Hay palabras que convergen en una época y en un espacio específico, luego, esas palabras son susceptibles de engendrar cariño, nostalgia por un tiempo ido, melancolía por el lugar desaparecido devenido en esperpentos arquitectónicos y en realidades antagónicas para lo que algún día fue lo cotidiano, el placer, los sueños, la fantasía del amor y el escape del mundo real que nos invitaba a vivir otras vidas durante dos o cuatro horas de permanencia voluntaria.

Las salas de cine de mi ciudad y en mi lejana niñez, hoy son fantasmas y espíritus que sólo algunos podemos ver, están ahí donde alguna vez las pudimos tocar, sentarnos en ellas, decirles que volveríamos el siguiente fin de semana, que preparara las palomitas, los refrescos y los dulces, las butacas de su planta baja y las del primer piso y el reclamo a la primea falla de proyección que desgañitábamos al grito centenario de ¡cácaroooo!

Las palabras y espacios idos sonaban como Madrid, León, Reforma, Américas, Estrella, Insurgentes, Buñuel, Plaza, palabras que no forman estrictamente un campo semántico porque de manera individual representan conceptos aislados, pero en mi contexto geográfico y en el de mi generación, son un sólo espacio y tiempo dividido en salas cinematográficas.

En la actualidad los viejos espacios han sido sustituidos por modernas salas que ofrecen los últimos adelantos tecnológicos, reductos más pequeños, cómodos a placer donde puedes oler, sentir, escuchar y saborear un acercamiento a la realidad de lo que ocurre en pantalla, una realidad virtual que amplía la posibilidad de apreciar con claridad las ideas estéticas de los actuales directores de cine.

La modernidad se agradece porque podemos, de manera prístina, atestiguar una nueva generación de innovaciones para ver el cine, con estructuras narrativas y descriptivas disruptivas

Aunque debemos decirlo, también visitar los complejos cinematográficos se ha vuelto profundamente oneroso, artículo de lujo que aleja a las grandes masas de la población para darle paso sólo a aquellos que pueden desembolsar hasta mil pesos en una sola exhibición de historias plasmadas en el celuloide… y sin permanencia voluntaria.

Por eso a veces extraño las viejas salas de mi ciudad. Extraño el Reforma y el Américas y aquellos días cuando todos los años de mi niñez y adolescencia, iba con mi familia a presenciar Jesús de Nazareth (1977) de Franco Zeffirelli, miniserie llevada al cine y en donde en cada visita me enamoraba de la virgen María o, mejor dicho, de Olivia Hussey, la actriz británica que la interpretaba.

O en esos mismos cines en donde los sábados me escapaba con mis amigos para asaltar las butacas y disfrutar de la matinée para ver las películas del Santo, el enmascarado de plata o alguna que otra película del cine mexicano.

Extraño el cine Plaza porque ahí, entre otras muchas películas, descubrí La guerra del fuego (1981) de Jean Jacques Annaud, la emocionante épica sobre los humanos primitivos y su dependencia del fuego como forma de sobrevivencia, aquella época donde el fuego lo era todo, miles de años antes que la electricidad tomara su lugar para calentar el mundo entero.

Mi nostalgia cinéfila también alcanza al cine Insurgentes. Ahí, en el norte de la ciudad, una tarde descubrí al David Bowie actor en la clásica Laberinto (1986) de Jim Henson. Película de aventuras en donde una casi niña Jennifer Connelly, interpreta a Sarah quien debía entrar en un laberinto para rescatar a su pequeño hermano secuestrado por duendes a cargo del Rey Jareth (Bowie).

Ese mismo día de Laberinto, cuando las salas ofrecían doble función, intermedios y permanencia voluntaria por el mismo precio, vi también Los Muppets asaltan Nueva York (1984) de Frank Oz y aunque ya adolescente y con otros intereses en la vida, recuerdo con gran placer a la rana René y su pandilla conquistando la mítica ciudad estadounidense. ¡Una gozada!

Hay que decir que algunos espacios me dieron con la puerta en las narices.

Una tarde de los años ochenta, mis amigos de la escuela secundaria y yo, arribamos al cine Estrella que estaba ubicado en el Blvd. López Mateos esquina con la calle Mérida para tomarnos el atrevimiento de apreciar una película de ficheras, joya de la corona del horrendo cine mexicano de esa época. Mis amigos entraron en tropel y a mí, quizá por mi baja estatura, me pararon en seco, probablemente pensaron que todavía era un niño y no un maduro adolescente que estaba listo para admirar las caderas de Sasha Montenegro o las curvas de Angélica Chaín o Lina Santos.

Decepcionado y solo, fui a parar como premio de recompensa al cine León y ahí me consolé viendo El triunfo de un hombre llamado Caballo (1983) de John Hough, una muy olvidable obra que únicamente recuerdo porque en el Estrella no me dejaron ver las aventuras sexuales de nuestros icónicos acores y actrices, hijos de la ficha más pura.

El Madrid también me dijo no alguna vez. Mi familia me llevó en mi adolescencia, a ver Los hermanos Karamazov, supongo que la versión de Richard Brooks de 1958. Me negaron la entrada, era muy pequeño para ver tal obra

Nunca he leído la novela de Dostoievski, ni he visto tampoco ninguna de las adaptaciones llevadas al cine, es un pendiente que tengo que saldar para saber por qué, una lejana noche de mediados de los ochenta, no pude acceder al cine Madrid de la calle 5 de febrero e Independencia.

Y qué decir de mi viejo Buñuel (la sala de cine), no Luis, el cineasta español. Siendo yo un estudiante universitario veinteañero y en compañía de mi amigo Ronnie Torres (QEPD), accedimos una tarde de los años noventa para ver la clásica cinta Calígula (1979) del italiano Tinto Brass.

Aspirantes Ronnie y yo a la categoría de comunicólogos y con ganas de revisar el cine de manera más académica (sí, por supuesto), entramos a un Buñuel ya en decadencia, con una ruina evidente al proyectar sólo películas pornográficas, y, sin embargo, no me queda más que agradecer el haber podido apreciar en su gran pantalla una película considerada hoy de culto para conocedores y sabedores del valor histórico y artístico del viejo Calígula, emperador romano.

Muchos años después, cuando he rebasado ya la mitad de la esperanza de vida actual, recuerdo las salas de mi ciudad y esas películas como un tesoro invaluable de mi memoria cinematográfica. Fueron y son mis propios Cinemas Paradiso, como aquel espacio conmovedor de la cinta de Giuseppe Tornatore.

Hoy, en esos lugares que ayer albergaron años y años de historia del cine, sólo vemos tiendas departamentales, negocios de distintos rubros o convertidos en espantosos estacionamientos de autos.

Nada queda ya de aquella época, únicamente los espíritus que rondan su otrora residencia, esos espíritus que sólo podemos ver los cinéfilos de toda la vida, los que habitamos continuamente sus butacas, sus dulces, sus palomitas.

Al paso del tiempo, como el Totó de Cinema Paradiso y convertido en periodista y crítico de cine, cubro esa deuda de la memoria con mis viejas salas de cine ya desaparecidas, pero absolutamente vivas en mis recuerdos más lejanos de mi niñez y adolescencia.

Intermedio

La Road Movie toma el intermedio para irse a disfrutar los dulces navideños, largas comilonas y algunas películas de fin de año. Volveremos en los primeros días de enero de 2025 para seguir amando el cine, así como Totó amaba la vieja cabina de proyección del Cinema Paradiso.

Abrazo grande a mis lectores y lectoras.

  • Foto: Especial