En la educación existe un principio esperanzador que solo algunos países en el mundo pueden presumir dentro de su orden social: una sociedad educada, produce sociedades pacíficas. Sin que signifique una ley irrebatible, sí es comprobable que dichas geografías en muchos de los casos, comprueban en sus niveles de vida las consecuencias de sus altos niveles educativos.
Apunta el connotado investigador Martín López Calva, en su monumental obra en tres tomos, Educación humanista, “que toda educación produce la sociedad que la produce” y en efecto, señala López Calva “la relación entre educación y sociedad ha estado siempre en el centro de la discusión colectiva, puesto que los sujetos de la educación son los seres humanos cuya existencia no puede explicarse al margen de la sociedad en la que viven; y la socialización, es decir, la inserción en su contexto sistémico de convivencia es una de las funciones básicas de toda institución educativa”.
En países con democracias débiles y sistemas de justicia deficientes aunados a un horizonte de desigualdad social rampante sumado a una profunda corrupción e impunidad, da como resultado pensar la educación de calidad como una utopía y la práctica docente como una lucha contra molinos de viento a los que no se podrá derrotar nunca.
El cine ha abordado en innumerables cintas la educación y su relación con la sociedad y también la consabida historia del profesor atribulado que un día cae por necesidad o convicción en escenarios de aprendizaje paupérrimos, con estudiantes llenos de una abulia irremediable y una desmotivación lacerante que al menos en la vida real, en muchas ocasiones parece insalvable.
Desde la clásica Al maestro con cariño (1967) de James Clavell, pasando por Los coristas (2004) de Christophe Barratier o La sociedad de los poetas muertos (1989) de Peter Weir, la cinematografía encuentra en la práctica docente un oasis del que alimentarse para narrar la educación en historias de superación personal y profesional enmarcadas en el horizonte miserable de estudiantes destinados al fracaso monumental.
Entonces tenemos que el tema no es nada original, este espacio sería insuficiente para dar cuenta de todas las películas que a lo largo de la historia del cine se asoman para dibujar a los maestros como una especie de héroes emocionales que llegan a salvarle la vida a sus alumnos.
En ese mar de historias muchas de ellas casi iguales, el director argentino, Diego Lerman, se atreve con El suplente (2022) a incursionar en el concierto de los profes decepcionados y hartos de su existencia y profesión
Lerman, sin embargo, atina a contar desde la perspectiva latinoamericana, la miseria moral de una sociedad violenta producto de su educación maltrecha.
En El suplente, Lerman narra la historia de Lucio (Juan Minujín), un profesor universitario de literatura que trata de encontrarle un nuevo sentido a su labor y para ello, acepta en un barrio marginal de Buenos Aires, una suplencia en donde fungirá como maestro de un grupo de adolescentes indolentes, desmotivados y cercenados en sus esperanzas de una mejor vida.
Lucio encontrará en sus alumnos, especialmente en Dylan, una razón para seguir adelante con su trabajo, aunque para ello, tenga que enfrentar uno de los flagelos más violentos que sacude a la América Latina: el narcotráfico.
Es la delincuencia organizada la que tiene en jaque a Dylan y a la escuela en donde Lucio hace su esfuerzo sobrehumano para salvar al muchacho y motivar a sus estudiantes.
Apunta Mauricio Molina, en el prólogo de 1984 (Lectorum. 2018) la clásica obra de la literatura apocalíptica de George Orwell, que la historia narrada por el mítico escritor británico es al mismo tiempo una advertencia y un deseo: “advertencia de habitar un mundo cerrado donde lo Otro es impensable, y donde al mismo tiempo el individuo ha desaparecido. Pero también se trata de un deseo de que la realidad sea de otro modo, acaso más atroz, pero también más intensa, o más milagrosa, menos aburrida. Un mundo donde haya algo por qué luchar”.
El estado lamentable de la educación en Latinoamérica, sus maltrechas sociedades y el personaje interpretado por Minujín, parecen encajar de manera perfecta el diagnóstico de Molina
Lucio ve la docencia hasta antes de llegar al peligroso barrio bonaerense, como un mundo cerrado para él y busca una forma de intensificar la práctica educativa que le permita sentirse vivo en el mundo atroz al que ha decidido entrar porque a pesar de todo, encontró ahí algo por lo que luchar.
La educación latina se parece mucho a un escenario postapocalíptico, los niveles académicos son pobres en comparación con otras latitudes, los docentes se convierten, o en un remedo de ejemplos de vida o en la esperanza no reconocida por un sistema-mundo que busca preparar al estudiantado para reproducir el sistema social existente. El estado actual de la educación y la docencia es como en la novela de Orwell, una advertencia al mismo tiempo que un deseo.
Lerman se ha atrevido con una historia mil veces vista, pero no por ello deja de narrar con honestidad y sencillez una realidad que sabemos real, tan real que al observarla encontramos en ella un deja vú pertinaz, la memoria como ese interminable loop que no cesa a la hora de recordarnos la necesidad de convertirnos en un Lucio a pesar de la dureza de una verdad para la cual no se está preparado y a la que hay que sumergirse aún en la ceguera de lo que puede ser el apostar por una utopía.
No es la primera que el cineasta sudamericano acude a los terrenos escolares para adentrarnos en las entrañas del espacio educativo que, sin embargo, no siempre es tan romántico como algunos supondrían. En La mirada invisible (2010), Lerman nos traslada a la Argentina de 1982.
Son tiempos de dictadura y en el Colegio Nacional de Buenos Aires, María Teresa trabaja como prefecta. Un día descubre en los baños a unos estudiantes en plena faena de fumadores
Poco a poco, ese hecho la lleva a practicar un extraño vouyerismo que la excita y al mismo tiempo le da el poder de observar, de utilizar la mirada como forma de control pleno en una alegoría de los estados totalitarios y en la muestra de aquello que Michel Foucault afirmaba cuando decía que la escuela, al final de cuentas, no se diferencia mucho de un hospital o una cárcel. Las relaciones humanas cruzadas por estructuras de poder.
Con El suplente, el director argentino confirma su obsesión por el abordaje de temas sociales y sus implicaciones éticas. En esta ocasión asume que el profesorado debe quizá quitarse el halo romántico en el que está envuelto para convertirse mejor en un ser dotado de sensibilidad social, una especie de mensajero de lo que realmente significa educar en valores.
La utopía
Volvamos al prólogo de Mauricio Molina sobre el 1984 de George Orwell: “Ernst Bloch, uno de los maestros de la utopía filosófica, nos recuerda que la utopía abre la puerta a la esperanza… nos recuerda la existencia de una realidad distinta, nos permite atisbar lo Otro en su enigmática, milagrosa o terrible plenitud”.
- Fotograma: El suplente