Hace tiempo que tengo claro que yo he de llegar un poco tarde a todo. Desde niño, pero sobre todo en la adolescencia fui corroborándolo, al menos intuitivamente. Mis pudores residían un poco en saber que había una suerte de diferencia entre lo que me sucedía a mí y lo que le sucedía a mis compañeros.

Pienso en el cuerpo, en los sudores y en la pubertad. Recuerdo mi extrañeza al ver que todos sabían de lo que hablaban menos yo, que no podía hablar de lo que era el tema central porque no tenía idea. Ni de los besos o las masturbaciones, las pijamadas o los vellos que le salían a todo mundo menos a mí. Llegado el tiempo pude distinguir en carne propia aquello de lo que no me enteraba antes.

Conforme ha pasado el tiempo a esas anagnórisis las fui reconociendo como ese paso detrás que siempre estaré de todo. Soy un tipo que no llegó nunca a la novedad, que no avanzó, que descubre cosas demodé. Hace tiempo que tengo claro que yo he de llegar un poco tarde.

Estuve unos días en París. La primera noche caminamos a la orilla del Sena. Buscábamos el Barrio Latino. Nos habíamos puesto en marcha en el Pont Alexandre III. Desde ese momento, al distinguir diez o doce de los cuarenta y tantos ponts de París recordé tu carta de hace ya un tiempo. Decías estar sentado por ahí, por alguno de los ponts que ahora yo caminaba junto a mis hermanos y a mi madre. Puedo imaginar tu fascinación y alcanzo a entender ese momento de perplejidad que acusa uno cuando se encuentra ante muros con memoria.

Cuando llegamos a Pont des Arts pensé en ti pero también en literatura

Creo que lo pienso todo así. No sé si va a cambiar. Pero pensé en Rayuela, a través de ti. No pensé en Cortázar o en mi lectura sino en tu entusiasmo de aquellos otros tiempos universitarios que de pronto visito memoriosamente para acomodar ciertas experiencias a las que llego, ya lo dije, un poco tarde siempre. Esa noche de octubre me parece, quise empezar esta carta. Han pasado los días por semanas y apenas hoy tuve espíritu para hacerlo.

No sé si te sucede, pero a mí me vacía la vida o me agota y no pesco la fuerza que me exige o que necesito acarrear para escribir, aunque sean cartas lo que escribo. Muchas veces me sucedió en la Fundación para las Letras Mexicanas. Yo fui un lector más que un escritor. Cuando me daba fuerza para redactar sabía que luego vendría un periodo de mutismo, más que por falta de inspiración o de cosas por decir, era por falta de fuerza. No sé explicarlo. O a ti te lo podría decir así, si es que me lees con la actitud del Alejandro de los principios del dos mil, ése que entendería mucho de esta actitud entre el ánimo diletante y la pusilanimidad del que sueña literariamente, vive literariamente, incluso sin querer.

El asunto es que no escribo cuando se me ocurre, parece que hay algo que debe cuadrar para que me suelte. Creo que anoche, o más bien, esta madrugada, cuando hablaba con Resti, un toscano, Jauma y Jaán, un par de peruanos, y con un viejo marroquí que nos vendía cervezas al filo de la madrugada ahí en el Born, cerca de la Catedral del Mar, acá en Barcelona, empecé a pensar en las noches de Rayuela y los amigos que pasean espantando el hambre y escuchan música espantando la vida, pasándola. Veníamos de estar toda la noche entre que viendo fútbol y bebiendo, charlando, como se hacen las noches de una ciudad con almas rotas, esa congregación de solitarios que marchan la noche en espera de que llegue el día, perros siempre solos correteando la mañana, detectives salvajes, banda extraviada en la calle Tallers. Entonces fue que distinguí que esta carta iba a llegar tarde, como todo lo que me concierne.

