Ayer entendí qué sucede con los argentinos y los mexicanos, los colombianos, los peruanos y chilenos.
Querido AJ:
Lo que digo es un cliché. No entiendo nada pero sentí la iluminación del que ve con meridiana claridad un enigma e intenta, eso es lo que vale: el intento, que intenta explicárselo.
Desde el acento, me parece, los mexicanos nos quedamos en un sitio donde casi nadie busca robarse las palabras, nos cuesta sentirnos orgullosos de lo que somos sin terminar siendo una caricatura escrita por un guionista sarcástico. Yo me he vuelto un poco mudo o antojadizo de usar palabras de los argentinos o de los españoles, aunque más bien soy el que escucha a los otros, un testigo silente del entorno, como si hubiera olvidado hablar o actuar o interactuar.
Los argentinos, no es cosa nueva, actúan, egoístas, preocupados por su sitio en el mundo, ansiosos por cumplir una especie de llamado a figurar o a hacer lo que asumen como una misión; los mexicanos, más que generosos, necesitamos quedar bien, como si nuestro catalizador fuera que alguien nos diga qué hacer. Por eso es que, aun siendo más hábiles que los argentinos que tenemos al lado, terminamos dando la pelota para atrás, al portero, para volver a empezar; le soltamos un pase filtrado al ególatra –digo estos adjetivos no con despectivo ni con furia sino intentando describir neutralmente, si es que es posible- que hace gesto todo el partido porque nada le sale; intentamos la confianza del que es un maleta y al que nadie le daría ni un pase lateral inofensivo, aunque creo que hablo por mí en este caso.
Cuando digo mexicanos más bien pienso en mi ser mexicano “queda bien”, una especie de astrología que me empuja a equilibrar la balanza, a buscar no tener problemas, una especie de excesiva cortesía del que mira hacia arriba agradeciendo un favor inexistente; hablo de quien es a veces reservado, como esperando a ser reconocido, pero silenciosamente.
Soy el habitante del metro que ingresa al vagón y se sabe el nuevo, el que todavía no puede mirar a los ojos, el que, como diría Bonifaz, se adueña con cierta culpa de un rincón entre los rincones que a nadie le interesan con su vaso en la mano y su único traje. Cuando lo escribo pienso en lo psicótico que puede ser esto que digo y que dice mucho de mí. No soy un “mi chingón” como alguien de Ecatepec o del DF, ese lupanar que prepara a cualquiera para imponerse fiel a la terminología de Paz o de Samuel Ramos sobre la ontología que nos compone. No soy un heredero de la mezcla de clase media, con apellido extranjero y casa en la del Valle. Vengo del Bajío y soy una vicaría de mí mismo a donde quiera que voy, un tipo que enmudece y que se mantiene medio reservado, tímido o nervioso, acomplejado a veces, riendo chistes malos incluso, que no cuenta nada de lo que hace o de lo que lo tiene aquí porque está nervioso.
Sólo en el juego me voy sintiendo seguro, veo una brecha que puedo seguir para hacerme amigo de los desconocidos sin decir una palabra
Los argentinos son monotemáticos: llevarse contrarios y ya, da lo mismo, pero si se da, meter gol. Seis de cinco cuando tienen la pelota se sienten capaces de quitarse a tres, incluso llevando a alguien al lado que podría servirles de pivote y aire en medio del sofoco. Siempre prefieren enfrentar a toda la defensa rival y dejar viendo a su compañero de equipo. Dice Menotti que últimamente los argentinos ya no saben lo que quieren: celebran a alguien que corre los 93 minutos con algarabía y le reclaman al que piensa y corre poco porque piensa en el juego, porque hace lo que el que corre no lograría ni corriendo dos partidos o tres, o cinco.
