Estoy en el café Emir. He pedido un expreso doble. Traigo ritmo de acá; es un ritmo que no me atrae, es hasta medio vertiginoso.
En Metro Universidad no había servicio y debí abordar el colectivo a Quevedo. Uno se nortea como si se estuviera en el desierto en pleno mediodía. Ando como si fuera un epígono de Benjamin, una febril ansiedad lo invade a uno al saberse medio perdido. Nada que no se supere cuando se logra distinguir, o reconocer algo. En mi caso, Metro Quevedo, el nombre pierde significado, se convierte en un andén, solo en eso. Veo, pues, el Portón y la Gandhi y la librería del FCE y siento que sé por dónde ir.
Calle Amberes. Café Emir. He llegado más de una hora antes. En algún momento sospeché que tardaría más. No había servicio, es domingo, no es un rumbo que conozca y no atinaba a alguna ruta. No. Todo resultó más fácil. El poli me ha dicho, está usted sobre Liverpool. Coreanos y árabes. Esto es la zona para mí. A uno le da la sensación de que ya ha estado aquí antes. Suena Damien Rice en el recuerdo. Creo que pasé por aquí aquella ocasión. Hoy no hay concierto.
Café Emir. Anoche me corroían las ganas por escribir
Con Juan, en aquellos días de café por las mañanas y dos o tres cigarros, me refiero a los tiempos universitarios, siempre era ansia por conocer, por ver, por eso. Con Vicente, con sus charlas, todo es un asalto de la escritura. Unas ganas equiparables a aquellos días, sí. Me siento en el territorio de la escritura, de la invención, de las construcciones verbales. Leerlo, charlar con él, hace que uno crea que debe escribir. Quizá debí haber comenzado la escritura en ese instante, acallar las angustias en el cuadernillo, pero estaba agotado, inmóvil, con la fuerza tan solo para pensar la idea de que quería y necesitaba escribir.
El lugar que visito ahora, a la par que me fascina y me sugiere tantas cosas, también me agota y me lleva a la orilla de la cama como al fondo de un abismal sueño en el que se han perdido los sueños bajo el filtro del cansancio por vivir la vida casi gris.
“La impaciencia nos va a matar a todos“, leo en Monseiur Pain. O será que leo a Bolaño y esa es la causa que verdaderamente me empuje a escribir, a creer que puedo-debo escribir. No lo sé. Tampoco debería importar
Quizá lo que valga la pena recapitular es que me noto despierto, a tiempos voraz como en esos días en que me enfermé de literatura y mi vida tenía una real transversalidad hiperbólica y recurrente en la literatura de la que hablaba, por la que vivía y en la que refractaba mi vida, mi inocua vida. Eran esos días en los que yo no era un farsante paseador de libros. Los leía y los tragaba y los consumía casi con la celeridad del recién desvirgado que en lo único que piensa es en consumirse. No daba tiempo siquiera a pensar “quisiera leer tal o cual cosa”. No. Solo consumía los libros sin parar. Hacía notas en mis diarios y no los confundía entre apuntes de clases o ensayos de cartas. Eran las crónicas de mis lecturas. Me dedicaba a dejarme poseer por esa vieja, longeva, siempre lozana, entera, radical o conservadora conocida como tradición literaria.
Café Emir. Calle Amberes. Así se llama una novelita de Bolaño. He consumido mi expreso doble. Pienso en que debo recontar mis viajes de los últimos días. Quizá en el recuento encuentre esa búsqueda sin resumen todavía. Quizá se reduce a mis manos recorriendo a veces incrédulas, a veces con tenacidad, al mismo tiempo que precoz.
Quizá se reduzca al entusiasmo de caminar la noche abrazando las conversaciones.
- Foto: Mapio.net
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