En su novela, La ciudad de los prodigios, publicada en 1986, Eduardo Mendoza nos cuenta una historia ficticia de la Barcelona, de por allá por finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, entre las dos Exposiciones Universales que se llevaron a cabo en esa ciudad entre 1888 y 1929. Nos cuenta que, siendo una ciudad portuaria, Barcelona atraía o, mejor dicho, servía como destino último para muchos marineros que, desde una temprana edad, por causas de la vida o del despiadado destino, se habían entregado a sobrevivir y a vivir del mar.
Mendoza nos narra:
“Por los muelles y calles aledañas pululaban marinos viejos de rostro curtido; solían llevar el pantalón arremangado hasta la rodilla, blusón a rayas horizontales y gorro frigio. Fumaban pipas de caña, bebían aguardiente y comían cecina y unos bizcochos que dejaban secar durante semanas; también succionaban limón con avidez; eran lacónicos con la gente, pero hablaban a solas sin parar; rehuían el contacto humano y eran pendencieros, pero acostumbraban a ir acompañados de un perro, un loro, un galápago o algún otro animalito al que prodigaban mimos y atenciones. [y aquí viene la imagen lapidaria que solo la buena literatura sabe crear] En realidad sufrían un trágico destino: embarcados de niños como grumetes no habían regresado hasta la vejez a su tierra natal, a la que ya sólo les unía la memoria. El vagabundear continuo les había impedido fundar una familia o anudar amistades duraderas. Ahora, de regreso, se sentían extraños. Pero a diferencia del auténtico extranjero, que puede moldearse mal que bien a las costumbres del país que le acoge, ellos arrastraban la impedimenta de unos recuerdos falseados por el transcurso de tantos años, por tantas horas de ocio desperdiciadas en forjar ensueños y proyectos; ahora, enfrentados a una realidad distinta, estos recuerdos idealizados les imposibilitaban de adaptarse al presente. Algunos precisamente para evitar estos desajustes optaban por acabar sus días en algún puerto, lejos de su patria. Este era el caso de un lobo del mar casi centenario llamado Sturm, de origen desconocido, que en aquellos años se había hecho célebre en la Barceloneta donde vivía. Hablaba una lengua incomprensible para todos, incluso para los profesores de la Facultad de Filosofía y Letra”. (pág. 30)
Terminado de leer Sino Peripatético (Sudaquia Editores, 2023), de Daniel Campos Badilla uno de los primeros gustos que un sediento y onírico lector podrá encontrar y deleitarse en estas memorias, será la autenticidad de reimaginar y reencontrarse con imágenes de pasadas lecturas, de pasados personajes, de pasados caminos recorridos, y quizá con un poco de suerte, tropezarse con algún delicioso y desdichado recuerdo que el tiempo se ha encargado de guardar para después darle sentido a lo que antes no podía.
Este es el caso del marinero en la novela de Mendoza y el peripatético de Campos Badilla. Desde que he terminado de leer Sino Peripatético, no he hecho otra cosa que pensar y pensar en este marinero que se queda a vivir en la Barceloneta, y también en imaginarme a Campos Badilla caminando este puerto y este patio, quizá ahora, llamado Nueva York.
Aunque la descripción de este personaje está llena de humor y tenga matices de ser ficticia, lo que está presentado en este marinero es la cuestión humana frente a la soledad, frente al destino, frente al abandono, y el resultado del desarraigo de no pertenecer a ningún lado.
En pocas palabras, en Sino Peripatético un marinero y un filósofo parecieran experimentar, esto que llamamos vida, de maneras similares. Siempre pensando. Siempre caminando. Siempre en soledad, aunque rodeados de tanta gente
En estas memorias nos enteramos de que Campos Badilla deja su país, Costa Rica, a temprana edad y emigra a los Estados Unidos para estudiar matemáticas y filosofía. El libre albedrío pareciera quedar en un segundo plano. A temprana edad el despiadado destino, que todo lo sabe y todo lo hace, lo arranca desde su patria para volverlo a plantar en otro lado del mundo. Llora la pérdida profunda de su compañera del colegio, pero ya, desde antes, Arkansas lo había estado esperando.
En una postal Campos Badilla se confiesa: “Después entré a la U y vos volviste al cole pero seguíamos siendo amigos. Yo pensaba que en un año me alcanzarías en el campus. Concursé por la beca en Arkansas y me la ofrecieron, pero yo no sabía si quería irme de Costa Rica. En gran parte era por vos” (Sino Peripatético, pág. 163).
