Hasta hace poco desconocía que en el mundo de la teoría política de izquierda es un referente el desprecio generalizado a la parte sangrienta de la Revolución Francesa.

A todos nos gusta el simbolismo de un pueblo dándose cuenta de su mayoría de edad, forjándose en el ímpetu de una gloriosa revolución; sin embargo, es innegable que dejando lejos a la Convención Nacional o, posteriormente, a la Comuna de París, entre más nos acercamos a nuestro siglo más se reducen los pensadores de fácil acceso que están dispuestos a considerar siquiera que el cambio es un asunto de renuncia, de terror y,  por sobre todo, de violencia.

Llegado a este punto, imaginar un cambio ausente de violencia es un sinsentido. Vivimos pensando en que la catástrofe es inminente, que para todo hay un cronograma establecido, para la escasez del agua, para el calentamiento global, para la aproximación de agujeros negros que nos consuman, para la detonación de guerras comerciales, entre otras calamidades radicales; pero, al mismo tiempo, permanecemos confiados en que la racionalidad –justamente la que nos proporcionó estos cálculos- nos seguirá ofreciendo un futuro y la evidencia de que lo existente habrá de permanecer al alcance de todas las voluntades.

En otras palabras, tenemos una cita con la extinción de buena parte de la humanidad, no obstante, nuestros discursos políticos y nuestra elocuencia habitual desprecian a la violencia como un asunto sofocado y resuelto varias veces de antemano; después de todo, el mundo ya ha descubierto la socialdemocracia y los consensos.

Ante tal panorama, pareciera que se está mejor preparado para soportar el golpe de un asteroide, pero lo que se espera cada vez menos es que la posmodernidad lo aplaste a uno con la fuerza del Estado

Es en este contexto que Zygmunt Bauman señala que, discrecionalmente, a medida que los apoyos sociales pierden vigencia, el Estado desplaza sus funciones hacia el control social. En el caso de los gobiernos americanos se tiende hacia la militarización de la fuerza pública; empezando por Estados Unidos y siguiendo con México se puede ver que en ambos países hay ciudadanos que desde su color de piel y hasta su condición económica son percibidos como amenazas sociales. No sólo se militariza la fuerza pública, se militariza también la vida social. Por más que se quieran construir simbolismos de luchas significativas contra el crimen, los resultados no son más tangibles que las miles de muertes de ciudadanos concretos.

El desprecio por la singularidad es un criterio que incluso es apreciado en las políticas públicas, esto no viene como consecuencia de conductas corruptas de gobiernos predecesores, ni de la cortedad de miras de consejeros tecnócratas, ni del asfixiante corporativismo neoliberal objetivado en sus lobistas, esto se enraíza más profundamente; según Franz Rosenzweig, nuestro Occidente fue criado en el Idealismo, justo aquí nace el Estado como la forma más perfecta del despliegue del Espíritu absoluto. Hasta aquí todo ha sido dado para ser pensado y reconciliado, todo por absurdo que nos parezca está contemplado dentro de esa concreción perfecta.

El Estado decimonónico es nada menos que la suma de todos los sistemas de organización de la sociedad, como estructura de poder sobrevive a todos los objetos y a todos los individuos. Epistemológicamente tiene un fundamento tan perfecto y funciona tan bien que el modelo de estado democrático se ha vuelto incuestionable. Es fácil, en ese sentido, que hoy cualquier orden político pueda fabricar maniobras en las que todo puede estar justificado en nombre de un fin loable y, por sobre todo, común.

Sin embargo, el Estado, como la suma de todos los modos de ser de la sociedad, no es la sociedad como tal. Mientras aquél es fijo, ésta es cambiante. Rosenzweig, mucho antes que Michel Foucault, puso en la mesa el trasfondo violento del poder del Estado cuando señala que la única manera de garantizar el acoplamiento entre lo fijo y lo cambiante es el Derecho, y la obediencia a éste es la primera lección de la civilización, como lo expresaría John Stuart-Mill.

