Reacción física, más cercana a la animalidad, o procedimiento cognitivo que evidencia la razón, la cual nos aleja significativamente de cualquier otra especie; la risa ha sido foco de reflexiones, investigaciones y prejuicios durante siglos.

Sólo hay que recordar la obsesión que tenía Jorge de Burgos por esconder el segundo estudio de Aristóteles en esa historia, El nombre de la rosa, que ahora las nuevas generaciones, si bien nos va, sólo conocen por medio de la película que protagonizó Sean Connery.

A pesar de que, en un extremo, aquel personaje borgiano decía que la risa deforma el rostro y nos asemeja a los changos, hay diferentes formas de entender este fenómeno: Hobbes la considera un signo de superioridad ante los semejantes; Spencer se une a línea de pensamiento que identifica a la risa como una descarga física, y Kraepelin, como Kant, considera que ésta despierta en nosotros un “conflicto –con predominio de placer– entre sentimientos estéticos, éticos o lógicos”.

Es decir, la risa ha sido un tema de discusión, y grandes pensadores, desde Schlegel hasta Bajtín, la han abordado en algún punto de sus carreras; profundizado y dándole matices diferentes, graduaciones que se asocian tanto con el acto que la provoca como la reacción/entendimiento de éste. Así, la risa brinca desde lo cómico hasta lo humorístico, desde la burla hasta la ironía más sutil, desde el goce por ver resbalar a alguien en el patio de la escuela hasta el placer que provoca en nuestro intelecto alguna obra de Bernard Shaw o Philip Roth.

Por eso no debe extrañar que, ante el panorama mundial actual, la risa sea una de las manifestaciones más eficientes para develar una verdad que por obvia es rechazada

Sobre todo porque la eficacia de los noticieros, desgastada de por sí gracias a la búsqueda del rating y no de la verdad, frente a este tipo de noticias tiene una capacidad si no nula sí deficiente. Estamos en el tiempo en que abordar las noticias haciendo énfasis en tácticas que la revista Alarma estableció en la década de los sesenta, pero que deambulan desde los pliegos de cordel, se ha hecho moneda de cambio.

En la serie The Newsroom, creada por Aaron Sorkin, ya se expresa una consciencia del problema que esta tendencia conlleva, pero lejos de tener algún tipo de repercusión y provocar una reflexión en torno al problema, la serie sucumbió a las propias exigencias del rating.

Por otro lado, pareciera que por este mismo motivo los noticieros ya están adecuados para sobrellevar las noticias hiperbólicas que están hoy en boga, pero se encuentran maniatados debido al corte de “seriedad” con el que se publicitan. Claro, pueden pasar semanas enteras indagando las relaciones del asesino en serie del caso en turno (desde su familia hasta las interacciones con el conserje de la secundaria que “alguna vez lo vio por ahí”), pero no pueden gastar, sin llegar al sinsentido, más de veinte minutos hablando del último tweet de Trump, porque es tan ridículamente evidente que las posturas de los politólogos especializados que ahí se citan se ven desplazadas por el sentido común, ese elemento humano que parece en peligro de extinción.

Es aquí que los comediantes (aunque yo preferiría usar la palabra humorista) han tomado preponderancia. Evidenciar, por medio de la risa, el descaro y los gestos grotescos del gobierno y sus dirigentes, ya no pasa a un segundo plano, sino que ha derrumbado esos espacios televisivos llamados noticieros (que, sinceramente, ya se acercaban demasiado a los programas producidos por Paty Chapoy­).

Entonces, figuras como John Oliver, Bill Maher, Stephen Colbert, Jon Stewart, que han estado ya bastante tiempo en la escena pública cobran una relevancia primordial. La ironía, el sarcasmo y la parodia en defensa del sentido común. Programas volcados a llamar la atención del televidente por medio de la risa, regurgitando problemas que de tener sentido común percibiríamos sin filtros.

El humor vela y devela, se presenta como una contradicción, como algo que nos acerca a aquella realidad que negamos y nos la hace más digerible

¿Y dónde quedaron los intelectuales? Pues yo no sé. Es una discusión que he mantenido ya por algún tiempo con algunos de mis amigos y profesores. Ahora, en un tiempo donde se necesita ese guía moral del que hablaba Rodó, la figura del intelectual ha desaparecido –o será acaso que nunca existió– o por lo menos ha perdido el prestigio del que gozó durante el siglo XX. Tal vez, teniendo en cuenta el panorama, no es tan descabellado empezar a seguir a estas otras figuras que enfrentan y muestran la realidad por medio de la agudeza, el ingenio y el humor. Más descabellado, creo yo, sería proseguir como hasta ahora: sin sentido común.

Por cierto, este pequeño arrebato, Madeja sin cuenda, surge porque compartí un vídeo de Vox, donde se habla de la participación, que he seguido durante tiempo, de estos comediantes que abordan la política. Pequeña reflexión que parece evidente, pero que me vuelve a recordar que lo que más daño hace a la humanidad es la pérdida de este sentido común y que, tal vez, aquello que nos puede ayudar a recobrarla es la risa.

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