Una exploración del efecto ‘tercera persona’ de Davison en la Era Digital, donde todos creemos ser inmunes a las ‘fake news’ mientras vemos a otros como crédulos. Miramos cómo las cámaras de eco amplifican nuestra falsa sensación de superioridad informacional y la ironía de nuestra ceguera selectiva.
El momento de la epifanía llegó mientras scrolleaba entre cadáveres de verdades a medio digerir. Mi tía compartía otro artículo sobre vacunas magnéticas, mi ex-compañero de universidad juraba que los pájaros no existían, mi vecino posteaba evidencia irrefutable de chemtrails (las estelas que dejan los aviones en las nubes y que se cree que son químicos para hacernos enfermar). Pobres idiotas, pensé, mientras el algoritmo me servía mi dosis matutina de confirmación, cada titular era una inyección intravenosa de superioridad moral. El sabor era terroso, casi salado.
Fue entonces cuando lo vi: mi reflejo en la pantalla negra del teléfono muerto. Por un segundo —solo uno, antes de que la batería resucitara— vi mis pupilas dilatadas como las de ellos, mi mandíbula tensa con la misma certeza, mis dedos temblando con idéntica adicción a la verdad que acagaba de atragantarme. Pero no. Imposible. Yo leo fuentes confiables. Yo verifico datos. Yo no soy como ellos.
W. Phillips Davison debe estar revolcándose en su tumba, o mejor aún: riéndose. En 1983 describió el efecto tercera persona como esa deliciosa ilusión de que los medios afectan a otros, nunca a nosotros. Pero Davison vivía en un mundo donde las mentiras viajaban en papel periódico, no en fibra óptica. Donde la desinformación necesitaba imprenta, no apenas un pulgar creativo y conexión Wi-Fi.
La textura de la superioridad informacional es granulosa, como café instantáneo frío. Se asienta en el fondo de tu garganta mientras scrolleas; cada fact-check es un grano que confirma tu inmunidad. Miras las estadísticas: el 73% de los usuarios admite haber compartido noticias falsas. Sonríes. Tú eres el 27%, obviamente. Siempre has sido especial.
Daniel Kahneman lo llamaría sesgo de optimismo, pero es más visceral que eso. Es el sabor de la ironía no detectada, el olor a ozono de las neuronas friéndose mientras procesamos selectivamente información que confirma nuestra brillantez. Cada vez que identificamos noticias falsas en el feed ajeno, nuestro cerebro segrega una microdosis de dopamina. Yo no habría caído en eso, susurra el córtex prefrontal, mientras ignora olímpicamente el artículo dudoso que compartiste ayer porque confirmaba tus prejuicios sobre [inserta aquí tu tema favorito].
La verificación de hechos,(fact-checking) es selectivo tiene su propia coreografía. Verificamos obsesivamente las fuentes cuando contradicen nuestras creencias, pero tragamos sin masticar cuando confirman lo que ya sabíamos. Y saboreamos tener razón
Revisamos los hechos para sus mentiras, y nos inclinamos por la intuición para nuestras verdades. Es como ser alérgico solo a la comida que no te gusta: conveniente, sospechoso, probablemente psicosomático.
Una amiga —doctora en literatura, con una mente supuestamente crítica— me envía un video de WhatsApp. “Mira esto”, dice el mensaje, seguido de diecisiete emojis de ojos abiertos. El video pixelado muestra algo borroso que podría ser un OVNI, el Chupacabras, o simplemente un dron con Parkinson. Ella, que me enseñó a cuestionar todo, ahora cree en conspiraciones que harían sonrojar a Mulder y Scully.
Pero aquí está el giro del cuchillo: yo también tengo mis videos pixelados. Solo que los míos vienen con mejor resolución, fuentes aparentemente más creíbles, un barniz de respetabilidad académica. Como si la credibilidad fuera una cuestión de diseño gráfico y no de epistemología.
En la teoría de la disonancia cognitiva Leon Festinger advierte que: el dolor mental de sostener creencias contradictorias es tan intenso que preferimos distorsionar la realidad antes que admitir error. Pero en las cámaras de eco digitales, ni siquiera necesitamos distorsionar. El algoritmo lo hace por nosotros, sirviendo realidades à la carte, cada una perfectamente sazonada para nuestro paladar ideológico particular.
