Para mi amigo Ronnie Torres, que vivió, murió y quién sabe si un Dios lo acogió.

Es el siglo XIV, la peste negra asola a Europa y Antonius Blovk (extraordinario Max Von Sydow) y su escudero, regresan de Tierra Santa a Suecia después de diez años de lucha en las Cruzadas.

Antonius retorna lleno de dudas, de pensar que el sentido de su vida no tiene trascendencia. La muerte lo espera y se le aparece. Antonius no se sorprende, pero le propone que antes de que se lo lleve, jueguen una partida de ajedrez. Blovk quiere ganar tiempo para que la muerte le resuelva el misterio de lo que significa la vida, morir, Dios.

Así empieza El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman, una de sus obras cinematográficas fundamentales enmarcada en un contexto filosófico, sociológico y religioso a través de un revisionismo a las ideas y conceptos fundamentales que atormentan al hombre: su existencia, la nada, lo divino.

Esa fue una de las obsesiones de Bergman, encontrarle un sentido a la muerte y al papel de la religiosidad ante la posibilidad de que, una vez abandonado este mundo, ¿hay algo? ¿qué sigue? ¿hay un después? ¿un Dios? ¿la nada?

Ya en Fresas salvajes (1957), el cineasta sueco trataba el sentido de morir a través de la persona de un veterano médico que viaja a la ciudad de Lund para recibir un reconocimiento a su carrera. Es entonces que, durante el trayecto, el viejo doctor recuerda su niñez, su vida entera, acción provocada por un sueño en donde ve su propio cadáver, situación que lo angustia y le hace cuestionarse su existencia.

El séptimo sello bien podría ser catalogada también como una obra de sutil terror. Bergman plantea al espectador todo aquello que le ocasiona temor al ser humano a través de uno de los hechos más espantosos que ha padecido la humanidad: la peste negra.

A partir de ese acontecimiento que mató a cerca de 25 millones de personas en Europa, es que el director sueco nos orilla a participar en un ejercicio de introspección pocas veces practicado por el hombre a pesar su fragilidad: charlar con la muerte, aterrarse con ella, padecerla y desear que nunca nos alcance.

Es la Edad Media, época con connotaciones arcaicas por su etapa oscurantista, en donde la iglesia domina y dicta sus ideas y su filosofía, la ciencia no tiene acceso a nadie, las explicaciones a todo fenómeno se suceden en torno a la figura de Dios y sus designios.

La población, inculta, iletrada e ignorante, asume que la peste es la manifestación de la ira de Dios y es así como le dan certeza plena y convencida de que dicha enfermedad no es casual, es la consecuencia de sus pecados. No hay salvación ante el enojo del ser supremo.

Es entonces que Antonius Blovk entra en una profunda crisis existencial, le atormenta la posibilidad de que después de la muerte, exista solo la nada. Duda y siente que Dios es un mero espejismo, se cuestiona la imposibilidad de volverlo tangible y de saber que quizá, ese concepto es una mera ilusión de la salvación del hombre. La muerte escucha a Blovk y le sonríe burlona. Mientras tanto, la partida de ajedrez continúa.

Al cruzado sueco también le surge la dicotomía del bien y del mal, la omnipresencia de una deidad, pero también del Diablo. Busca respuestas en una pobre mujer condenada a la hoguera acusada de tener pacto con Lucifer. Antonius le pregunta cómo puede concertar cita con Satanás, lo necesita para que le hable de Dios, porque si hay alguien que sabe todo de la divinidad es el maligno. Antonius tampoco encontrará respuesta ahí.

Basado en el Apocalipsis bíblico y las siete plagas, ‘El séptimo sello‘ nos enfrenta con los miedos ancestrales del hombre traducidos en los miedos existenciales de todas las épocas

La muerte es un ser horrible al que somos incapaces de enfrentar, pero quizá ese fanatismo religioso del medievo, resulte útil a la hora de aceptar sin cortapisas que no tenemos escapatoria, que todo tiene un fin y quizá, solo quizá, haya un Ser Supremo que nos recibirá con los brazos abiertos. Esa es pues la ventaja de explicarnos todo a partir de la religión, la certeza; sí, llena de miedo, pero certeza al fin.

Contrario a esa convicción ante la muerte, el hombre de nuestro tiempo, que tiene una veneración obsesiva por lo nuevo, acepta cada vez menos la idea de morir y ser nada. Busca la eterna juventud, el alargamiento de la esperanza de vida, la forma de atajar la vejez y la llegada de la enfermedad que nos postra.

Busca desesperado cómo eliminar arrugas, las del alma y las físicas, ese mundo, diría Byung Chul Han, dominado ahora por gimnasios, edificios y centros comerciales convertidos en las nuevas divinidades que prometen la satisfacción corporal y mental y les garantiza la posibilidad de vivir más y mejor tiempo, más saludables, más plenos.

La muerte le repetirá al hombre moderno lo que le dijo al hombre medieval, lo que le dijo a Antonius Blovk: “yo no doy prórrogas”, “si quieres jugamos al ajedrez, pero soy un gran jugador, te habré de ganar”. Y seguro, ganará.

Ingmar Bergman no nos da respuestas totales, siembra en su lugar, más dudas y cuestionamientos sobre lo que somos o pretendemos ser. Uno queda después de la vista de El séptimo sello con la sensación de intentar saber si ha valido nuestra estancia en el mundo terrenal. Más nos vale, parece decirnos Antonius, que sabe bien no podrá darle Jaque Mate a la muerte, esa que hoy, como en el siglo XIV, nos toca a la puerta.

Quizá sea bueno tener un tablero de ajedrez a la mano.

Y la Biblia habló

“Y cuando el cordero abrió el séptimo sello, en el cielo se hizo un silencio que duró una media hora. Y los siete ángeles, que tenían las siete trompetas, se dispusieron a tocarlas. El primer ángel tocó la trompeta y cayeron granizo y fuego mezclados con sangre…”.

  • Fotograma: El séptimo sello