¿A dónde se fue el tiempo?

La pregunta surge de un enorme vacío interno. A usted, que ha sido lo suficiente meticuloso como para archivar sus conversaciones y algunos correos electrónicos, se le ocurre dar una vuelta por el pasado. Recorre días, meses, y le da un poco de susto cuando, luego de un rato, se da cuenta de que está leyendo una conversación de hace ocho años.

«Esto es maravilloso y, a la vez, una maldición» piensa, refiriéndose a esa facilidad que nos ha dado la tecnología de guardar las conversaciones y volver a ellas en cualquier momento.

Unos días más tarde, organizando papeles viejos, encuentra la correspondencia entre sus bisabuelos, primorosamente guardada por la bisabuela. Cada carta en su sobre, uno encima del otro y ordenados por fecha. Todo ello, atadito con un listón descolorido por el tiempo, envuelto en papel de china también descolorido, el pequeño paquete metido dentro de una vieja caja de galletas.

La ternura: «esto de ser guardón es de familia»; la duda: «los archivos digitales, ¿irán a durar tanto como estos papeles centenarios?»; la reflexión: «la tecnología no nos ha cambiado en este sentido, a las cartas físicas también se puede volver aunque no sea tan fácil como a las digitales».

Usted da una vuelta por el pasado y recorre ansiosamente conversaciones que duraron horas, días enteros

Busca algo, intenta señalar algo, intenta responder a una pregunta que no existe, una pregunta que le ayude a entender el pasado para explicar el presente y poder moldear su futuro, y la pregunta surge de nuevo, impertinente: ¿a dónde se fue el tiempo? Y entonces, en la lejanía, halla la respuesta: el tiempo no se va, el tiempo se queda con uno, dentro de uno, como la gota que horada la piedra, moldeando el presente y convirtiéndolo en ese futuro.

Cada vez más cercano. Cada vez más presente.

  • Ilustración: José Zarzi