El sabor de la verdad personalizada es umami artificial, ese quinto sabor que no puedes definir pero reconoces inmediatamente. Facebook te conoce mejor que tu terapeuta. Google predice tus preguntas antes de que las formules. Twitter sabe exactamente qué indignación servirte con el café matutino. Es nutrición informacional diseñada en laboratorio: sabe a comida real pero está hecha de proteína de grillo y buenos deseos.
Hay un experimento que nunca nadie hace: tomar tu timeline y el de alguien con ideología opuesta. Compara la narración. Al final verás que son universos paralelos donde los mismos eventos tienen villanos y héroes invertidos, donde los hechos se doblan como luz cerca de un agujero negro ideológico
Pero nunca lo hacemos. ¿Para qué contaminar nuestra realidad curada con sus mentiras tóxicas? Cada casa con sus propias leyes de física, su propia tabla periódica de elementos verdaderos. Tu vecino vive en otra dimensión informacional. Sus átomos de verdad tienen valencia diferente. Su gravedad narrativa atrae otras lunas.
El momento más candente del efecto tercera persona ocurre en los comentarios. En el pantano originario donde la humanidad va a fermentar. “¿Cómo pueden creer esto?”, escribes, genuinamente perplejo por la estupidez ajena, mientras ignoras que ellos escriben exactamente lo mismo sobre ti, con idéntica perplejidad, igual convicción. Es como un espejo infinito de condescendencia mutua. Cada bando convencido de su superioridad cognitiva, cada tribu segura de su inmunidad al engaño. Los estudios de Hugo Mercier y Dan Sperber sobre razonamiento motivado muestran que somos abogados, no científicos: buscamos evidencia para ganar argumentos, no para encontrar verdad. Pero eso les pasa a otros, claro. Nosotros somos diferentes.
La demografía del autoengaño es democrática. Los millennials se burlan de los boomers que caen en fake news de Facebook mientras tragan desinformación de TikTok. Los universitarios desprecian a los sin estudios mientras comparten papers no revisados que confirman sus prejuicios. Los ateos racionales citando estadísticas falsas sobre religiosos crédulos. Es un ouroboros de superioridad mal dirigida, cada segmento tragando la cola del otro mientras cree estar en la cima de la cadena alimenticia.
Hay un sabor específico en descubrir que compartiste fake news. Es como morder papel aluminio con empastes: un shock eléctrico que recorre desde los dientes hasta el ego. Primero viene la negación (la fuente parecía legítima), luego la racionalización (el mensaje general sigue siendo válido), finalmente el borrado silencioso, esperando que nadie haya hecho screenshot.
Pero aquí está la perversión: incluso cuando admitimos error en un caso específico, no generalizamos la lección. Fue un desliz, una excepción. No somos como esos otros que caen constantemente. Somos turistas en el país de la desinformación, no residentes. Visitamos por accidente, ellos viven ahí por elección.
Elisabeth Noelle-Neumann habló de la espiral del silencio, pero hay también una espiral de certeza: mientras más rodeados estamos de quienes piensan como nosotros, más seguros estamos de nuestra inmunidad al error. Es un círculo vicioso lubricado con likes y retweets, cada validación social otro ladrillo en el muro de nuestra infalibilidad imaginaria
La educación mediática sabe a medicina para niños: necesaria pero infantilizante. “Verifiquen fuentes”, dicen los expertos, como si no supiéramos. “Cuestionen todo”, predican, excepto su autoridad para decirnos qué cuestionar. Es alfabetización digital servida con condescendencia, cada lección otro timbrazo de que otros necesitan educación, nosotros solo necesitamos refinamiento.
Eso si. El problema no es falta de herramientas críticas. Es exceso de confianza en nuestro uso de ellas. Somos como niños con navajas suizas, convencidos de nuestra destreza mientras nos cortamos sistemáticamente. Cada curso de fact-checking que tomamos, cada artículo sobre sesgos cognitivos que leemos, incrementa nuestra sensación de inmunidad sin incrementar nuestra inmunidad real. Paul Lazarsfeld y Robert Merton escribieron sobre la “disfunción narcotizante” de los medios: consumir información nos hace sentir informados sin estarlo realmente. Pero en la era digital es peor: nos sentimos críticos sin serlo, escépticos selectivos que aplican rigurosidad quirúrgica a las creencias ajenas y homeopatía a las propias.
Mi algoritmo me conoce como un dealer conoce a su cliente: sabe exactamente qué pureza de sesgo de confirmación puedo tolerar, qué corte de disonancia cognitiva me mantendrá enganchado sin overdosis. Me sirve verdades a medio cocer que saben a victoria, mentiras vestidas de datos que confirman mi superioridad moral.
Jürgen Habermas soñaba con la situación ideal de habla, pero vivimos en la situación ideal de sordera: cada uno gritando su verdad en una cámara de eco perfectamente aislada, convencidos de que el problema es que otros no escuchan, no que nosotros no oímos. El feed es un buffet de autocomplacencia donde cada plato está etiquetado como “nutritivo” pero es puro azúcar narrativo. Artículos sobre por qué la gente como yo es más inteligente, estudios que prueban que mis enemigos ideológicos son estúpidos, gráficos que demuestran que mi tribu tiene el monopolio de la racionalidad. Es pornografía intelectual: satisfacción instantánea sin intimidad real con la verdad.
La estrategia para generar autocrítica informacional es simple en teoría, imposible en práctica: admitir que somos el otro. Que cuando hablamos de “la gente que cree fake news”, hablamos de nosotros en un espejo que no reconocemos
Que nuestra inmunidad percibida es el síntoma más agudo de nuestra infección. Pero el cerebro rechaza este trasplante de humildad como un cuerpo rechaza un órgano incompatible. Duele físicamente considerar que podríamos estar equivocados, que nuestras verdades más queridas podrían ser mentiras bien comercializadas. Es más fácil, infinitamente más cómodo, mantener la ficción de nuestra superioridad epistémica. Chris Argyris lo llamó “incompetencia competente”: mientras más expertos nos creemos, menos capaces somos de detectar nuestra inexperticia. Es el Dunning-Kruger de la era digital: no sabemos lo que no sabemos, pero estamos seguros de que otros saben menos.
Hay momentos de claridad, como cuando la fiebre rompe. Vez algo que compartiste hace años y te avergüenzas. ¿Cómo pude creer eso? Pero inmediatamente viene la racionalización: era diferente entonces, la información era limitada, has crecido. No consideras que en cinco años mirarás lo que compartes hoy con idéntica vergüenza. El ciclo es eterno como el scroll infinito. Cada generación convencida de su sofisticación mediática, cada época segura de haber superado la credulidad de la anterior. Pero los mecanismos son los mismos, solo cambian los medios. Ayer radio, hoy algoritmos, mañana implantes neurales. La constante es nuestra certeza de ser inmunes.
La ironía definitiva —dulce como veneno, clara como vodka— es que este mismo ensayo será compartido selectivamente. Los que se sientan validados lo postearán como evidencia de la credulidad ajena. Los que se sientan atacados lo correrán como otro ejemplo de arrogancia intelectual. Nadie, absolutamente nadie, lo leerá como un espejo.
Termino donde empecé: scrolleando entre cadáveres de verdades, pero ahora con la náusea del reconocimiento. Mi feed es un cementerio de certezas donde entierro mis dudas. Cada click un voto por mi versión de realidad, cada share una plegaria a mi dios-algoritmo particular.
W. Phillips Davison murió en 1995, antes de Facebook, antes de Twitter, antes de que su efecto tercera persona mutara en esta hidra digital donde cada cabeza cree que las otras ocho están alucinando. Si pudiera vernos ahora, probablemente no sabría si reír o llorar. Probablemente haría ambas. Porque al final, la única verdad incontrovertible es esta: ahora mismo, mientras lees esto, estás pensando en alguien que necesita leerlo más que tú. Alguien que realmente cae en fake news, que realmente vive en una cámara de eco, que realmente necesita despertar.
Ese alguien, querido lector inmune, somos todos.
Pero no tú, claro.
Nunca tú.
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