Los pasos me llevaron a aquel departamento. No era difícil. Había que hacer la figura de una ele mayúscula. Se caminaban unos dos kilómetros por la avenida principal y luego se daba vuelta por esa misma banqueta y se recorrían dos cuadras y media. Allí estaba el edificio de cinco pisos, diez viviendas amplias de tres recámaras, baño completo, cocina, comedor, sala, área cubierta de lavado, un medio baño y un pequeño cubo de luz.
Había llegado un día antes de que iniciara el evento. Llamé al número telefónico que se indicaba en la página web. Me atendió una voz femenina, amable, con ese cantarino inconfundible de la zona, mezcla de irreverencia y calidez. Quería caminar la ciudad como en otros tiempos. Apenas tengo una habitación, después esto se llena por el congreso de Procter and Gamble. Voy a eso le expliqué. Tengo reservación para los siguientes tres días, sólo que quiero hacer algunas gestiones. Le pido por favor que me vincule las reservaciones. Claro, aquí lo esperamos. Y allí murió.
No avisé a mis dos o tres contactos encargados de la plaza. Deseaba ir por allí y por allá, vagar, aunque fueran unas pocas horas. Los días del congreso serían pesados, aburridos, las nuevas políticas de venta y de publicidad, las nuevas tecnologías y la venta en línea, la crisis de mercado, incluso las reuniones recreativas que eran de toda la noche y recomendaban no salir del hotel, el ambiente de inseguridad, como en todo el país, obligaba a ponerse hasta las chanclas en los bares o salones de fiestas, incluso en las habitaciones, pero sólo dentro del hotel.
Fiel a mi principio de darle la vuelta a la manzana y conocer el lugar de manera expansiva, aumentando el círculo, constaté que los treinta años de distancia habían cambiado la ciudad, la habían hecho más amable a la vista y al zapato, ahora las banquetas eran más parejitas, no con esas irregularidades que provocaban buenos traspiés. Después volví a la calle principal y me dirigí al sur. Empezaba el calor, la actividad era ya intensa y el sol estaba alto, cono ese frenesí de las ciudades cálidas que le adelantan a la hora de mayor temperatura. Así se dedican a almorzar fuerte, a serenarse, antes de volver a la brega. Era otra ciudad y algo conservaba de la que, ególatra sin remedio, consideraba mía.
Fui caminando con calma, recordando mi sensación de agrado ante un ligero frescor al desplazar el aire. Eran oasis al caminar, una cierta brisa que desaparecería por el resto de la jornada y que no supliría el aire acondicionado, ni siquiera ese intenso rugir de los supermercados, a los que de vez en cuando se recurría para que le volviera un alma equilibrada en grados Celsius al cuerpo.
Crucé los cuatro bulevares, el segundo con la farmacia en una esquina, desde donde yo, entonces, llamaba por cabina al resto del país, antes de que se popularizaran los de monedas. Apenas abrían la librería que se había instalado por el tiempo en que regresé a Guadalajara. Ya no estaba por allí la central camionera que nos tornaba tan común el paso de los grandes camiones de pasajeros. Mi memoria fotográfica dudó, por allí estaba una distribuidora de equipos de refrigeración ambiental. Era momento de girar a la derecha.
Caminé la primera cuadra como si avanzara por un pasillo lleno de bruma y algodones, el enrarecimiento propio de lo extraordinario, aunque no haya pasado algo notable. Es en la mente a causa de la mente. Recordé, al pasar la calle transversal, que un día salí por aquí, por la otra acera, presto a cruzar la sierra y llegar al altiplano, y me topé con una camioneta Jeep que tenía instaladas unas llantas más grandes que el vehículo, más grandes que las de un tractor o un Caterpillar. Una especie de sugerencia de botas de siete leguas para el viajero en el espacio y en el tiempo.
Avance hacia el tercer tramo, con la casa grande de jardín inmenso y perros retozones. Ahora habían sustituido los barandales por portones sin rendijas. Allí estaba ya, a la vista. Lo habían acicalado bien. Ahora había que tocar el timbre para que alguien abriera la puerta principal y el acceso al estacionamiento estaba controlado. Mayor seguridad. Los balcones del departamento que conocí estaban cerrados. Se oía el crujir de los aires acondicionados. Bien podía regresar ahora, buscar la alternativa de la calle paralela a la principal y buscar aquella birria de chivo que me alimentara tantos días felices.
En la pared exterior del balcón volante había un anuncio SE RENTAN DEPARTAMENTOS INFORMES 52 003 001 23 44. Iba a anotar el número y reparé en el invento del hombre blanco, el celular. No necesitaba echar mano de la pluma. Todavía pensaba registrar la enorme cifra y llamar desde el hotel. ¿Y luego? Como éstas dijo Gestas. Marqué.
Pregunté por el departamento. Me dijo están libres el 1 y el 6. Uno tiene vista a la calle, el otro no. Lo sabía. ¿Cuándo los puedo ver? Usted dígame, yo vivo en el 2. Estoy afuera del edificio le digo, ¿puede ser ahora? Es extraño que las cosas sucedan, que en estos años de desconfianza bien ganada, se tenga paso libre para que se despejen algunas líneas del libro de tu vida. Será la ventura que sopla y va acallando los piquetes de las pulgas de un pasado que es eso, agua que no ha de tornar, pero que exige se le recuerde, se le confronte, se le ajusticie.
Toque el botón 2. FAMILIA LIZÁRRAGA. Se oyó el rechinido de la puerta al destrabarse. Avancé hacia la segunda sección de los departamentos. La caminé muy pocas veces. Me abrió una mujer con unas llaves en la mano. Véalo, estoy dando de desayunar a mis plebes, nada más le encargo que cierre bien y me las traiga cuando lo haya visto. Ya si le interesa le digo las condiciones.
