La inteligencia es estructuralmente lingüística. Tanto nuestra conciencia como nuestra relación con el mundo se fundan sobre el lenguaje.

Estamos inmersos en la palabra de un modo definitivo, nos pasamos la vida hablando, con los demás, con uno mismo, en función de dar información e influir en la conducta propia y ajena, dos de las funciones básicas de la comunicación cuyos mecanismos determinan la acción: la palabra es la gran herramienta de la inteligencia ejecutiva.

Por ello, a la hora de pensar nuestra lengua, resulta del todo imprescindible ejercer un análisis introspectivo, no sólo de nuestra propia habla interior que es en definitiva la que articula nuestra subjetividad y nuestra voluntad, sino también sobre los discursos que de forma continua recibimos desde el exterior.

Debemos aspirar a ejercer una voluntad de conquista sobre el lenguaje en aras de que el nombre con el que designamos las cosas no pueda conducirnos a equívocos

Palabra, proviene del verbo griego “parabállein”, que significa “lanzar hacia” (para “hacia”, bállein “lanzar”), indica movimiento: “poner al lado”, es decir, “comparar”. Esa comparación simultánea de las cosas que llevamos a cabo mediante el análisis del pensamiento, se ordena a través de la palabra.

Sabemos también que la palabra tiene una función representativa, nos sirve para hablar de las cosas sin tenerlas delante, y otra función estructural, que sirve para instaurar el orden en nuestras reflexiones y nuestro mundo, es decir, poner mediante la palabra orden en nuestras especulaciones sobre la realidad, a la vez que ordenamos el mundo en forma de pensamiento. La palabra es en definitiva la gran hacedora de nuestro mundo.

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, reza la célebre frase de Ludwig Wittgenstein, uno de los grandes pensadores de la palabra. Pero ¿qué clase de mundo será ése si no lo sometemos al yugo de nuestra autoestimulación cognitiva? Desde luego que uno fácilmente manipulable, y esto lo saben muy bien quienes, ostentando la retórica por oficio y valiéndose de argucias, se sirven de la palabra con el objetivo manifiesto de ocultar evidencias e influir en la conducta de los demás distorsionando su visión de la realidad. Por ello, hacer una explotación autoconsciente del lenguaje, saber cómo la palabra preconfigura nuestra mirada, entender sus mecanismos, nos ayuda a no caer presos en alguna de sus múltiples trampas, a la vez que nos vuelve más conscientes de quienes somos.

En la revista El Estado Mental leí una interesante reflexión lanzada por el colectivo anarquista Comité Invisible,  en la cual, entre otras cosas, instaban a “volver a pensar las palabras, con el fin de forjar nuevos conceptos como armas”. La intensidad de la propuesta, para quienes sabemos del valor que posee la palabra y advertimos con cuánto subrepticio y violencia soterrada la utilizan desde el ámbito político, resulta prioritaria.

Por ello he descubierto con entusiasmo el libro de Carlos Taibo, escritor, editor, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid, y Enrique Flores, ilustrador del El País, quienes, no sólo se han propuesto desactivar el artefacto ideológico que subyace bajo ese uso manipulador de ciertos conceptos y palabras, sino que logran, por medio de la sagacidad y el humor, derribar los pilares centrales de la catalepsia argumentativa que ha universalizado una infinidad de eufemismos que resultan una seria amenaza, una plaga para nuestro razonamiento y modo de entender la realidad, paralizando una acción efectiva.

El método mediante el cual los autores llevan a cabo, en su libro Diccionario de neolengua. Sobre el uso políticamente manipulador del lenguaje (La Catarata, 2015), la tarea de iluminar el significado falaz de esa neolengua política que socava nuestro entendimiento, se funda en el mecanismo comparativo, que explicábamos antes, es la base del análisis del pensamiento y la palabra.

Mediante el certero uso de la ilustración como alegoría y del resorte de la sátira, los autores establecen una comparación entre lo que el término o concepto nos insinúa  y lo que subyace en tanto como realidad empírica, con grandes dosis de ironía y sarcasmo.

Taibo y Flores ayudan a despejar esa neblina impuesta por los convencionalismos de la lengua a fin de hacernos ver con mejor tino el enmascaramiento y desvirtualización que se filtra a diario a través del uso de ciertos neologismos

Decía Barthes que un significado nombrado es un significado muerto.  En este instante de la historia, la confrontación social existente entre los nuevos y los viejos modelos de lucha necesita de una inteligencia política capaz de cuestionar y repensar la misma cuestión revolucionaria, reelaborar sus estrategias, iluminar sus debilidades, a fin de efectivizar la resistencia. El ataque debe hacerse desde la no-violencia de la razón, liberar las cosas de su captación bajo los principios epocales comprendiendo los fundamentos éticos que los ahorman. En este sentido, la tarea práctica que ocupa el trabajo crítico de Carlos Taibo y Enrique Flores se inscribe como absolutamente necesaria: nombrar lo falaz a fin de aniquilarlo.

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Aquí algunos ejemplos extraídos del Diccionario de neolengua:

Competitividad: Hay quien piensa, de manera visiblemente distorsionadora, que, antes de que la palabra competitividad irrumpiera con fuerza, a lo que esta palabra retrata se le llamaba explotación y a quienes desplegaban esta última se les tenía por explotadores. Hoy, sin embargo, los explotadores asumen a menudo la forma de audaces emprendedores empeñados en acrecentar el bien común. Porque, como es bien sabido, el beneficio privado significa siempre, bien a veces por caminos alambicados, riqueza para todos.

Flexibilización del mercado laboral: En lo que a los mercados laborales se refiere, la ciencia ha conseguido violentar las agostadas leyes de la física tradicional. Y es que los ojos de ésta se sobreentendía que cuando se firmaba que una materia es flexible se enunciaba una virtud que obligaba a concluir que la materia en cuestión debía seguir, inevitablemente, a nuestro servicio. No es esto lo que ocurre en los susodichos mercados, en los que la flexibilidad remite a una mercancía de quita y pon. Menos mal, claro, que la práctica correspondiente no afecta a seres humanos.

Liberal-conservador: Reconozcamos que todavía no estamos preparados para tomar contacto serio con lo que nos espera. Por eso es preferible –en provecho de todos, como siempre- seguir recubriendo propuestas y conductas de la mano de fórmulas que en el pasado tuvieron algún sentido, pero hoy, por fortuna, lo han ido perdiendo. Es particularmente aconsejable emplear cuantas veces sea posible la palabra liberal, que de suyo se vincula con la libertad y la amplitud de miras. Y nadie podrá decir que en muchos ámbitos de la vida en los que ser un conservador no es respetable. La combinación de esos términos resulta singularmente eficiente a la hora de reivindicar la defensa de la autoridad, el orden instituido de la fuerza ejercida contra quienes inmoralmente disienten.

Terrorismo: Sabemos que, por definición, nadie que disfrute de poderes –puede ser- un terrorista. No pueden serlo, en particular, quienes con su sabiduría, bonhomía y pundonor han triunfado en la vida y quieres controlan instancias filantrópicas como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio. Lo suyo es agregar una evidencia: tampoco pueden ser terroristas los Estados y los ejércitos. Para demostrarlo, ahí está el hecho de que el actual presidente de Estados Unidos se haya hecho merecedor del Premio Nobel de la Paz.