El narcotráfico en Sinaloa no es disfunción, es eficiencia: una forma de organización capitalista que administra muerte y poder bajo la lógica del mercado global.
En Sinaloa, la violencia no irrumpe: administra. Se desplaza como si fuera parte del aire, incorporada a la vida diaria con la eficiencia de un algoritmo y el cálculo de un negocio. No es un residuo del pasado ni una disfunción del Estado: es el sistema capitalista operando a plena capacidad en una de sus formas más sofisticadas y obscenas.
Lo que muchos siguen llamando “crimen organizado” es, en realidad, “una corporación multinacional de la muerte”, un modelo empresarial adaptado a la fragmentación institucional, a la desesperanza social y a la lógica global de la acumulación.
No se puede entender lo que sucede en Sinaloa desde las estadísticas únicamente, pero tampoco sin ellas. Según datos analizados por la BBC, el Cártel de Sinaloa en 2017 llegó a tener presencia en al menos 50 países y generaba ingresos estimados en más de 3 mil millones de dólares anuales. Sus ganancias provenían de una red diversificada de operaciones: narcotráfico, extorsión, trata, minería ilegal, corrupción. Su alcance desde entonces no ha parado de aumentar. Su estructura interna refleja una racionalidad organizacional avanzada: divisiones especializadas, mandos intermedios, control de calidad, inteligencia logística, manejo financiero y protocolos de seguridad comparables a los de cualquier firma internacional.
¿De qué estamos hablando, entonces? De una empresa. De un holding armado que ha sabido adaptarse a cada cambio de contexto geopolítico. Estos grupos criminales se comportan como conglomerados: cuando las rutas terrestres se cierran, abren canales marítimos; cuando Estados Unidos refuerza su frontera, expanden distribución en Europa o África. Así opera una organización capitalista globalizada: con capacidad de adaptación, disciplina y proyección. ¿Qué produce? Control, poder, muerte y un modelo exportable de organización económica.
Ahora bien, cuando abordamos este asunto, debemos ser menos ingenuos; debemos tener claro que una organización como el Cártel de Sinaloa no sólo comercia con drogas: opera bajo los principios fundamentales del capital global, con una lógica mercantil que transforma todo —vidas, territorios, cuerpos, lenguajes— en materia intercambiable
Entonces, la mercancía, en este contexto, no es simplemente un objeto de valor: es un vector de poder. La droga —sea cocaína, fentanilo o cristal— no tiene valor por sus propiedades químicas, sino por su capacidad de circulación, por su función en las redes de dependencia, placer, violencia y control. Es decir, el capital que fluye del narco no es únicamente económico: es simbólico, territorial, político. Así, cada cargamento, cada soborno, cada cadáver es parte de un intercambio que fortalece la posición del cártel en un mercado transnacional de poder.
Esta estructura responde a una lógica de acumulación que no es caótica ni improvisada, sino altamente racional. Se invierte, se diversifica, se terceriza. Lo que resulta estremecedor es que el cártel no necesita ideología: su lenguaje es el del capital puro, porque en la medida en que extiende sus operaciones, incorpora prácticas típicas de la empresa moderna: segmentación de funciones, protección de rutas logísticas, externalización de tareas de violencia, alianzas estratégicas con grupos locales e internacionales, e incluso branding.
El corrido, es mercancía emocional. La troca de lujo es mercancía simbólica. El acto de violencia, ritualizado y transmitido por redes sociales, se convierte en mercancía espectacular. Todo se intercambia, todo produce valor dentro del sistema.
En este sentido, el Cártel de Sinaloa no es una amenaza externa al capitalismo, sino su producto más obscenamente coherente y extremo. Opera donde el Estado ha fracasado, pero no como su opuesto: más bien, como su versión cruda
Si lo pensamos con frialdad, la mercancía no necesita legalidad, sólo circulación. El capital no necesita democracia, sólo expansión. Y la muerte, en esta ecuación, no es el límite del sistema, sino una de sus formas de rentabilidad. Desde esta perspectiva, el narco no es lo contrario del orden: es el orden económico llevado al extremo, desprovisto de toda moral y gestionado con disciplina empresarial.
No sorprende, entonces, que sus lógicas hayan sido imitadas. Grupos más pequeños a lo largo del país y de America Latina replican el modelo sinaloense: se descentralizan, tercerizan la violencia, establecen jerarquías funcionales, crean sistemas de castigo y recompensa, invierten en imagen.
La economía criminal opera como una pedagogía informal del neoliberalismo: enseña a gestionar riesgo, a maximizar rentabilidad, a dominar sin legitimidad. Las universidades no lo enseñan, pero en muchas colonias, en la calle, el narco es la única escuela de administración real.
