Todo leonés debería tener un mapa de la Central Camionera. Allí, en la calle La Luz, habitan los ‘diableros’. Ellos saben dónde está el jale y nos recuerdan quiénes somos

                                                            

     
Se podría decir que León mira hacia el futuro cuando salen a relucir los empleos que genera la nueva industria automotriz. A diario se postulan nuevas empresas que quizás vendrán si las condiciones les favorecen, mientras a otras no les queda de otra pues tienen que seguir a las grandes armadoras. Son las proveedoras, empresas satélite de origen oriental. Llegan, montan unas bodegas en Silao, se toman unas fotos en kimono con el gobernador, dan las gracias y se prometen cosas públicamente. Se podría usar siempre la misma imagen y no nos daríamos cuenta.

Así que se nos ha encasillado en un modelo ultramoderno de producción, importación y exportación que debería desembocar en orgullo local. Nos imaginamos esto como una máquina que trabaja veinticuatro horas al día. Leemos notas que muestran la cantidad de extranjeros que llegan a diario a la ciudad, escuchamos que se están creando comunidades orientales, que los supermercados tienen secciones especiales para surtirles el mandado, que hay gente que les consigue casa, escuela para sus hijos, membresías del club deportivo, colaboradora doméstica (sirvienta), coche, rutas de confianza y hasta amigos. He llegado a escuchar de gente que tiene contacto con miles de japoneses, como si se tratara del maletín de votos que carga Elba Esther bajo la axila.

Mirar hacia el futuro es aprender japonés, conocer sus costumbres, tener menús y espectaculares en su idioma. Nada de esto me molesta, al contrario, me hace sentir en Nueva York. Pero alguien se ha preguntado cómo se puede tropicalizar a un japonés más allá de llevarlo al Estadio de Zermeño, ya que estamos mirando hacia el futuro, con su jersey oficial de La Fiera. Alguien se ha preguntado que, si bien es oportuno y diplomático abrirles las puertas y ponerles sus marcas en las estanterías de HEB, sería bueno llevarlos a cada taquería callejera, darles la bienvenida en la cantina del Mónaco con unas canciones de la rockola, llevarlos de paseo por la Miguel Alemán, hacerlos comer enchiladas del Codito y obligarlos a tomar cebadina.

Propondría hacer un curso intensivo, un seminario práctico para introducirlos en el León del pasado. Y empezaría por llevarlos a la Central Camionera, el mercado más grande de zapato local e importado, de piel curtida y sintética. ¿Por qué ahí si es un lugar en el que todo mundo se pierde? Es muy claro, si uno se asoma a la calle Hilario Medina, entre la Acapulco y López Mateos, huele a cuero, hay cinturones colgados de las puertas metálicas, catalogueros (tema que tocaré en la siguiente oportunidad), balones de futbol amarrados en los pilares, vendedoras con cangurera, música de todo tipo y hasta una farmacia con su botarga.

Con la cadencia de los ciclistas londinenses y el empuje de una ciudad en constante progreso. Los ‘diableros’ dominan el arte de los nudos y saben de qué lado masca la iguana. Locatario sin ‘diablero’ de confianza es como un alpinista sin seguro

Pero si uno se adentra (y aquí es donde el curso empezaría a tomar rumbo) llega a la calle La Luz, donde cohabita el verdadero León, donde comulga el ambiente de mercado con los guiños del progreso. Aquí es donde uno se da cuenta de que cuando vemos al futuro, éste nos quiere poner un kimono, pero cuando vemos al pasado, éste nos recuerda que estamos hechos de barrio, de peleterías, de solventes, de suela de cuero, de pespunte, de comercio, de mayoreo para el foráneo y para el que lleve a partir de seis piezas. El pasado nos recuerda que el dinero aquí se queda, que somos una ciudad de obreros y comerciantes de zapato que comen en su local a diario. Parece que aquí el que no tiene que ver con las picas es porque ya se le olvidó su origen.

Todo leonés debería tener un mapa de la Central Camionera, porque ahí no solo se vende zapato, también hay carros de fruta, de tacos sudados, de aguas frescas, locales de pizza, de café y de tortas. Pero la calle La Luz tiene una peculiaridad que me parece espectáculo suficiente para soportar la música de banda que no cesa local tras local y que desafía todas las leyes naturales del embalaje de mercancías, que incluso debería ser materia de estudio en las carreras de logística: los diableros. Estos personajes suben y bajan escaleras, transitan a lo largo y ancho de la calle con la preferencia de los motociclistas de Barcelona o de Uriangato, con la cadencia de los ciclistas londinenses y con el empuje de una patria en constante progreso. Los diableros no sueltan sus diablos, en ellos transportan docenas y docenas de cajas de zapato atadas con rafia, dominan el arte de los nudos, saben donde está el jale, de cuáles locales sale más mercancía y adónde hay que llevarla, saben de qué lado masca la iguana. Locatario sin diablero de confianza es como alpinista sin seguro de vida.

Quienes se asombran con los ociosos que erigen pirámides con cartas o vasos desechables es porque no han visto a nunca a un diablero cargando más de diez lotes de zapato. Sin embargo, en ese paisaje colorido y ruidoso de la Central Camionera, quizás uno nunca descubra el destino de la ruta. No es que pretenda que los diableros den paseos a los japoneses por La Luz, lo cual no sería mal negocio, de lo que sí estoy seguro es de que la Zona Piel, como hace algunos años quisieron llamarla, es un epicentro comercial que no ha sido sustituido por los outlets y merece una oportunidad como atractivo local, ya que nos recuerda de dónde somos y hacia dónde vamos.