‘El joven sin alma, novela romántica’ (Anagrama 2017) es una evocación dotada de una ironía que no deja indemne el cauce de presentación en el que se presenta.
Bajo el formato de novela, Vicente Molina Foix ensaya mecanismos narrativos que ha ido sumando a su estilo de escritor. Domingo Ródenas destaca la libertad de juego en la que se mueve, el derecho a fabular que lleva una historia cualquiera hacia lo mítico, quizá, hacia aquello que debiera haber sucedido; o que sucedió en la mente de quien la cuenta.
José María Pozuelo Yvancos, por su parte, le reprocha a Molina Foix que no acuda directamente a la autobiografía. Lo hace porque está pensando en El peso de la paja de Terenci Moix, personaje en El joven sin alma. Lo hace con derecho porque la clave autobiográfica ha dejado ejemplos destacados como lo son las Memorias de Carlos Barral o los Diarios de Jaime Gil de Biedma, y porque parece que Molina Foix fue un protagonista de una historia que merece contarse, que interesa.
De primera instancia uno podría estar de acuerdo. Sólo que lo que tiene el autor de este canto a una promoción que casi completa el cuadro de los novísimos, los Coqueluche, es el temple de un escritor que busca todavía maneras de decir
Parece una prueba de la propia ciencia de escribir, la intención de actualizar esas apropiaciones que vienen del cine aprendido; de la canción francesa y ese aire de fonógrafo que matiza la escritura y da el ritmo paciente de una tensión teatral para conmover sin escándalo a su espectador, a su lector.
Y, aunque como dice Santos Sanz Villanueva, la novela tiene “el aroma puro de la ironía romántica que entonces empapaba los poemas de Gimferrer, las prosas de Ana María Moix, la tensión sexual y agobiante de Terenci en su salto a la literatura en catalán, la altísima orfebrería lírica de Guillermo Carnero, la pertinaz asfixia en su propio agujero, de Leopoldo María Panero”, quizá el fondo o la importancia también resida en su forma.
En ese sentido, el anuncio de una negación como la del “joven sin alma” marca una vía por la que podría entenderse ese tono risueño con el que escribe el nacido en Alicante. Descubriremos, o eso puede ser una hipótesis, a alguien todo él alma situado en una época donde descubrir o comprender es imposible: la juventud.
Por eso, la distancia de un narrador es tan necesaria pero, sobre todo, constructiva de una vida que espejea con su entorno y deja, a su paso, un museo viviente del espíritu grupal, un coro –y quizá por ello trágico- de quienes querían salirse de los moldes, de quienes ostentaban la arrogancia ingenua de la juventud, de unos compañeros de viaje que veremos aparecer a lo largo de esta caricatura seria y nostálgica, que podría presumirse como una parodia bella y triste de Peter Pan, el eternamente niño.
Es un libro triste porque pareciera la historia de la banda que nunca existió, dice la Ana María Moix del relato
El paso del tiempo es fundamental en esta trama. Asistimos a un escenario evocado por un narrador sin nombre que comparte rasgos con el protagonista de la novela, Vicente, al que vemos crecer. Es un omnisciente caprichoso. Asistimos a episodios de la infancia, a un periodo adolescente en el que ostenta esa juventud donde se sufre mucho, de todo.
Recorremos los tiempos del compromiso social en Madrid guiados por un narrador de tono neutro que nos hace ver cómo los jóvenes se ilusionan por causas que suelen guardar siempre un innegable motivo profundo y único, un cliché, que no por serlo deja de ser real: la búsqueda del amor, sea lo que esto sea. Pere Gimferrer en su explicación a la Muerte en Beverly Hills explica, quizá presume, que sus coetáneos formaban una promoción muy nostálgica y necesitada de amor.