Estos, con los que juego, creo que piensan y corren poco, pero serían de los que necesitarían correr los 93 minutos para que al menos se les reconociera algo. Noto la diferencia entre el que piensa. Hay uno de entre los que he visto jugar estas últimas semanas que corre poco y cubre la bola como para no lograr quitársela sino con falta, pero no es un tipo que vaya hacia la otra portería, al contrario, parece gozar de dar rondas por la zona 14. Es generoso y dicharachero, y es el que ha dejado de competir: ojos azules y tatuado, una estrella de cualquier restaurante de la Condesa que va por la vida como el retirado que la hace de mentor ahora y ha entendido los límites del conocimiento porque tiene la sabiduría de entender.
Ayer, por ejemplo, en un equipo enojado porque perdían un puño de goles a cero, jugaba con ellos un gemelo de Nadal, malísimo para el fútbol como proporcionalmente bueno para andar como rey del mambo en la vida fuera de la cancha juvenil, actor, seguro de sí mismo y envalentonado por esa temeridad y ese entusiasmo que da tener como 18 años solamente y querer devorarse el mundo-. Jan, el argentino sabio que describo, hizo, contra todo pronóstico de este efebo argentino en Barcelona tildado del desecho que ningún equipo escogería para su equipo, un goleador. Lo hizo meter dos goles y un tiro al palo. Le dijo tres instrucciones y se batió por él. De eso, de esos, argentinos, pocos, ninguno. Éste es otra casta.
Pero los otros, con tal de ganar o sentirse cómodos, que la única manera es metiendo ellos los goles y ganando, se cambian de equipo, se cabrean, se putean, se desaniman, ya no hacen por una bola o un desborde y, sobre todo, no atinan a hacer lo que deberían: comprometerse con defender. Alegan lo que quieras, pero lo hacen desde la cancha contraria, cuando perdieron un balón contra tres, una misión imposible de pronóstico fácil, a la que se consagran para dejar desguarnecido el marco, al arquero solo.
Yo jugué con un peruano que juega como peruano. Jaume es veloz y como un roble a la hora de conservar la bola, tenía aires de maduro zaguero central sin tanto compromiso ni velocidad ni nada, pero que se quedaba en el filo de la media cancha; dos argentinos, uno de esos que cobraría en la liga amateur de cualquier lugar de la zona mexicana, incluso podría robar un poco en un liga de ascenso, que no defiende nada y exige que todas las pelotas que le des sean francas; que no defiende nada, así como lo oyes, que la única manera de hacerlo defender es cuando acepta que se cansó y se pone en el arco a ver el juego porque tampoco para una bola, nada; y otro, Kele, un zurdo que siempre se pone de lateral y no entiendo bien por qué porque tampoco defiende. Se le olvida, es más dispuesto, y si le gritas tú estando en el arco, vuelve, pero si no, se va con alegría de quinceañera al ataque, y no lo hace mal, pero lo hace como todos los argentinos que te describo: le vale reata la misión imposible de irse solo.
Son incapaces, lo digo bien, incapaces, supongo que por un orgullo en los genes maradonianos que creen haber heredado, de dar la bola hacia atrás, siempre, incluso en los saques de banda, siempre hacia adelante. Es estar jugando con caballos de calandria de la Marquesa que se sienten galgos del canódromo y ya sabemos que en un juego como el fútbol de siete o de salón, son innecesarios los velocistas. Ahí es necesario tocar, tocar y moverse, en circuitos hasta llegar al arco.
Siempre les admiré a estos cabrones lo filosos que son, lo decididos que son al momento de tirar o no al arco, decididos y firmes siempre, lo tengo claro, lo sigo teniendo como una aspiración nunca lograda porque sé mis límites y porque me achico, porque sugiere mi cobardía de no pegarle al marco que hay otro más capaz que yo, o por lo menos alguien que lo desea más que yo y con eso me sobra para tener actitud de Pibe Valderrama y tocar, dar pase al otro siempre antes de metrallear al meta.
Ahora mismo pienso que también soy incapaz de tirar al arco franco porque soy portero genéticamente y un subconsciente sentimiento de empatía con el guardavallas me orilla a no chutar
Pero las misiones imposibles son para jóvenes, para los estrellitas o los aspirantes a ello, para los que no sé muy bien por qué, sienten que se les debe reconocer como el centro del equipo. Esa cualidad nunca la tendré. Soy un segundón asumido y creo que siempre ocupo un lugar de tramoya, y veo siempre cómo hay un líder y hay alguien como centro, una especie de panorama sociológico en donde el líder no necesariamente es el jefe o la estrella y viceversa.
