No hubo ningún problema al aterrizar en Panamá. Al salir del avión el calor y la humedad me recibieron como hacen esos niños empalagosos que abrazan a sus mascotas hasta asfixiarlas.
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Cada vez que he tenido que pisar y recorrer un aeropuerto me siento como si estuviera en una jaula donde las ratas, algo aturdidas, buscan con ansia un espacio libre de electrodos para no recibir descargas eléctricas. Al ser una escala muy breve, no hubo tiempo de parar en un café y seguir con las notas sobre las nubes. La hora y fracción que estuve sentado, esperando la llamada para abordar el vuelo a Lima, se me fue en observar avestruces: hombres y mujeres con la cabeza metida en sus celulares.
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No soy ajeno a la queja, a las ridículas muecas de inconformidad, incluso mi currículo privado no está exento de incursiones en el melindre; más de alguna vez he sido quisquilloso y llorón, es decir, un ser bípedo común y corriente, ajeno a lo extraordinario y vecino íntimo de lo vulgar. Tener presente lo anterior me ayuda a no quejarme tanto, a respirar hondo para aniquilar al ogro en mí que quiere desmembrar la cabeza de mi vecino de asiento.
Evito de esta manera levantar la mano y llamar al personal para que me auxilie, para que me ponga en otra butaca y deje al híbrido de humano y león marino que está a mi costado hacer de las suyas. El tipo se la ha pasado bostezando y con ello estirando su mole a todos lados. No he contado la cantidad de golpes y patadas, supongo involuntarias, que me ha dado en los últimos cuarenta minutos. Apenas terminó de comer cuando ya estaba hurgándose la nariz y boca como quien cree que encontrará petróleo al cavar en sus respectivas cavidades. Sospecho que ha hecho lo mismo con su culo; no para de ir al retrete. Su codo ha estropeado mis notas, estas que escribo con letra diminuta. Ojalá pudiera leerlas de reojo y así moderarse, pero eso es una esperanza estéril.
Conozco bien a los de su calaña. No me queda de otra más que reprimir toda mi ira y volver a las nubes para tranquilizarme
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Creí que era el único quejoso a bordo. No. Hay una vieja loca que ya tiene más de diez minutos urgiendo atención. Quiere hablar con el capitán. Es decir, que el encargado de este avión deje de pilotear para que atienda la infinita cantidad de quejas que se ha reservado desde que subió.
Soy prejuicioso, lo sé; y cada que veo a alguien de esa edad con los labios pintados de rojo sangre y las pestañas tan largas, como el trinche de un demonio, no puedo evitar asociar esa figura con lo escandaloso. Un grupo de pasajeros abuchea a la mujer caprichosa y ella, en un brote de sentido común deja de incordiar. Por ahora, lo mejor será ponerme los audífonos y escuchar música de Richter, Arnalds, Frahm, Chauveau, Schuster.
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Compré un café en el Aeropuerto Internacional de Lima y luego salí a fumar. Un argentino se acercó para pedirme que le vendiera un cigarrillo. Me tentó la idea de decirle que cada uno costaba un dólar, pero desistí. Le di el cigarro y puse cara de que no me interesaba hacer plática. Mientras fumaba, para evadirme del tumulto de personas que entraban y salían del inmueble, veía un cielo cerrado, gris y me preguntaba a mí mismo sobre la posibilidad de que hubiera un pintor limeño obsesionado con las nubes, como John Constable, paisajista del siglo XVII, quien se autodefinía como: I am the man of clouds.
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Algo que vi, de reojo o a las prisas, detonó en mi cabeza un recuerdo. Cuando vivía en Irapuato la vida me parecía tan aburrida a ciertas horas por el solo hecho de no ver nubes en la ciudad fresera. Sólo brillaba el cemento gris bajo un cielo lampiño de nubes. El azul de ese techo le incitaba a ese sujeto, que era yo, un tremendo deseo de reventar, de estallar, como le pasa a los globos que en una fiesta de cumpleaños, al terminar, sobran y no hay de otras más que pincharlos. No era que tuviera ganas de matarme, de morir ipso facto. Era, lo creo ahora, esa especie de ansiedad que precede a una eventualidad estrepitosa.
Pero no sucedía nada de eso. Sólo se me iba, literalmente, la vida en tragos, en borracheras teñidas de resentimiento y auto-conmiseración. Y luego las crudas, a las que por cierto no extraño para nada. Leí en aquel entonces muchas veces el diario La tentación del fracaso, sobre todo el tomo II, de Julio Ramón Ribeyro.
Jamás imaginé que un día estaría en el país natal de ese escritor ajeno a tener la jeta sin un cigarro encendido. Cada que Julio anotaba sus pleitos contra sí mismo, contra su escasez de recursos, literarios o monetarios, yo sentía que este señor se había metido en mi cabeza y anotaba cada uno de los varapalos que ahí se aglutinaban.
