“Vivir en México es jugártela día con día, a veces ganas y la cuentas; a veces, no”. (Días de gracia. Una película de Everardo Gout)
¿Cuántas muertes sufre una madre, un padre de familia cuando un hijo o hija desaparece o es asesinado? ¿Cuántas veces la sombra de la incertidumbre se aposenta en la memoria de una familia que un día vio salir a uno de sus miembros del hogar y no volvió a saber de él o ella?
En el documental, Las tres muertes de Marisela Escobedo (2020), dirigido por Carlos Pérez Osorio, se cuenta la historia real de una madre de familia que, ante la inoperancia de las autoridades policíacas en México, decide ir ella misma en busca del asesino de su hija.
Y Marisela Escobedo muere tres veces: la primera, cuando se entera que su hija ha sido asesinada por su novio; la segunda, cuando en un veredicto inverosímil, se le concede la libertad al acusado y la tercera, cuando ella misma es asesinada de un disparo en la cabeza mientras grita y pide justicia frente al palacio de gobierno en Chihuahua.
Dentro de lo atroz del escenario descrito, se suma un paisaje aún más devastador que define el tipo de sociedad y gobierno que puede llegar a conformarse dentro de un país, dicho escenario funesto se basa en que tales historias se vuelven recurrentes, repetitivas… normales.
La normalidad de la violencia ha convertido a México en una gran fosa común que alberga a desaparecidos, levantados, asesinados y toda esa suerte de semántica macabra tan habitual
Y esa violencia nos hace voltear a otro lado o, peor aún, deja de sorprendernos porque simplemente es lo cotidiano, la novedad que ha dejado de contrariarnos siempre y cuando no nos alcance en nuestro diario vivir.
En resumen, un país violento genera un extenuante loop de sangre que provoca como a Marisela Escobedo, una serie de muertes no solo literales, también simbólicas y representativas de un sistema de justicia en México que no carbura, reflejado en la impunidad y en la extenuante cantidad de expedientes judiciales que se archivan para recordarnos que la muerte ha hecho efectivo su permiso de actuación.
El cine como forma de manifestación artística hace un eco doloroso, pero necesario, de la violencia que vive un país como el nuestro y ese ruido lúgubre vuelve a recordarnos nuestra vulnerabilidad a partir de otra historia que narra el infierno de una madre que busca a su hijo.
Sin señas particulares (2020), de la debutante Fernanda Valadez, una joven directora, ejercita un impresionante pulso narrativo para mostrarnos desde la pantalla grande todo el infierno de un migrante y una madre desesperada que “necesita saber”
Los meses pasan y Magdalena (enorme Mercedes Hernández), no sabe nada de su hijo. Quiere saber que pasó con él, saber si vive, si ha muerto. Es entonces que Magdalena se adentrará en el México bárbaro, sangriento y envuelto en una violencia que lacera, humilla y vacía a todo aquel que busca respuestas para dar con el paradero de todo aquel que un día no se supo a dónde fue a parar.
Fernanda Valadez discurre la historia de su protagonista en una extraña calma narrativa, de emociones contenidas y un ritmo pausado en el periplo de Magdalena, personaje que apenas asoma su dolor, pero sabemos, la desgarra todos los días de su búsqueda.
Y ese ritmo pausado es el que duele en la historia porque al mismo tiempo está sobrecargado de una tensión terrible e intensa que el espectador comparte con la mamá y su laberinto interminable que asfixia, ahoga durante los casi cien minutos de la cinta.
Valadez incluso se da la licencia para dejarnos respirar al retratar incluso paisajes que bien podrían calificarse como hermosos. La cámara de su fotógrafa, Claudia Becerril Bulos, atrapa dentro del infierno de la incertidumbre, momentos de una belleza extraña en un mundo que no sabe más que comunicar miseria y desesperanza.
Con guion de la misma Valadez y Astrid Rondero, Sin señas particulares se adentra en la abulia o el cinismo de las autoridades
Una escena de la película nos recuerda el vía crucis que representa ligarse a la justicia mexicana: Magdalena es invitada a que firme el certificado de muerte de su hijo aún sin saber qué es lo que pasó realmente con él, pero otra mamá en las mismas circunstancias que ella, le aconseja que no lo haga porque eso significa aceptar el fin de la búsqueda por parte de la policía.
El ir y venir agotador del trámite, de la inacción, el inconsolable estado de ánimo de quien no sabe nada del ser querido y que por cotidiano es devastador en su incurabilidad y el estado catatónico en que se puede sumir un país que destila el color rojo como distintivo de un territorio hostil incluso para sus habitantes.
Basada en la historia criminal de un país como el nuestro, Sin señas particulares no da tregua ni esperanza al que busque en esta historia motivos para el optimismo, Valadez y Rondero son contundentes en su narración, despliegan una forma de contar que va in crescendo para asestarnos un final demoledor y sin piedad alguna para el que observa la pantalla en búsqueda de una luz dentro de ese túnel negrísimo que representa el gran teatro del absurdo y la tragedia de México.
Sin señas particulares se une a una serie de películas que han retratado al menos en lo que va del siglo XXI, historias en torno al secuestro, la migración, la impunidad del crimen organizado, la corrupción de los gobiernos
Flagelos que han sido llevados al cine por cintas o series como Heli, de Amat Escalante; Días de gracia, de Everardo Gout; La civil, de Teodora Mihai; El infierno, La ley de Herodes y La dictadura perfecta, de Luis Estrada o series y documentales recientes como Somos, de James Schamus; Las tres muertes de Marisela Escobedo, de Carlos Pérez Osorio o La libertad del diablo, de Everardo González.
Cintas como la de Valadez y Rondero y las mencionadas líneas arriba, son necesarias en tanto rompen con esa indiferencia característica de quien ya ha perdido la capacidad de asombro y en esa pérdida de la sorpresa, abonamos a la capacidad escalofriante de la violencia, a la estadística del número de ejecutados y desaparecidos “a ese jugársela en México día con día para a veces ganar y contarla. Quizá”.
Próximamente: ese atroz tormento de la fama y la celebridad
Esta Road Movie abordará en sus próximas entregas, un extraño concepto que, si bien ha rondado la psique humana desde que el homo es sapiens, son estos tiempos cuando la sed del like y la sobreexposición dominan con mayor rigor la estupidez del hombre que busca vender su alma al diablo por la mayor cantidad de seguidores en sus redes sociales.
Para tal abordaje, nuestro espacio se ocupará de dos cintas tan divergentes en el tiempo como en latitudes: El rey de la comedia (1982. Martin Scorsese) y Sweat (2020. Magnus von Horn).
Espérelas.
- Fotograma: Sin señas particulares