Llegué tarde a París. Tengo treinta y cinco, y no me alcanzo a imaginar poderlo haber hecho antes. Pero pienso que si hubiera sido antes sería más factible ser temerario y dejar de pensar en París como un sitio al que se vienen unos días en la vida sino ver en París la posibilidad de alojarse en algún rincón. Lo digo porque terminé de leer a Terenci Moix. Cuenta, en El Beso de Peter Pan, cómo todo se transformó en una especie de trajín literario, no sólo por París, pero sí que fue por ese París sesentero al que tanto hemos visto en películas y en novelas y en cuentos chinos de tipos que viajaron y amaron la ciudad o amaron en ella o se dieron a ella. Caminé por Versalles,  Champs Elyseés y Arc de Triumphe, los jardines rumbo al Plaza de la Concordia, el Grand Palais des Beaux-Arts o la Torre Eiffel, digamos que dejé los menos monumentos que salen en las postales para otra imposible ocasión. Me metí al Louvre en contra de mi voluntad que se inclinaba por el d´Orsay, ya sabemos que soy más impresionista que fanático de las filas para ver a la Mona Lisa. Lo importante que quiero decir es que te imaginé aquí hace ya años.

Me di cuenta de lo tarde que llego. También disfruté como el que llega, da lo mismo a qué hora, al lugar

Me habías pedido un texto sobre Goytisolo que ya no escribí. Me justifico con lo que te he dicho antes. Me agoto, me vacío. De Goytisolo escribí como un frenético los días recientes a su muerte. Descifré cosas que ya ni recordaba y quizá dije lo que tenía para decir. Te pido disculpas por la informalidad.

Pero al menos ahora puedo decir que te escribo desde España, no sé si sea cabal que te escriba desde España porque escribo desde Barcelona, desde las faldas al monte Carmelo. Y algunos dirían que no, que es Catalunya y ya. No hay mucho que decirte sobre lo que significa para mí este sitio porque particularmente nunca mostrarías interés por Juan Marsé. Lo que sí se puede decir es que alguna vez, quizá tú ni lo recuerdas, me donaste un libro de José Agustín Goytisolo. Estaba dedicado a alguien. Una mujer firmaba, año del 93, creo, y hacía una invitación a su destinatario. Le decía: “Vente a Barcelona”. Es posible que si nos ponemos astrológicos yo haya leído esa invitación y el remitente eras tú. Aunque ni te interese Barcelona ni los escritores catalanes como me habrán interesado a mí, sí que invitabas al viaje siempre.

Aquella carta escrita desde París y tus quejas por el café caro y cortísimo, pero rico. Ese regalo, el libro de poemas que invitaba a Barcelona; una novelita de Atxaga que hablaba sobre Bilbao y  una joven que se llamaba Irene o la lectura mexicana de Bolaño. Una lectura que he de hacer ahora, si me da tiempo, con aire barcelonista. Paseo por Tallers y me puedo imaginar a Bolaño, anónimo. Supongo que había menos turismo en otros tiempos y estas calles no estaban para lucir gestos de glamour sino habitaciones para filipinos que llegaban a currar aquí. Pero son las mismas calles y la gente se forma y se repite.

Frecuento a un grupo de latinoamericanos. He conocido a tres catalanes y ya. Mis amigos, mis profundamente huérfanos amigos como yo, son de Colombia o Argentina, Perú; mis profundamente huérfanos amigos también son de la Toscana o de Grecia o de Senegal, República Checa, Uruguay. Y los encuentros son eso. Hombro a hombro, provocándoles recelo porque uno no curra en hostelería sino que me dedico a algo que al principio no les importa pero luego se convierte en ese brillo de ojos que se aparece como el gesto de quien ha sido invitado a ser un personaje.

Hablamos mucho. O, mejor, escucho mucho a esos muchachos solos y extraviados que van ahí, trabajando siempre, sabiendo mucho de vinos y de comida y de pasarlo por ahí. De los memorables que vienen a cuento aquí podría hablar de Emi Resti. El capitano, le llaman. Su mujer se suicidó hace un par de años. Es un tipo roto. Pero nuestra primera charla, ya hace un par de meses, fue sobre Bolaño. Es un personaje, debe él saberlo, de alguna de las entradas de la investigación de Los Detectives Salvajes. Es toscano, fuma y bebe y aspira. Es un tipo entrañable que me causa una ternura infinita, al que sin saber cómo estimo como si nos conociéramos de otra vida.

He amanecido especialmente desasosegado. Me resulta una temible tentación soltar todo y esconderme aquí. No veo a qué volver. Es decir, volveré y me adaptaré como debo. Pero no pensé que me iba a resultar tan tentador penetrar la ciudad y arraigarme, esconderme. Creo que es un mal pensamiento derivado de la cruda que tengo hoy.

Llega tarde esta carta porque llego tarde siempre a todo. Pero lo que hay que celebrar es que llega.

Un abrazo.

  • Fotograma: Mandala