Regresé al frente, subí las escaleras, metí las llaves y la desnudez del espacio me avasalló, como si lo necesitara. Eran emociones que no había esperado tener, porque más bien había pensado caminar, cotejar los cambios de la ciudad, traer a mí lo que pensaba entonces, lo que pretendía hacer con la madeja de mi vida. Eran paredes desnudas y de un ligero rosado. Avancé al centro de la sala y pude ver las casas de enfrente. Eran diferentes, todas habían cubierto su área de estacionamiento. Pasé a los cuartos y entonces recapacité que el ruido de antes pertenecía en general a los aires de la zona, era el rumor típico de una ciudad caliente, pese a que la temporada alta aún no llegara.
Obvio, el espacio era un vacío que llenaba aceleradamente la memoria, aquí estaba la mesa, allá una cama, más allá mi cuarto de productos en promoción, la estufa y el refri. Fui paso a paso, viaje al fondo de la noche, para recordar un título que me recomendaron y nunca encontré. Avancé al cuarto de tendido, ahora había un boiler muy nuevo, su instalación era reciente, aquí lo metálico se acaba pronto. Y lo no metálico. La naturaleza es rica y tragona. Pude revisar el baño. Era un cuadrito apenas. Recordé una madrugada en que angustioso revisaba un estado de cuenta donde había un error y no lo encontraba. Era patético. Encerrado, el calor que salía de todos lados, y la cifra que se negaba a revelarse. Estaba solo, eso sí, sólo con mi cámara de registro, mi mente que angustiada se permitía ver mi angustia.
Sólo quedaba el cubo de luz. Era un cuadrado de no más de dos metros por lado. Seguía pintado de amarillo canario. Allí recordé que alguna tarde habíamos encontrado el lugar adecuado para zarandear un pescado, un pargo de buen tamaño que hizo las delicias de una decena de comensales. Dos o tres permanecimos en la faena y después se agregaron por momentos los otros, apenas si cabíamos, hasta que la tarde vino y sólo nos quedamos los cuatro de la casa, rumiando historias, llevando y trayendo recuerdos, en ese momento en que estábamos juntos, después de separar los pasos, sólo para, tarde o temprano, regresar a la diáspora.
En la pared de frente a la entrada vi una discreta ranura. Metí el dedo. Algo se movió. Lo atraje con la punta. Era una grapa de cerveza. Tenía una parte pintada de amarillo. Era claro que el albañil no había resanado ese hueco entre ladrillos, que o no lo había visto o lo había dejado así por hueva. La grapa seguramente cubrió el hueco después del paso de la brocha y luego el líquido se encogió y luego pasaron los años. Puse la figura de metal en mi dedo. La pieza estaba completa, con la laminilla que viene pegada a la tapa de la lata. Algunos niños dicen que son anillos valiosos.
Curioso, volví al hueco y pude ver algo más adentro, un papel o un trapo. Intenté con la grapa, pero se hundía más. Busqué entre mis cosas y, por fortuna, suelo cargar unas pincillas para arrancarme las cejas y los pelos de la nariz. No sin dificultad pude extraer a ese invasor entre ladrillos. Era una hoja de papel, doblada, pequeña, menor a las de libreta de taquigrafía, similar a las de agenda de bolsillo.
Trais
Pescadote pargo labregón gordo y de ojo bien brillante
Camarón lo hueles bien no te vayan a dar del que ataranta
Jitomate que aquí llaman tomate
Tomatillo que na ma pa llevar la contra nosotros nombramos tomate
Cilantro que en otros lugares le apedillan bien gacho
Cebolla morada que nosotros ponemos a los pies de los difuntos
Cebolla blanca que a todos hace llorars
Chile serrano no toreado
Chile seco pa que nos hagas una buena salsa
Lo que sea tu santa voluntá que espero hoy sea muy santa
Las frías las compras en donde siempre
Tquchpm
Sonreí al sentir el piquete del recuerdo. Envolví otra vez el papelito y lo metí a la bolsa de mi camisa. Llevé las llaves. La mujer sólo sacó la mano y la verdad yo no quería verla. Me sudaban las ojeras. Le dije, le llamo más tarde para ponernos de acuerdo.
Regresé al hotel y mis esperanzas de mayor excursión fracasaron. Me topé en la recepción con los organizadores y el resto fue de beber en el bar. Allí comimos y cenamos. Para tener un pie en mi intención inicial, ordené un caldo de cola de res y una cabrería. Pedí más tarde camarón en agua chile.
Subí pasada la media noche a mi habitación. Antes de retirarme, creo recordar que me pidieron mi número de celular. Busqué el aparato porque suelo olvidar mi número. Salió de nuevo aquel papelito. Lo desdoblé y lo leí. El que solo se ríe, de sus maldades se acuerda, dijo mi par. Escondí mi maldad. Saqué el aparato y pude darles lo que pedían. Entré al elevador. Iba bastante borracho. Me tiré a dormir vestido. En la madrugada desperté con la garganta irritada. Apagué el aire acondicionado, me desvestí y me metí debajo de las cobijas.
Pasé el congreso en lo de siempre y regresé como siempre. Cuando deshice mis maletas, ya en Guadalajara, ya en mi casa, recordé mi visita y el papel. No lo encontré, por allí estará unos treinta años dispuesto a quemar la memoria.
- Ilustración: Marc Chagall
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mi mente que angustiada se permitía ver mi angustia.
que frase matona