El hablar de la imagen como una observación precisa de la vida, nos lleva de nuevo a la poesía japonesa. Lo que en ella me fascina es su rechazo a siquiera insinuar el significado de la imagen última, el cual puede ser descifrado gradualmente como si fuera una adivinanza. El haiku cultiva sus imágenes en un modo tal, que no significan nada fuera de sí mismas, y al mismo tiempo expresa tanto, que es imposible captar su significado final.
La anterior expresión pertenece al libro, Esculpir el tiempo, obra imprescindible para entender el cine y el arte en general del mítico cineasta ruso Andrey Tarkovski. En él, Tarkovski se refiere a la imagen cinematográfica y la compara con un haiku.
El cine del director japonés, Ryūsuke Hamaguchi, se parece a un haiku, es conciso en sus imágenes, minimalista, desprovisto de grandes giros dramáticos, pero en sus costuras esconde toda la posibilidad de un lado oscuro, entiéndase esto como la sensación humana de albergar la tristeza, la felicidad, el enojo o la tragedia.
Ya en Drive my car (2022); Hamaguchi guiñaba sencillez narrativa, pero gradualmente deshilaba la complejidad de sus protagonistas, diseñaba una especie de haiku en imágenes sobrias para luego abrir el abanico de una tensión contenida para entrever la posibilidad de una gran tristeza originada en una tragedia de vida, pero también la rendija por donde se podría colar la esperanza de la redención para unos personajes sumidos en una confusión permanente.
En su nueva obra, El mal no existe (2023), el cineasta nos vuelve a llevar por el sendero poético de sus imágenes y nos abre la ventana de una cinta dedicada a la necesidad de cuidar la naturaleza, el medio ambiente, la costumbre y creencia de una comunidad rural que no admite con sobradas razones, la llegada del progreso y la plaga del turismo traducido en el glamping, terminajo que une el glamour con la naturaleza y su invitación para acampar con todos los lujos posibles, expresión que en nada se asemeja a la idiosincrasia de un mundo acostumbrado a la parsimonia de sus días verdes, llenos de aire puro, libre de intrusos esnobs.
Los protagonistas centrales de El mal no existe son Takumi y su hija Hana, ambos viven en un pueblo cercano a Tokyo y la llegada de la empresa que pretende establecer ahí su proyecto turístico, trastorna su existencia y la de todo el pueblo que de repente ve amenazado su estilo de vida, una vida que asoma al avance implacable del progreso, un avance del capitalismo no necesariamente moral y ético.
El cine japonés ha abordado con especial atención el casi imposible diálogo entre el mundo urbano y sus artificios de modernidad y la naturaleza permanentemente amenazada por la voracidad de quien ve en el campo y su verdor una posibilidad de negocio.
Comentados ya en este espacio en distintos momentos, Akira Kurosawa hacía un alegato en contra del progreso en su clásica cinta Los sueños (1990) y Naomi Kawase hacía lo propio en Una pastelería en Tokyo (2015) y Aguas tranquilas (2014).
Hamaguchi se introduce ahora en ese terreno escabroso y se une a Kurosawa y Kawase para debatir desde el cine la tragedia social que representa la intromisión del urbanismo y su idiosincrasia volcada a la generación de una realidad virtual que terminará por arrasar el concepto de la naturaleza y la propia posibilidad de extinguirla de manera acelerada
Sutil y pausado en su narración como un haiku, Hamaguchi se da el tiempo para incluso romantizar el pequeño pueblo en donde pretende extenderse el glamping, se regodea con una fotografía casi idílica y paradisiaca del lugar y retrata a sus pobladores como una especie de místicos plenamente conscientes de su misión en una vida reflejada en la parsimonia de sus días, en la rutina de sus labores cotidianas y en la aparente sencillez de sus aspiraciones.
Pero gradualmente Hamaguchi nos va también adentrando en la visión de la tragedia porque sugiere con pinceladas tenues que algo devastador puede ocurrir, pero como en la poesía japonesa, es difícil descubrirlo porque incluso el título de la cinta, El mal no existe, sirve como un perfecto distractor para convencernos de que la historia de Takumi, Hana y el pueblo, no puede terminar mal, no puede tener derroteros con tintes desgraciados, la belleza es demasiada para abrirle la puerta al diablo.
Ryūsuke Hamaguchi no le abre la puerta al demonio al inicio de la película, por el contrario, le da apertura al espectador con un travelling de cuatro minutos de duración en donde la cámara, en una toma contrapicada, observa los altos árboles y sus infinitas ramificaciones, una visión de la naturaleza que incluso sería capaz de calmar y serenar el estado de ánimo de cualquiera, más aún cuando esa larga toma concluye con la presencia de Hana mirando hacia arriba esos árboles, esa perspectiva que, sin embargo, representa una primera señal imperceptible de lo que vendrá después.
Con música de Eiko Ishibashi y fotografía de Yoshio Kitagawa, Hamaguchi complementa los tiempos cinematográficos de manera puntual porque se da espacios largos para ver a Takumi cortar leña con su hacha o con su sierra eléctrica, mostrarnos a los ciervos en su hábitat natural para pensarlos como personajes que cobran también un peso específico importante en la historia como recordatorio, por ejemplo, de que nadie puede invadir su privacidad y su dolor sin tener que sufrir consecuencias, una analogía o advertencia para el mundo moderno y su ignorancia supina sobre lo que la tierra necesita y no.
El final que nos receta la nueva obra de Hamaguchi puede prestarse a interpretaciones diversas, pero no puede dejar indiferente al espectador, el director japonés nos ofrece la belleza de un paisaje que no debería ser violentado y su conclusión es tan intensa y brutal como sosegada e inquietantemente ambigua. Saldrá usted pensando qué carajos pasó ahí.
Un travelling nocturno
La misma cámara vuelve a recorrer los mismos árboles y sus grandes alturas. Ahora es de noche. El mal no existe quiere debatir el concepto del bien y la maldad, su abstracción, su posibilidad o su inexistencia. Algo esconden esos árboles y sus alturas, algo la noche. Algo que los urbanitas no pueden entender y en ello llevarán el pecado y su penitencia.
- Fotograma: El mal no existe