio y no en la escuela- y, puesto que nuestras madres trabajan por el mismo rumbo del centro de la ciudad, todavía muy chaparra y pequeña, en eterna obra negra, caminamos juntos luego de entrenar: muchachos alegres y cansados, asoleados caminan por la ciudad. No tienen ni diez años y ¡caminan por la ciudad! 

En esa imagen aparecen escalas que hacemos por toda la calle Guerrero. Mi preferida: con El Papayitas. En lugar de subirnos a la ruta seis, guardamos esos doscientos cincuenta pesos que cuesta el pasaje y compramos un vaso de papaya molida con limón y chile. 

En esos regresos, solemos hacer excursiones. Una de las pocas que recuerdo tiene su destino en el estadio Irapuato -todavía no se llama Sergio León Chávez y tampoco nos importa-. Lo que nos atrae es que las puertas están abiertas y el equipo de la ciudad termina, como nosotros en el estadio a unos cuantos pasos, su entrenamiento. Vemos a algunos de los jugadores todavía haciendo abdominales o trotando. Al fondo, en la portería de la tribuna que da a la calle Grillito Cantor, los porteros entrenan. Uno, de pie, le lanza a otro los balones con la mano mientras que el que está sentado estira el dorso para alcanzarlos; una vez a la derecha, otra a la izquierda. Yo me quedo absorto ante eso. Entramos al estadio vacío. Venimos sedientos y uno de los jugadores que está cerca de donde nosotros husmeamos nos ofrece bolsas con líquido -míticas bolsas de agua o de Gatorade naranja que nos hacen sentir profesionales-, que es lo que me devuelve al lado de mis compas. 

El jugador es Víctor Saavedra. Hemos escuchado en la radio que le llaman El orfebre de oro o El Vikingo. Es de Irapuato, es muy joven, dicen en los periódicos: tiene un gran futuro. Nosotros no sabemos que le darán el 10 pronto, que se irá al Atlante unos años después porque Miguel Mejía Barón lo observa en un juego de preparación que hace la Selección mexicana que irá a la Copa América en Ecuador contra este Irapuato. 

Nos saluda. Se ríe y le alcanzamos a entender que nos está retando: si hacemos no sé cuántos abdominales nos regala más Gatorade. Le pide a un hombre grande y gordo, solícito y alegre, que se traiga la cubeta. Luego sabré que es Juanito, el masajista del equipo, que nos abre la puerta de malla ciclónica para que pisemos ¡Pisemos! el campo donde juegan los profesionales. Al terminar, mientras bebemos -sedientos y voraces- las bolsas de Gatorade color naranja nos pregunta que para dónde vamos. Nos echa raid en su Dart color crema y nos promete boletos para el siguiente juego. No recuerdo la plática en el coche. Es breve porque son algunas cuadras nada más. Los boletos son para un Irapuato Marte Morelos o algo así. Comenzará esa extraña independencia alrededor de los estadios y el parque de convivencia, nuestro parque de recreos al lado de la zona de hospitales. Así iniciamos nuestras excursiones al estadio, cada quince días, los domingos por la tarde a ver a nuestro amigo jugar. En mi recuerdo hay muy poca gente en el estadio, venden unos chicharrones con salsa que comemos con afición masoquista por enchilarnos y, en la tribuna de enfrente, se escucha una sirena que ulula cuando comienza el juego. Es la porra que, con el sol de frente, echa gritos de aliento al equipo azulgrana, los colores a los que le vamos. Dice Manuel Vázquez Montalbán, nadie se ha aficionado a un club por un Presidente.  

Sigo en vilo: no logro recordar cómo llegué a la escuelita de fútbol. 

Antes del estadio como sala de juegos de niños de los años noventa, antes de las excursiones por las calles de la ciudad chaparra: reta en la calle, de poste a poste, “tiritos” en la reja de la cochera de la casa -que nos acabamos a punta de balonazos- y atajadas en la portería que ha mandado hacer mi padre en una casa con jardín, palmeras, unos helechos, un guayabo y bromelias que hubo en la infancia. 

Recuerdo muy poco de esa casa: que es grande, está bardeada de ladrillos grises, tiene una alberca siempre vacía, hay puercos y gallinas y el cuidador se llama Chayo; el pasto alto y oloroso recién cortado, un sol apabullante, el color rojo de las flores y mi hermano, mi padre y yo, jugando a los tiros a puerta. Evoco. Puedo ver la madera seca y gastada con la que ha armado las porterías alguien para que nosotros juguemos. Veo cómo nos juntamos para hacer los hoyos donde irán los postes, distingo que es el día que estrenamos la portería clavada en ese pedazo de jardín que nos servirá para soñar. Un balón, una puerta hechiza y la mañana libre del tiempo suspendido. Me imagino ingrávido lanzándome por la pelota cada que mi padre o mi hermano chutan al arco. Me resulta inefable esa sensación de echar el cuerpo atrás mientras pivoteo con uno de los pies y me impulso para perseguir la trayectoria de un tiro. El salto y, entonces, ese suspenso que, con la escritura -y el recuerdo- simulo: es una fotografía que dura menos de un segundo. 

Mi hermano y yo traemos pantalones de pana, playeras de manga larga, a rayas. La mía no la recuerdo pero la de él es de varios azules con vivos rojos. Los dos, aún, usamos zapatos ortopédicos. Los dos tenemos las rodillas manchadas del verde del pasto. Mi padre, vestido con ropa fina -ha escapado del trabajo-, parece estar decidido a dejarla inservible jugando junto a nosotros. Mi hermano le pega con la derecha, se siente ¿Benjamín Galindo? y yo, en el arco, emulo a ¿Pablo Larios?, que se tira a todas como una saeta. 

La estampa parece bucólica -y quizá lo sea- es una bella forma de ponerle piezas a lo que llamas comunidad: a esa estampa en la que mi padre se lanza -como queriendo volar- ante un tiro libre de mi hermano y, mientras está suspendido, con las piernas cortas dobladas -se escucha la música de Odisea 2001-, un hombre -que es mi padre en sus treintas- intenta gatear con el cuerpo suspendido para alcanzar una pelota. Él grita “Mazurkiewicz” para anunciarnos que se siente el arquero uruguayo de esos tiempos y yo, en cuanto veo pasar esa ráfaga de la memoria, a mi vez, imito a mi padre (suena Richard Strauss todavía) e intento -ingrávido- capturar-detener-parar ese obús vertiginoso que orbita como un anillo de Saturno en mi memoria.  

Luis Felipe Pérez

  • Fotografía: Archivo Luis Felipe Pérez
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