Mientras tanto, el Estado gestiona su propia ficción. La violencia es tratada como fenómeno externo, como si no fuera el síntoma directo de una economía que ya ha sido privatizada por otros actores. La guerra contra el narco se convierte en espectáculo: una secuencia de operativos diseñados para distraer del hecho de que, en muchas regiones, la soberanía ya cambió de manos.
¿Quién impone la ley? ¿Quién decide qué se puede y no se puede hacer? ¿Quién garantiza protección, castigo, reglas? No es el Congreso, ni el Ministerio Público. Es el patrón. El patrón tiene nombre, tiene armas; vaya, en términos filosóficos, hasta tiene aura
Juan Carlos Ayala Barrón, filósofo sinaloense, lo advierte sin eufemismos: “lo narco no es sólo criminalidad, es una forma integral de vida, economía y cultura”. Y es que donde el Estado ha fracasado, lo narco organiza. Sostiene cuerpos, impone reglas, provee trabajo, incluso ritualiza la muerte. ¿Es tan difícil entender que, a menudo, la única forma de movilidad social real en muchas zonas de Sinaloa es esta: cruzar al otro lado de la ley? Cuando la legalidad pierde legitimidad, la ilegalidad se convierte en refugio simbólico, económico y hasta emocional.
Y sí, diré que allá, junto al Pacífico, el aura —en su sentido benjaminiano— ha sido desplazada. No abolida —como vimos en el caso de China y las plataformas que desmantelan el aura a través de la reproducción industrial—: en Sinaloa, el aura se ha reconfigurado como fetiche de poder. Es decir, se ha convertido en el resplandor siniestro del miedo. En el mito buchón del narco millonario, en el culto del patrón. No hay autenticidad, pero sí reverencia. La troca blindada, la cadena de oro, el corrido, el cadáver expuesto, la performance de la muerte: todo tiene aura, pero un aura invertida, que ha trazado otras rutas, que ha sido generada por el trauma, el espectáculo y el deseo truncado. Lo que en China fue desmitificación, en Sinaloa se volvió glorificación de lo oscuro. Tema que, por cierto, requiere estudio aparte.
Y mientras tanto, el Cártel de Sinaloa se divide. La detención y extradición de Ovidio Guzmán reactivó el conflicto interno entre Los Chapitos y los sectores leales a Ismael El Mayo Zambada. La fragmentación de ese poder no significa su debilitamiento: podría generar nuevas alianzas, más violencia localizada y mutaciones en la estructura del capital criminal; mientras tanto, ha generado el caos y la incertidumbre.
¿Qué sigue cuando una organización como esta entra en disputa interna? ¿Qué modelo surgiría de esa escisión? Tal vez un narco más empresarial, menos visible; tal vez uno más brutal, con menos reglas y más sangre. Lo cierto es que no se trata de una guerra de sucesión, sino de una reconfiguración estructural del capital armado en el norte de México.
Siguiendo con las advertencias benjaminianas, recordemos que “toda violencia fundadora del derecho inaugura una nueva normalidad”. El narco no rompe el orden: lo reemplaza. Tiene su “derecho”, su “justicia”, su “pedagogía”. Como sostiene Achille Mbembe, se trata de una forma de necropolítica: no sólo decidir sobre la vida, sino administrar la muerte como una economía. Y en este sentido, no hay alternativa imaginable. Ni desde el Estado, ni desde el mercado legal.
El narco es una versión extrema, despojada de moral y adornada con estetización, de aquello que el capitalismo ya hacía: organizar la exclusión, reproducir el miedo, rentabilizar lo imposible
Y si lo pensamos de la mano de Bolívar Echeverría, esto iría más lejos: lo narco no sólo es capitalismo; es una forma específica de modernidad periférica, barroca y desgarrada, que combina exceso, racionalidad y despojo. En Sinaloa no hay contradicción entre estética y horror, entre lujo y violencia: son parte del mismo tejido cultural. Los alucines, la buchonería y los cuerpos embolsados son expresiones de la misma racionalidad económica.
Y sin embargo, el verdadero escándalo no está en la sangre, sino en su funcionalidad. No es que el narco se haya desbordado, sino que ha cumplido con eficacia las tareas que el neoliberalismo no se atrevió a nombrar: gobernar sin legitimidad, castigar sin ley, generar obediencia sin ciudadanía. La violencia no es una anomalía del sistema, sino una de sus formas de gestión más depuradas.
Pensar la violencia en Sinaloa exige abandonar el romanticismo de la excepción. No hay afuera del capital. El narco es una de sus formas actuales: adaptativa, bárbara, eficaz y perfectamente administrable. Y mientras eso no se admita, el espectáculo seguirá: con más patrullas, más series, más promesas, más sangre… y más desaparecidos.
- