Hace unos días fui invitado a charlar con el poeta Gabriel Márquez de Anda.

 

Escribir corto, para concluir antes de hastiar
Nicolás Gómez Dávila

 

El tema a tratar era el ensayo. Ambos divagamos ante un escaso pero muy atento público. Considero, como la hacía notar Alejandro Rossi, que improvisar es un acto terrorista. Así que escribí algunos apuntes y pistas para no perderme del todo. Al terminar la charla, nuestro anfitrión Carlos Guerrero, me pidió que compartiera los apuntes que leí. Aquí se los dejo.

 

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No lo voy a negar. Tiendo, viciosamente, a las generalizaciones. Y claro, eso acarrea pleitos innecesarios, largas horas de un sermón que nada pide a los proferidos en una catedral en vías de restauración. Ya digo “todos” los hombres, “todas” las cosas, “ningún” animal o vegetal, etc., eran, son o serán… y viene alguien, con bayoneta por lengua, a persuadirme de que me retracte in situ de mis generalizaciones insolentes.

Entonces, con cierto tartamudeo de diplomático en aprietos, recompongo la frase, maquillo el juicio, podo adjetivos e injerto adverbios. Así le doy gusto, y evito un mal rato para lo que queda mi hígado, a ese fiscal del buen decir.

Cierto, mi actitud es hipócrita, incluso rastrera, pero a quien da cal por harina hay que ofrecerle piedra por pan

Además, el anatema, como recurso e instrumento del alegato, de la contradicción, jamás ha decepcionado a sus usuarios.

Un lapsus discursivo bien poder ser una herida que sana incluso con saliva, pero un anatema es como un muñón supurante que entretendrá al más avezado de los cirujanos. A dónde voy con todo esto. A que no me tiembla el pulso al suscribir: el ensayo “siempre” (ahí está la generalización), encuentra su ataúd en la academia, en la universidad e, incluso, en gran parte de las páginas de los periódicos, sean impresos o electrónicos.

El ensayo no es una estantería de información pringosa, tampoco es el racimo de pedantería con el que se pretende seducir a la más odiosa de las mujeres bonitas, incluso, muchas de las veces omite sutilmente explicar, argumentar, y predicar desde alturas que sólo conocen los que ganan fajos gruesos de billetes para comprar joyas y viajes exentos de mosquitos y niños pordioseros.

Hay poco de conclusivo en el ensayo.

Pascal Quignard hace bien en escandalizarse ante ese feo grano que muchos consideran un lunar encantador. Anoto lo que él comenta al respecto: “Esa forma de escritura me apasionaba: hacía mucho que odiaba la disertación clásica, en la que la tesis y la antítesis alcanzan forzosamente la conciliación de la síntesis. Ese sistemático ‘happy end’ del ensayo, consagrado a una conclusión insípida y conciliadora, me parece insoportable. Prefiero la tensión barroca en la que, como ocurre en las suites de Bach, se escogen dos temas que se contraponen, que bailan en clave mayor o en clave menor sin reconciliarse jamás en la paz siniestra de la síntesis. Así pues, estos textos proponen interrogantes abiertos, y ninguna respuesta. Nada es unívoco, todo se halla dividido. Todo aquello que resulta desgarrador permanece en un estado desgarrado”.

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Ya que he comenzado de manera tangencial esta intervención, no veo por qué rectificar el camino, es decir, ir al dato duro y pomposamente preciso de la historia del género literario llamado ensayo. Será en otro espacio, en otra dimensión, donde quizá arranquemos con la anécdota que recuerda el posible alumbramiento de este “Centauro”.

Dejemos al contrito Montaigne escribir sobre sí mismo en el segundo piso de su castillo, allá por marzo de 1571; dejemos que siga conociéndose a sí mismo, bajo el impulso dictado, así lo plantea el filósofo Maurizio Ferraris, por el luto de su amigo Étienne de la Boétie. Pero quedémonos con esa viruta del mueble llamado Historia del ensayo.

Ese pequeño rizo de madera es el ‘conocer y pensarse a sí mismo‘, que es parte sustantiva del ensayo, al menos como yo lo entiendo, y no estoy sólo en ese frasco

Quizá alguien, con respetable tino, inquiera y diga que me estoy yendo por las ramas, además de confundir el ensayo con la autobiografía. Pero permitan que acote, con ayuda del chileno Martín Cerda, lo dicho arriba. La vida que se asoma en el ensayo es la de un hombre ocupado en leer, en glosar e interpretar lo escrito por otros hombres. Se trata, en suma, de un texto en el que se pretendió expresamente que re-sonaran estas palabras que, hace cuatro siglos, antepuso el mismo Montaigne en sus Ensayos: “Ainsi, lecteur, je suis moi-même la matiere de mon livre” (“Entonces, lector, yo mismo soy el tema de mi libro)”.

