Desde hace algún tiempo había querido hablar de Günter Grass. Había tenido que posponerlo debido a cuestiones que no tienen importancia o que han debido aparecer antes.

Mi acercamiento a la obra de este autor alemán fue debido a un diario que en su suplemento cultural publicara una serie de artículos a propósito de la obra del escritor nacido en Danzig, en 1927. Se centraban en El Tambor de hojalata, pero anunciaban a Grass como un autobiógrafo.  Había publicado Pelando a la cebolla, un tomo de memorias que revelaba su incursión en las juventudes nacionalsocialistas de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial.

En este dossier, Juan Goytisolo hablaba desde la visión del autobiógrafo, que ya era desde 1985, cuando publicó sus tomos de memorias Coto vedado y En los reinos de taifa. Describe al escritor de Pelando a la cebolla. Reconoce que trabaja su propia imagen, su monumento, su justificación. Agrega, haciendo alarde de su experiencia de memorialista, que no se puede considerar como una cobardía al proceso evolutivo de cada quien llevado a la escritura. El individuo llega a cierta edad y, en actitud revisionista, camina sobre las huellas propias, no para jactarse del pasado, sino para comprobar aquello que es, es decir: la experiencia, la vida, o su recuerdo al menos.

Un artículo más se ocupa de defender al autor. Lo hace mucho más seducido por el personaje emergente de la obra. El defensor cae en la trampa literaria y se convierte en un fanático más de la imagen, del Günter Grass de papel. Ni nuevo ni sorprendente lo sucedido con la opinión anterior; al contrario, la palabra seduce y provoca juramentos de verdad acerca de una ficción. Alguno más evocaba los filmes hechos a partir de la obra que se visitaba en el suplemento literario al que aludo.

Ante la publicación de ‘Pelando a la cebolla’ hubo una escaramuza en medios culturales contra Grass. La recuerdo

No viene al caso recontar los debates que vimos en Facebook, una red social que comenzaba a dominarlo todo. Estoy hablando de finales de 2012, quizá. Los críticos y lectores de toda Europa se le echaron encima a Grass tildándolo de cobarde, mentiroso y encubridor. Se le acusa de esperar a la confesión de “su pecado” ya que se podía decir, que ha pasado la tormenta y se han cometido los perjurios.

Optaban por pensar en la autobiografía no como un ordenamiento personal y confesión de la vida sino como la oportunidad de llamar a patíbulo por la vida vivida y literaturizada a alguien. No interesaba tanto comprender cómo censurar, para hacer polvo esa vida, al menos moralmente. El juicio moral mundial encontraba pecado en ser hijo de la época. ¿De verdad hay posibilidad de encausarse como para no ser nunca recriminado? ¿Es así de banal? ¿Qué seguridad nuestra hace que ni siquiera cavilemos en la cuerda de la duda acerca de lo que hicimos, hacemos o haremos?

No defenderé aquí nada. Acaso pienso en cómo hay siempre una pesquisa frente a lo pasado, del otro al menos. Pienso también en cómo en algunos hay cierta justificación que se esconde en la ignorancia o en la indefensión y se les valida con una empatía que no alcanzo a esgrimir de dónde viene frente a otros, a los que no se les escatima el escarnio. No alcanzo a ver el factor o el equilibrio que centra a unos y a otros, que disculpa y convierte en modelo a estos, que considera piedra de desecho y motivo de vergüenza a otros. Confieso la mudez del mirón perplejo ante esto.

Me llamó la atención esa polémica porque era la obra de un escritor la que se ponía en los libros prohibidos a partir de las confesiones de ‘Pelando a la cebolla’

Supongo que la filiación a esta época nos daba para sentirnos ofendidos porque hay algo en esa biografía escrita por su protagonista que pertenecía a nuestro tiempo a diferencia de otras memorias como las de Agustín de Hipona, Goethe o Rousseau.

Pero da igual. Lo que yo pensaba entonces, al ver en el debate que enjuiciaba a Grass era que Pelando a la cebolla me seducía por su necesidad de ser claro o sincero, si es que se puede cuando se cuenta algo, y por terminar siendo conmovedora muestra del viejo que piensa en su indefensión y en sus sueños rotos pero calmos frente a la cercanía con la muerte propia. Por otro lado ―esto sí que me rebotaba frente a las argumentaciones de si valía o no la pena la obra de Grass luego de su confesión―, se me venía a la mente la fecha de publicación de El Tambor de Hojalata, que es 1959. Ahí, Günter Grass ya daba testimonio de un panorama y de actuar en éste tal como el que le ha venido a provocar el denuesto por parte del mundo literario, político y social.

Creía yo que el carácter confesional de la autobiografía de Grass se acercaba más al asunto comprensivo, menos que a la rendición de cuentas, el escritor se acercaba a un hecho historiográfico y algo narcisista como una ruta de conocimiento. Penitente en algunos momentos, en realidad, el escritor recorría, a partir de las impresiones y las emocionadas dudas, las decisiones tomadas por cuenta propia, y sus estertores, frente a un mundo que no nos deja nunca hacer eso del arbitrio sin depender de casi todo. El espíritu que yo veía era otro. No era una confesión. Era un hombre evocando, a dos bandas, una eclosión y un momento de fisión.

Pero pensaba, sobre todo, en la polémica. Me parecía innecesaria porque se ponía en picota a un escritor, pero también se daban muestras de ignorar lo que este personaje había escrito

En la novela cuyo protagonista es Óscar Matzerath, un niño de tres años que decide que por él no pase el tiempo, que pugna por no ingresar al mundo de los adultos, ya me parece claro el ojo sarcástico pero indefenso, evasivo, utilizado como criterio de verdad. Nada sutil es el engaño que nos propone el autor de la novela: dejarle la voz a un niño, símbolo de la inocencia, que hace gala de su poca ingenuidad y que utiliza su posición casi edípica para emitir, desde su sitio sin valor moral ni voz autorizada, la denuncia, más bien grave, pero sin atributos, de lo que acontece.

Siempre se dice que el niño dice la verdad tanto como se le ignora. La voz de ese personaje se lee como si guardara la conciencia total en el lugar más insospechado. Una lucidez que escalda nos hace ver los dilemas morales de su alrededor: discriminación, engaño, infidelidad, robo, violencia; tradición y costumbres; familia y forma de convivir de una cultura específica, la del medio siglo pasado en Europa central. Sabemos de ese Oscar de tres años y su tambor por una voz que va filtrando la voluntad y la conciencia  través de un monólogo reflexivo.

Óscar es un mirón. Más allá del niño que no quiere crecer porque el mundo adulto no es digno, la cerrazón viene propuesta desde el dilema que se convierte en resolución acomodaticia. Sospechosa, pero también sugerente: ser el observador. Hacerla de testigo, quizá con la autoridad de profeta…aunque el grito del profeta suele ser ignorado. En esta última sentencia aventuraré una mera especulación al respecto: El Tambor de Hojalata nos muestra a un Óscar de proporciones mesiánicas, por ser el tamborilero. El instrumento ruidoso que hace las veces de advertencia o de guerra por venir. El tamborilero es un Orfeo, que se aferra a “su canto” mostrando la luz, viendo la realidad sin reglas, sin moral, si se puede confiar en la objetividad de un niño.

En la novela se exponen una buena cantidad de recursos literarios como para imitarse o aprender  de pensamiento literario y de estructuras discursivas. Uno llama la atención: hablo del narrador, que es como ver al agua en varios estados, líquido, sólido o gaseoso.

Es decir, primero, quien dicta la novela es un viejo, en un hospital. Es el marginal, el olvidado. La voz se acerca al lector como en sordina. Nos cuenta algo de hace mucho tiempo. A su vez, la narración se arrastra, como Sherezada suele dotar de importancia a su Simbad que cuenta cosas, hacia la psiqué monologante de Óscar. También vemos a ese narrador escondido, con características de serpiente que habla desde el árbol del conocimiento, en una primera persona que nos pone frente a la historia, en el ruedo y, asimismo el foco merodea alturas de un dictado cenital que aparece en la habitual voz narrativa encima de la escena.

Estas mutaciones son los tránsitos de un narrador que nunca deja de ser ni Óscar, que lo sabe todo, ni el huésped del sanatorio, que es con el que comienza la narración, ni tampoco aquella extraña voz impersonal que comparte el hilo de la novela con el niño, recurso excepcional, pues quién más amoral (no por ir en contra de las reglas, sino por precisamente no tenerlas) que la imagen de un personaje infantil: inocente, limpio, caprichoso, veraz, dotado de una conciencia filosa y feroz.

  • Foto: henningheide.de