Y ahí estamos nosotros, los discretos hijos de Mejía Barón, esos que no dudamos en regresar la de cuero al Jorge Campos que tengamos en la válvula de escape que es el área grande propia cuando no hay camino por enfrente, los que no dudamos en dársela al argentino que quiere reventar la red desde media cancha, los que cubrimos los huecos de un defensor ausente todo el partido que camina de regreso al propio arco esperando que los demás hagan el trabajo de la saga, o, sin esperarlo, más bien con la certeza de que si nos meten un gol ellos clavarán dos o tres, proporcional al ego que tenga cada Kun Agüero que tengas en tu equipo. No hay Riquelmes aunque ellos crean que lo son. No hay Schelottos aunque crean que lo son.
Veo puros bomba de humo que han jugado toda su vida para sí mismos, su cuerpo reconoce los movimientos futbolísticos y serían notables en una cascarita, pero se les nota lo amateurs, porque como diría aquel al que llaman “El Toro”: los amateurs son esos que sólo piensan en pegarle al arco y es lo único que buscan, pegarle a la portería.
El sacrificio de nosotros, los como yo, lo discretos mexicanos hijos de Menotti paradójicamente, somos lo que sobra, el que recoge la mesa. Pero debe uno meditarlo un poco porque en el campo, y visto en las fiestas y en la hora de ganar las cosas, las menciones, el hashtag, lo de cambiar el partido, estamos destinados a desaparecer. Al tener a un bato como estos que describo con aire de amargura involuntaria, en realidad los admiro y los creo necesarios en un equipo, garantiza tu probabilidad de ganar: siempre será necesario quién esté dispuesto no sólo a cumplir sino a cambiarte el partido. Y estos genes son para eso, para trascender. Diluirse no. Y no sé si a mí me interese eso desde siempre, más bien yo voy de barredora y no salgo al desfile como bastonera casi nunca.
Hay un cierto clasismo que he sentido, no por nadie, sino por mis propios complejos en el que pienso cuando escribo esto. Específicamente esta vez, luego de estos días de estar acá reconozco lo mucho que me ha costado cobrar naturalidad y adoptar ese aire de musafir que luego uno tiene cuando camina por territorios conocidos o se siente un poco con ganas de reventar el juego, de ser quien dirija el baile de la samba.
Ando discretito, callado, me cuesta levantar la cara y necesito suspirar cuando voy en la calle para poder acatar esa actitud de dueño de mi camino. No logro separarme de mi gen mexicano que se adjunta a los peruanos y a los bolivianos y a los ecuatorianos en lugar de estar con los argentinos o los colombianos, de acento casi insufrible para mí porque dicen marica dos veces a cada palabra que pretenden balbucear. Necesito más guaracha y menos bolero, creo. Lo veía ayer. Metía goles, defendí, daba juego y era reconocido por mis argentinos, pero sólo seré su complemento en un equipo, el que hará lo que los otros no quieren, como en la vida. Eso me relega y me enseña discreción al mismo tiempo.
Siempre he sido eso. No por mexicano, pero siempre he sido el que hace la talacha porque se sabe sin talentos y acepta el sitio donde nadie quiere dar. Soy portero en un equipo porque nadie quiere ser portero. Es evidente que el sitio que me he granjeado es sólo por eso, y ya lo demás, lo demás es demostrar cuán sacrificado puede ser uno. No genial, no héroe, sino cuánto se puede batir. Y ahí recibe el reconocimiento y se le otorga a uno el privilegio de sacrificarse por los que no quieren hacerlo en el juego. Ahí uno podría tener cierta solvencia, cierta sensación de pertenecer, de ser secretamente imprescindible.