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Vivir y leer, son experiencias de las que se nutre el ensayo. Habría que inventar un neologismo que simultáneamente equivaliera a ambas, que suprimiera el hiato ente una y otra. Y cuando esa invención corriera en los textos, sobre todo académicos, también habría que condenarla al olvido para que no pierda su estatuto equívoco y su campo semántico no se restrinja a precisiones tediosas.

En fin, hay una evidente contradicción en esto. Pues vivir y leer son acciones de naturaleza distinta para el purista, pero como yo tiendo a la corrupción de los sentidos (semánticos, en este contexto) y no hago caso de ese estrabismo que las taja y las deshermana, las entiendo, a la lectura y a la vida, como sinónimos.

El analfabeto lee, pues vive. ¡Pobres de nosotros, o de ellos, si aceptásemos supersticiosamente como ineludible el monopolio literal, o letrado, o literario, de la cultura!, decía Jorge Bergamín en su ensayo La decadencia del analfabetismo. Escribe quien vive leyendo su vida, desde sí mismo a través del espejo que le ofrecen los otros, a través de experiencias y letras ajenas pero propias.

La historia es la misma, sólo los personajes y los escenarios cambian, apuntaba Schopenhauer y luego Borges, sustituyendo la historia por la metáfora, afirmaría lo mismo. Entonces, a las palabras de Martín Cerda hay que agregar, con bastante sutileza, la no necesaria referencia libresca, cuando sólo es ornamental, en todo ensayo al modo de cita, nota al pie de página, corolario, escolio y todo cuando es materia textual. No por miedo o aversión a la letra impresa, o al cálamo platónico, sino por prudencia para con nosotros mismos.

Hay vidas que probablemente nunca alcancen la hondura de un verso de Virgilio o de Shakespeare, de Keats o de Quevedo

Y entonces, a qué viene tanta referencia y cita, si acabo de cercenar ese recurso. A que yo he vivido, más intensamente, cuando leo mi vida como un libro y cuando un libro lee mi vida. Puede que ensayar tenga, en este trabalenguas, un indicio, un embrión al que cuidar. Notar que algo ocurre en un texto, en la conciencia (y, por ende, en el cuerpo) del lector y en el mundo en que se encuentran texto y lector, y a la vez, dejar constancia escrita de eso que se notó. Y el mismo Martín Cerda anota: “El ensayista es, en efecto, un lector, pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones. Por eso, justamente, en todo ensayo ocurre, entre otros asuntos, que se piense y se des-piense, se sume y se reste, se prologue y se infrinja cánones, las normas o, si se quiere, las doxas”.

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Inquietud, desasosiego, curiosidad, interrogación o cuestionamiento son, quizá, capas de un mismo fenómeno, que motiva e incita, a quien ensaya. De ahí que muchos ensayos tengan un carácter vertiginoso en sus preguntas pero no en sus soluciones. La duda es un juguete, recuérdese a Francis Bacon, con la que se juega hasta el hartazgo. El ensayista, por supuesto, privilegia a uno de esos juguetes, probablemente el más humilde, el que siempre tendrá una morada en sus manos cuando no pueda asir o poseer otros, más vistosos pero menos excitantes.

Una pregunta, una duda, su formulación es el centro y el margen de cuanto escriba el ensayista. Juega a componer y descomponer esa duda, a veces la deja sin una ruedita, otras le injerta una sirena para ver y escuchar ese cambio. A él esas apariencias, esa modulaciones, lo tienen, hasta cierto punto, preso; no es que no se le escapen, lo que no puede es escaparse de ellas, de esas dudas: a veces fustigantes, otras tantas tiránicas, rara vez oportunas. Asaltan la calma para no dejar en paz al recipiente.

Walter Benjamin, nos recuerda Susan Sontag, había nacido bajo el signo de Saturno, era de carácter melancólico, azorado por dudas que para otros serían nimiedades, o focos ramplonamente problemáticos, y sin embargo, él es uno de los grandes ensayistas del siglo XX. No fue un pastor del Ser, como Heidegger, sino un cosmopolita que se guardaba rebaños de juguetes en los bolsillos para luego escrutarlos.

Cada pregunta formulada por el ensayista será un vendaval de otras preguntas, le desgastaran como hace el tiempo, al menos eso dice M. Blanchot. Y la paradoja es que el ensayista sabe parar a tiempo, su tarea no es la de agotar el tema, de decirlo todo de una vez, sino de insinuarse una vía que supone será una salida: el inacabamiento.

 

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El lugar idóneo para citarnos con el ensayo es el laberinto, su casa. Las palabras con las que está edificado son como los ladrillos con los que se intenta volver a levantar el templo en ruinas, con la certeza de que jamás quedará restaurado por completo. Nietzsche, otro de los grandes ensayistas del siglo XIX, escribía, no recuerdo dónde, que el escepticismo es el laberinto del escritor. De ahí que refiera al laberinto como la casa del ensayo.

Más que certezas y verdades gordas, el ensayo nos deja ese jején de la duda. La cual, en su momento, invitará a vivir, leer, glosar e interpretar.

  • Ilustración: Joos Van Craesbeeck