Leo lo anterior y no me queda de otra que aceptar mí naturaleza vaga, ambigua
Este viaje, a ratos, no sólo ha implicado un desplazamiento topográfico, sino también un recorrido por recuerdos anodinos, irrelevantes, que estarían fuera de mi alcance de no ser por andarme entre las nubes. Hay un dicho en México que me viene al dedillo: “estar con el culo presente y la mente ausente”. He ahí un probable slogan para hacerme unas tarjetas de presentación.
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Acá, en el aeropuerto de Lima, tendré que esperar unas horas para tomar el tercer y último vuelo con destino a Tacna. He tomado mi respectivo pedazo de piso para descansar antes de pasar por la aduana, porque ya estando ahí no habrá manera de salir a fumar. El desfile de cuerpos y rostros que me toca presenciar estimula ciertas fantasías, asociaciones rayanas en lo extravagante, morbosas. Sueño despierto, demasiado. Lo mejor será levantarme y salir.
Fumo nuevamente. Las nubes de humo que se forman a mí alrededor no traen mensajes cifrados, no devienen oráculos. A veces me gustaría tener la disposición de creer, sin duda alguna, en la magia, de confesar esa convicción sin rastro de sonrojo.
A un poeta como W. B. Yeats le daba por preguntarse el por qué y cómo era posible que no nos inclinásemos, sin resistencias, a ese conocimiento que aporta la magia y todo cuanto involucra ésta. A él le daba por asociar el origen de la poesía en los conjuros, en las plegarias.
Hoy está mal visto, entre la gente que se las da de intelectual, el que alguien crea en Dios, en la brujería, en la astrología. Se les tacha a estos individuos de ingenuos, imbéciles o charlatanes. Y muchos se esmeran en que esa observación no sea desatinada.
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Quizá me convenga, por ahora, tener presente a Ernst Jünger para avivar más mis divagues y dudas. Él, ya nonagenario, escribía el 3 de mayo de 1986 en el aeropuerto de Kuala Lumpur, la siguiente reflexión en su diario: “La actitud de plegaria es primitiva, no sólo entre los hombres, sino también entre animales y plantas; podría buscarse también en la materia, en su tejido, en sus movimientos. ¿Por qué retorna el círculo a su inicio? ¿Por qué se expande una superficie radiada? Tal vez quiera disfrutar aún más del sol, igual que la lagartija, que se aplana. Hay plantas de culto solar, otras de culto lunar. La actitud de plegaria de un ateo podría consistir fumar un cigarro. La costumbre se convertiría en culto cuando la conciencia o un precepto le otorgara una categoría especial y se convirtiera en un ritual con repeticiones moderadas. En las películas vemos una insinuación: durante una reflexión, antes de una decisión, también antes de atreverse a hacer algo, resulta grato encender un cigarrillo”.
Es hora entonces de mi última plegaria, un cigarrillo más antes de treparme al avión que me llevará a Tacna
Y nuevamente Jünger pregunta: ¿Qué significa volar en un proyectil en el que uno se mueve dentro de un confort alambicado? Lo único seguro es el peligro…
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Llegué a Tacna sordo. En el aeropuerto me esperaban Daniel Rojas Pachas, Milvia Atala, su esposa, e Iris Kiya.
Los tres me dieron la bienvenida con una sonrisa de descanso, casi de ternura. Supongo que les dio placer el que yo no hiciera una estupidez que implicará un retraso y por ende, que terminara entorpeciendo la logística del Encuentro al que estoy invitado. O también, y casi es seguro esto, les dio alegría ver completo a uno más de sus invitados.
No es un cliché el que los poetas se encarguen de hacerla de bobos cuando no se les ha solicitado esa versión de su personalidad. Es común que más de un invitado cancele horas antes, o que pierda un vuelo o un autobús, también, y son legión, hay quienes llegan hechos trizas por no haber parado la parranda a tiempo. Al terminar los saludos nos subimos a un taxi, con destino al hostal El Chaparro, donde estaría hospedado. Ya el año anterior había pasado en ese lugar varios días y me había resultado agradable.
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No habrá tiempo para reposar. Hay que salir a un karaoke, me han dicho los anfitriones. Ni modo. Creo que aún puedo resistir otra desvelada. Estoy acostumbrado a traspasarme en lo que respecta a las horas de sueño. Hace poco que me importa un bledo la cantidad de horas que duermo; me acuesto pensando sólo en una cosa: voy a descansar. Cuando salga de esta habitación comenzará oficialmente el Encuentro.
Estoy contento de no estar en México, de volver a ver a ciertas personas a las que admiro, Iris Kiya es una de ellas.
- Ilustración: John Constable
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