De eso se trata El joven sin alma, novela romántica: una nostalgia que podría ser imaginada en la estampa de alguien sitiado en una caseta de teléfono rotulada con manchas de pintalabios por todas partes. Ahí, en ese monumento a la soledad y a la resignación, quienes lo miran distinguen simultáneamente la ternura y lo patético, también lo que significó durante tanto tiempo una llamada telefónica, una estampa que va desapareciendo con vértigo de nuestra cotidianidad.
Jorge Herralde dice que es una de las novelas españolas más destacadas del siglo XXI, de las que ha leído. No puede echarse en saco roto lo que puede significar para el autor de Las opiniones mohicanas este libro. Debe ser básicamente un recreo profundo de la vida, de la vida compartida por un grupo que, ahora, es de quienes hablamos los que nos interesamos por la historia literaria. La aparente importancia del testimonio no es venial y ha llamado las miradas de los lectores como Jordi Gracia.
Pero más allá de eso, los componentes narrativos y su mezcla, la pregunta por la cocina del escritor, las manías de fabulación frente a una historia más o menos conocida, el envés, no puede pasarse de largo. Quizá Herralde distingue la pretensión del autor de dotar a esta referencia una sintonía única, un molde singular y sugestivo.
Aunque es una narración triste no es idílica ni su tono es un Do de pecho. No deja de ser elegíaco porque es un ajuste de cuentas frente a algo que se ha perdido debido al implacable superponerse de las cosas que pasan
Sin embargo, se mantiene en ese tono donde un narrador lo ve todo con cierta distancia, casi con humor, desde la madurez de la resignación. Ese tono grave tiene un aire de escepticismo antes que de sarcasmo ácido, más puntualmente, tiene lo suficiente para lograr ver sin pudor lo que cuesta ver sin algún filtro.
Así, la voz narrativa, casi engreída, revisita las zonas de un pasado compartido y se sitúa constantemente. Confiesa que su interés está en el revisionismo, en la comprensión. Es un texto de envergadura literaria por al menos dos motivos: transforma su realidad y se escribe desde el final; nos reúne alrededor del fuego para contarnos sobre esos que nosotros ya no conocimos. Atiende al llamado de uno de sus personajes, memorable como casi todos en esta novela: “No seas cafre, y dale a las cosas el valor que tienen, el justo”.
El personaje testigo, que es narrado por una voz encima del hombro, proyecta la luz de una lámpara por todo el cuarto donde se revisa el clóset lleno de recuerdos escondidos y sin orden. Nos pierde o nos lleva a un viaje, diría Gimferrer: “como una antigua película de amor y de espionaje”.
No es el armario sino lo que hay en él lo que desata la madalena en el té. Un abrigo es el que recorre toda la novela
Es un regalo, es el ruego de una madre al hijo. Pide amorosamente ser recordada. Es lo que dicen sobre los presentes: uno da algo porque quiere que no lo olviden. Y, podría ser: El joven sin alma, novela romántica, no sólo es el recuerdo de sus amigos, sino el recuerdo de esa sensación de sentirse querido; de sentirse compañero de viaje, pero también de saber que hubo un puerto y que en ese abrigo lo hallaba, como un traje con algo de mágico, de simbólico, como el de José el soñador.
La historia comienza con un monólogo muy característico de la poesía de la escuela de Barcelona. El modelo irónico de dotar al narrador de características como las del autor podría pasar como una evocación construida a partir de este hablarse a sí mismo. Hace las veces del espíritu del futuro que le habla a aquél que fue, o que recuerda haber sido.
Hace pensar, también, en La educación sentimental de Flaubert, en ese final que es el principio de la trama: un par de viejos evocando, revisando el pasado con los ojos de quien ahora lo comprende todo, aunque no sirva ya de nada. A veces evocar alude a un asunto casi idealizado. No es el caso. Molina Foix deja claro que la derrota los habitó.
La invitación de El joven sin alma es a distinguir la toma de conciencia de una decepción, de algo perdido, pero con dulzura, con la ironía de una media sonrisa.
- Ilustración: Edward Hooper (Automat)