Son clubes, rituales de iniciación, pero que me sirven para leerlo todo
No me he podido quitar ese estigma raro de acomplejado en esta Cataluña de estos días, como en todas partes, siempre hay un síntoma de inseguridad, de síndrome del morocho frente a los aguileños, y es que son guapos los jóvenes; de viejos no tanto y más bien son malencarados. Poco a poco voy incluyéndome, pero siempre me meto al metro con un libro, lo que me dicta algo en la conciencia: leo, desde siempre, porque es como estar en una sala de espera, pero también por esconderme, eso que ahora hace todo mundo con el celular para disimular estar desencanchado, yo lo hago con los libros. Lo bueno de hacerlo seguido es que uno lee un cacho de páginas tras otro y las lecturas lo van nutriendo también.
Pero es que es cierto que con esta cara y este gen uno ya se ha acostumbrado a los rechazos desde antes de ver la luz del día. No la padezco, no la sufro, pero tampoco he logrado situarme en el sitio de quien se sabe de paso y no viene a robarle nada a nadie. Me siento todavía un intruso y de pronto echo de menos una comparsa, eso que nos llegó a pasar cuando fuimos turistas en grupo o en trío o en par, y uno le reía los chistes al otro o acompañaba o seguía el juego. Sí que falta el Mario Bezares para el Paco Stanley, el Robin para el Batman, Lalo para Lagrimita.
Pienso en lo difícil que debe ser Superman, no sólo por ser un marciano abandonado y huérfano sino porque siempre está destinado a resolverlo todo solo él. El solitario es lento y tímido y usa lentes y es torpe para hacer. Necesita la urgencia o la priorización de las necesidades para actuar, ahí no duda, pero luego o antes, se mantiene en la discreta compañía del anonimato, de lo lerdo.
Una conclusión tengo en todos estos menesteres de viajar, de vivir la vida en otros lados cada determinado tiempo. El fútbol me ha servido de embudo o coladera para integrarme sin culpas o incomodidades a la cotidianidad. Ya fue en un Seminario, donde hacía falta un portero y ahí metí las narices para ser parte de la comunidad, la vida en Puebla fue un antes y un después de jugar con los Hígados Reptantes, la vida de la ciudad moderna hubiera sido casi nada sin los sábados de juego en el Llano en Llamas, la vida en Irapuato me seduce desde siempre porque existe ley seca, existe Larvas y existe el Atlas o Abarrotes La maestra. Aquí en Barcelona no sé muy bien qué haría si no tuviera a los Bastardos por un lado, a los del futbolín de salón de la Barceloneta y, los viernes, a estos argentinos que tanto me enseñan sobre mis complejos y mi tesón y mi adaptación silenciosa a la vida en otra ciudad.
Caí a un barrio catalanista e independentista y de familias bien, me siento viviendo en alguna colonia donde todos tienen periódico en la puerta, familia numerosa, la abuela en casa y los niños al cole y a la escuela de fútbol; los padres, barbados y calvos, los llevan a jugar mientras cuidan al bebé de la carreola; las mamás las puedes ver diciendo disparates de maternidad, lugares comunes cansadísimos en una lengua que todavía no distingo bien, como es el catalán, y yo me veo pasando frente a ellos y siento un poco, complejo mío, lo repito, el barrio, el continente, la zona, mi razón social, mi intrusión, de quien no merece estar aquí. Porque quizá sería diferente este otro lugar del Raval o el Gótic o el Born donde todo es Sudámerica y mucha samba, algo de tapas y montones de caminantes buscando fiesta que vienen del Este de Europa donde el vodka y el frío hacen que la cerveza helada y rubia o tostada, y la humedad del Mediterráneo, sepan a la gloria real de estar en la ciudad Condal.
Y me porto generoso entonces con mis compañeros de equipo, y juego de portero porque nadie quiere, o me quedo en la defensa porque convivo con puros que se sienten delanteros. Al final todo se reducirá, creo, a la tercera cerveza y un poco de guaracha, como dice el Mai, mi compañero en el Colegio de San Luis, que dice su mamá.
Abrazo.
- Intervención fotográfica: Ruleta Rusa