Es de dominio público que las llamadas ‘guerra contra las drogas’, por ejemplo, han existido para criminalizar a sectores poblacionales y para pacificar a los preocupados. El gobierno que encabeza Donald Trump, junto con otros gabinetes latinoamericanos, han heredado las infraestructuras jurídicas necesarias para actuar regresivamente dentro de los marcos de la legalidad.

Detrás de los valores instituidos siempre hay signos letales que pasan desapercibidos porque la verdad es actualización, son las justificaciones del presente, en tanto que el pasado lleva por condena ser siempre superable

No es un atrevimiento decir que el mundo pensante en general ha adoptado el discurso de la crítica a la racionalidad instrumental. Adorno, Horkheimer y Benjamin, son ese tipo de pensadores que la mayoría de las veces son aprendidos de oídas, por comentarios marginales que hoy, de algún modo, han cobrado relevancia.

Este aprendizaje de oídas ha logrado que a lo largo de todo el mundo occidental retumbe la aceptación de que la lógica de la racionalidad instrumental está imbricada en absolutamente todo y que, en consecuencia, la negatividad es un asunto, a manera de “entidad”, que se ha dispersado y ha colonizado cada mundo de la vida posible dejando de ser una dualidad tanto epistemológica como política. Es como si la crítica a la parcelación del conocimiento hubiera servido para distribuir y, por ende, atenuar la fuerza de los significados.

Decir hoy que la sobreproducción técnica nos llevará a la catástrofe no es nuevo, ni es útil, ni tampoco es esclarecedor. Si en los escritos de la Teoría crítica la preocupación central era la violencia sistemática producto totalmente de la racionalidad, ahora, en el albor del nuevo siglo con guerras atomizadas por todos lados, Occidente se preocupa por hacer evidente que la violencia no ocurre de facto sino que permea el lenguaje, racionalizando las causas, volviéndolas explicativas y, por tanto, perdiendo de foco que existen y que se promueven los instrumentos para ejecutarla.

No está mal señalar que el lenguaje es violencia, lo incoherente es que al mismo tiempo exista la promoción política de arsenales para emprender guerras que nada tienen que ver con cuestiones lingüísticas. Los medios para ejecutar la violencia siguen latentes de manera directa y constatable en los enormes presupuestos de los gobiernos que son dedicados para el mantenimiento de la seguridad.

Es evidente incluso que los parámetros de lo catalogado como “violencia” van de la mano con los requerimientos económicos y con los postulados propagandísticos según la época, como se vio en las pasadas elecciones de 2018 para el Senado estadounidense. Probablemente el único punto de acuerdo que alcanzan Republicanos y Demócratas sea la reforma penal de delitos graves a delitos menores. Los conservadores apuestan a ello como una medida de reducción del presupuesto destinado al mantenimiento de reclusos, y los liberales explotando su perfil libertario de defensa de derechos civiles llegan al mismo fin: la convención de lo que es violento de lo que no lo es. Sin ninguna valoración reflexiva en torno a la violencia. Lo anterior nos lleva inmediatamente a pensar que no hay discurso crítico del pasado que no forme parte de la mediatización ideológica del presente.

La contradicción de vivir al borde del fin de los tiempos pensando que la violencia no es un protagonista del cual ocuparse se ha configurado por tres vías

La primera vía es la exaltación de formas que antes eran más bien sutiles, mediatas, como por ejemplo la dominación social a través del lenguaje, la prevalencia de los roles en la sociedad, la censura temática en el entretenimiento; en resumen, el orden de la corrección política. Cuestiones que hasta hace no muchos años habrían pasado desapercibidas. La laxitud conceptual de este contexto rutinario nos permite construir la expectativa de que el enemigo es el otro, siempre el otro, que además debe ser el más próximo a mí y que, en todo caso, es el Estado el salvaguarda, el que debe poner orden y cortar de tajo la “normalización” de esta violencia simbólica.