Cloto, Láquesis y Átropos ya le tenían preparados desde antes: otras tierras, otros climas y otros caminos por recorrer. No está tan descabellada la idea de pensar que desde esa temprana edad ya había otros peripatéticos regados por todo el mundo que lo estaban esperando y Campos Badilla no lo sabía.
Quiero pensar que yo, otro emigrado y un exestudiante suyo de Brooklyn College, nunca hubiera llegado los escritos del padre Bartolomé de las Casas de no haber sido porque una tarde del 2007 leí en un panfleto universitario que un tal Daniel Campos iba a enseñar una clase llamada Latin American Philosophy. En ese momento, Campos Badilla, sin saberlo, como Don Quijote, enderezó un tuerto emigrante.
Me gustaría seguir adelante y tranzar una analogía e irme un poco más lejos de la verdad y decir que Campos Badilla es un “marinero” moderno de este salvaje siglo veintiuno en el que vivimos. Anclado en Nueva York decide cuestionarse el propósito de la vida
El mar bien podría ser este nuevo país o, también podría ser su profesión, en este caso la filosofía. Pero también por qué no decir que ese mar podría ser el todo, podría ser la metáfora de la Vida. Campos Badilla ha viajado mucho por estos mares.
Y ahora, después de muchos años descubrimiento, aprendiendo y enseñando sobre este mar que es la Vida, el destino decide llevarlo de vuelta esa patria que lo vio nacer. Vuelve, pero no de pasada. Vuelve a quedarse allí por algún tiempo. Llega a la patria de su niñez queriendo encontrar respuestas a la pregunta milenaria que todos nosotros sufrimos, pero que pocos tenemos la fuerza para hacernos: ¿qué carajo es la vida? ¿Existe un propósito?
Campos Badilla es un filósofo, entrenado en la mar que es la Vida. Es también, como Descartes, la cosa pensante que siempre piensa y existe. Pero, más que todo esto, Campos Badilla es un observador minucioso que hace uso de un barroco moderno para contarnos sus experiencias mientras camina en este “patio” llámese Nueva York, Costa Rica, Brasil, España, Pensilvania, Brooklyn, o Tierra. Escribe: “Ha llovido esta tarde. Ahora el jardín huele a tierra mojada. Las gotas translúcidas brillan sobre las hojas del rosal y los pétalos tersos de sus rosas magenta. Se ha oscurecido el rojo de las pasifloras. Piso descalzo el zacate mojado. Como la tierra sedienta, siento alivio. ¿Me estoy arraigando en este suelo?” (pág. 151).
El caminar descalzo sobre hierba mojada lo reconecta a la tierra de su niñez y esas gotas translúcidas dejadas por la lluvia dejan pasar la luz del sol para que el peripatético caminante sienta y se reencuentre con sentimientos y emociones pasadas y nuevas. Pisa la tierra, pero se da cuenta de que la duda se vuelve aún más grande. La tierra que lo vio crecer sabe que ya no le pertenece a ella; sabe que el peripatético ahora le pertenece al mundo.
Sin duda, conforme avanzan sus memorias Campos Badilla vuelve a reencontrarse con viejos amigos, hace nuevos amigos y experimenta la patria de su niñez con un ojo crítico que de vez en cuando lo ayuda a desenterrar enfermedades humanas y sociales y políticas difíciles de erradicar en Nuestra América real maravillosa
Al final del viaje nuestro peripatético parece que ha encontrado la luz a al final de túnel. Ha experimentado momentos familiares cargados de amor y reencuentros entre viejos amigos del colegio que le han enseñado que las desgracias y desdichas son parte de la vida y que solo el amor es el ingrediente fundamental para curar heridas. Regresa a la ciudad portuaria.
De los viajes y memorias de Campos Badilla, un sediento, onírico y lúdico lector podrá quizá encontrar la respuesta al sentido de la vida y el propósito de ésta. Quizá también podrá darse cuenta de que la verdad muchas veces está tan en frente de nosotros que nos ciega.
El que lea Sino Peripatético podrá gozar de unas memorias escritas con los condimentos de este nuestro presente siglo. Hallará en ellas una vasta descripción de la flora y la fauna de Nuestra América. Podrá escuchar y recordar boleros, cumbias y merengues de antaño. Incluso creo que podrá aprenderse algunos pasos de baile que para troncos como yo son imposibles.
Sino Peripatético nos terminará demostrando que no es tan malo ser filósofo y andar perdido. Descubrirá, quizá lo contrario, que la literatura y la filosofía, como un algodón brasileño o un espavel tico, son árboles que dan buena sombra y cobijan de tempestades mientras se camina por un puerto, sea éste en Santos, Barcelona o Nueva York.
- Foto: Portada del libro ‘Sino Peripatético’ (detalle)