Devendra Banhart iluminó el Plaza Condesa de la Ciudad de México con una constelación de memorias y su predicamento folk. Una disonancia cognitiva que apela a la libertad.
Diez más siete minutos antes de las nueve y todavía se podía caminar sin obstáculo alguno al interior del Plaza Condesa en la Ciudad de México. Un recinto joven que ha sido testigo de expresiones musicales tan diversas, que lo que sus muros exponen no es solamente una interesante caligrafía arquitectónica firmada por Muñohierro y Esrawe, sino la mirada unísona de cientos de personas que sin falta llenan este espacio en cada evento que promueve.
El de esta ocasión fue un concierto de Devendra Banhart. Dicta el canon de la narrativa que es ahora cuando debería profundizar en la revelación y crónica de la puesta en escena que este dibujante de canciones folk extraterrestriales ofreció en punto de las nueve y media… pero a mí me revientan los cánones y sé que a Devendra también, por ende, regresaré después de dos párrafos con él.
Acudí al concierto solo, en un absurdo intento de despertar mis arranques adolescentes para encontrarme con mis influencias sin consentimiento ajeno cerca de mí, o tal vez inspirado por la idea de creer que me voy a morir de soledad, lo sé. No obstante rápidamente topé con Leo, un novel artista de la calle que buscaba convencerme de que el Parque México, entre las tres y las cinco de la mañana, guardaba incontables secretos en sus jardineras, desde bachas de cigarro y harapos en mediano estado, hasta benditas botellas de mezcal sin abrir, botín de algún mesero de la Condesa que las escondía para beberlas acabado su turno.
Los conciertos de Devendra evocan el velo del teatro; una disonancia cognitiva que apela a la libertad
Coincidí con Leo en la compra de una cerveza de esas que pides como “dobles” y en la interrogante de conocer quiénes serían los abridores de la velada; esperando, justo así es como pasábamos el tiempo. Con el lambrín de madera y la vitrina vintage del lobby del Condesa atendiendo nuestra conversación sobre Waits, Parnassus y el Espejo Negro, escuchamos de repente los primeros acordes tras el telón. En ese momento nos difuminamos entre los espectadores, prosiguiendo cada uno con su trago y sus expectativas del concierto. Te deseo buena ventura Leo, la gente buena sólo goza nunca hay pena.
Devendra Banhart es para mí el sonido de momentos que me marcaron. Mi primer contacto con él fue gracias a mi hermano menor y su terco apetito por el arte; mis visitas posteriores a su música fueron acompañándome a distintos territorios cuyos idiomas no coincidían en absoluto con mi lengua natal. ¿Pero de qué reputas sirven estas menciones a efectos del texto? Lo mismo me pregunté a media estrofa de la primera canción, una vez que caí en cuenta del lugar y el momento en el que estaba.
Decidí por tanto que el curso de estas líneas no sería en un sentido formal o bajo la instrucción de convencer que el espectáculo de este músico de raíces venezolanas es digno de calificarse. Así que me valió tantita madre el orden de las canciones o apuntar en el dispositivo telefónico el repertorio de manera adecuada, y simplemente me entregué a la honestidad de la palabra de Devendra y todo lo español que desafina.
No fueron matices amarillos, verdes ni marrón los que inundaron la sala; fueron el magenta y el blanco de las luces, propios de la divinidad y la paz, atmósfera ad hoc con el carácter chic mesiánico que desde un principio de su carrera adoptó nuestro intérprete. Su andar por el escenario, como de costumbre, es suave y delicado con un toque taumatúrgico. Estamos frente a un gurú que envuelve con su lírica, una sacerdotisa de la humildad, un fantasma corpo real.
Los conciertos de Devendra evocan el velo del teatro; una disonancia cognitiva que apela a la libertad. El del Condesa fue una especie de mandamiento sin penitencia, donde no importaba la potencia del sonido o lo claro del idioma, ni siquiera la secuencia ecuánime de las letras. Podría comentar que a medio concierto la obra cayó en una suerte de letargo, pero prefiero evidenciar la sagrada hipnosis, la voluntad de apropiarte de cada tema, de revivirlo, de dedicarte de lleno a su idea. Alguna vez entrevistado, Banhart mencionó lo mucho que le sorprende que el público continúe coreando sus canciones. Quizá es porque en cada ocasión toma por sorpresa nuestra memoria con esa entelequia folk, traviesa y rebelde; tal vez sea nuestra necesidad de encontrar la esperanza en una vieja canción popular para asegurarte de que la puedes seguir cantando, o simplemente entender que todos los dolores pronto arcoirán.
Su andar por el escenario, como de costumbre, es suave y delicado con un toque taumatúrgico. Estamos frente a un gurú que envuelve con su lírica, una sacerdotisa de la humildad, un fantasma corpo real
La noche intentó vestirse de misticismo sin conseguirlo. Una estúpida trampa, objeto del pecado original denominado expectativa. Tampoco yo pude ordenar su playlist para compartirla con ustedes en su nomenclatura correcta. Si lo requieren puedo externarles que no faltaron las canciones donde brinda por su amor embriagándose con Miel Leilani, tampoco las de fiereza angelina que encuentras en su reciente Ape in Pink Marble, ni la de la pequeña Carmen para cerrar.
El tiempo contado se diluye para regresar a lo cotidiano de la calle que nos devuelve, coño. Pero este día no lo dejo al olvido. Devendra Banhart presentó aquí una constelación de metáforas, lo que algunos otros llaman su statement folk… Yo solamente presté toda mi vida para oírle cantar.
- Foto: Mateo Pazzi