La segunda vía tiene que ver con el doble rasero de la opinión pública, desde ésta la violencia es absolutamente condenable, sin embargo, no sólo es necesaria sino existente. Ocurre pero no ocurre. Existe en tanto que es extensiva e igualitaria, pero cuando hay individuos concretos aquejados es tratada como un evento aislado, como una perturbación en el estado de cosas pacífico que nos hemos construido y que, finalmente, es el que importa.

Y la tercera vía es la administración del Estado; dentro del marco jurídico y con objetivos estratégicos, precisos y justificados, la violencia va de ser condenable a ser una garantía del orden. En este punto, volvemos al núcleo de discusión que nos ocupa. Con el sentido de violencia disperso y anulado se llega a la pregunta de cómo opera el Estado para ser el garante de una realidad estable.

Como ya se dijo antes, persisten dos condiciones evidentes en los discursos de los teóricos políticos de relativa actualidad: desmarcarse de la violencia implícita en las revoluciones y condenarla a ser un fenómeno apolítico de carácter estrictamente instrumental. Mientras, por un lado, desde Hannah Arendt con Sobre la violencia, se le ha conferido a ésta un carácter estrictamente instrumental y se discuten formas de expulsarla de cada ámbito de la vida; por otro lado –y al mismo tiempo− se instrumentaliza la política. Lo último que debería de pasar, pasa. La política ha echado mano de la pragmática del discurso y del derecho positivo, dos fundamentaciones que sistematizan la reflexión sobre la vida pública. No son pocos los pensadores que se suman a las consideraciones de Arendt y Jürgen Habermas cuando apuestan por el consenso como una situación desprovista de violencia y coacción en la que reina la igualdad.

La pragmática del discurso es bastante extensa, se puede poner en la mesa como una gran receta cuyo propósito es mediar entre el mundo utópico y el mundo real

Sus recursos son tan vastos que acaparan desde el Imperativo categórico kantiano hasta la teoría de los actos del habla. Como toda corriente amparada en la positividad de la historia, la pragmática del discurso funda su importancia en encontrar la felicidad en autolegislarse. Absolutamente toda esta teorización recae en el compromiso con la racionalidad, con una que sí funcione en favor de un mundo desprovisto de violencia. Como si los regímenes totalitarios del siglo XX solamente hubiesen tenido como negativo la violencia en sí misma, pero que la instrumentalización de sus recursos públicos, de su opinión pública y de su vida social y jurídica hubiese funcionado como un engranaje perfecto.

La pragmática del discurso apuesta por un sujeto dialógico que deja atrás al histórico. Perfila un sujeto urgido por instaurar acuerdos de verdad y por cumplir con procedimientos que fundamenten normas públicamente: una ética del convencionalismo, diría Karl-Otto Apel. Sin embargo, el “convencionalismo” puede fácilmente convertirse en “corporativismo”, en su ética –la pragmática del discurso- tiene como objetivo último una “auténtica argumentación que pretenda descubrir lo correcto” dice Adela Cortina en su texto Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, en este sentido la disparidad argumentativa en el consenso puede ser terriblemente grande.

Una decisión, por muy racional que sea, no está exenta de producir afectados, los que probablemente no tengan ni la educación ni los recursos para acceder a la información pertinente en el conflicto. Lo anterior puede ser evidente de mil maneras posibles, pero  mientras no consiga llevarse un puesto prioritario en la teorización de la pragmática del discurso, su ética sólo se vuelve un instrumento que legitimará las decisiones de un corporativismo disfrazado de entes racionales con la voluntad moral de mejorar las cosas –y habrá que creerles-. La ética del discurso representa el último gran esfuerzo por defender una racionalidad positiva que intenta construir tropezando. La garantía de la democracia es su exigencia de autocuestionamiento, abierta a la pluralidad siempre y cuando sus procedimientos sean respetados e intocables, cumplir la primera tarea de mandar-obedecer, diría Stuart-Mill. Hasta aquí tenemos la legitimidad de los procesos racionales para la toma de decisiones. Nadie puede objetar que no se es libre en una democracia mientras se cumpla a cabalidad con sus reglas y parámetros de verdad.

Y, entonces, ¿Qué sucede cuando los procedimientos acarrean injusticias? ¿Qué instancia nos queda? Pues bien, menciona Walter Benjamin, el mayor “avisador de fuego” – según Reyes Mate-, que es aquí cuando sobreviene la positividad mayúscula, la que se ha construido palmariamente y al amparo de todos los eventos sociales: el derecho. Dice Benjamin en Para una crítica de la violencia que ésta es un producto natural, a la que el hombre renuncia en favor del Estado. Las personas, en singular, poseen fines naturales –sus propios objetivos- que generalmente chocan con los fines jurídicos.

Es debido a ello que el Derecho positivo debe garantizar la justicia de los fines que se persigan en cada caso por medio de la justificación histórica. El carácter explicativo de medios y fines hace que éstos puedan ser justos o no según el rastreo de su origen y procedencia. Esto no es otra cosa que la exigencia del derecho a un testimonio histórico de su legitimidad. Aunque el derecho puede ser una estructura de superación constante, es al mismo tiempo la actividad más opuesta a cepillar la historia a contrapelo pues funda su legitimidad en lo que ha triunfado racionalmente a lo largo del tiempo.

El interés del derecho en monopolizar la violencia no es para salvaguardar los fines legítimos, sino el propio ejercicio del Derecho

Según explica Benjamin, la violencia es una amenaza no por los fines que persiga sino por su existencia fuera del derecho, el sistema jurídico no se podría sostener si partiera del postulado de que los fines naturales pueden ser perseguidos bajo cualquier circunstancia y ante cualquier impedimento. No obstante, que las personas persigan sus propios fines naturales no representa el mayor de los riesgos. Benjamin habla sobre la violencia más temida para el Estado, aquella que es capaz de encontrar un resquicio en el sistema jurídico y logra manifestarse conforme a derecho.

Con esta oportunidad se encontraron las huelgas. El Estado concedió el derecho a huelga a los trabajadores al dictaminar que un “no obrar” no puede ser considerado violencia, así el Estado permite la suspensión de las relaciones obrero-patrón para que el primero pueda sustraerse a las peticiones del segundo sin ser sancionado; pero la lógica unívoca del derecho nunca previó que el derecho a huelgas singulares también podía ser ejercido en la suma de todos los paros, lo que se convirtió en la gran huelga general revolucionaria, perseguida a partir de ese momento por todos los frentes posibles.

Bajo ninguna justificación jurídica y, por consiguiente, el Estado se convierte en el brazo violento del patrón. Es decir, mientras que el individuo junto con la sociedad asuman una actitud pasiva en la defensa de posiciones, el Estado y el Derecho pueden ver incluso “bien” la expresión de desacuerdos, en ello radica la libertad de expresión; pero si la actitud es activa se le denomina “violencia”, no porque el contenido de las demandas sea dispar ni consensada (ética del discurso), ni siquiera se juzga si el fin es bueno o malo (derecho natural), ni por el prevalencia de instrumentos para conseguir un fin (Arendt), sino por subvertir un ordenamiento jurídico surgido de la buena voluntad.

El Estado echa por tierra todas las teorizaciones que lo apuntalan y cae en una relatividad dentro del proceder del Derecho, cualquier cosa, incluso una actitud dentro de los márgenes legales, puede ser asumida como “violencia”. De modo que el Estado procederá acrecentando sus medios para la coerción y con la legitimidad de todas las acciones de una u otra manera.

  • Ilustración: Antonio Berni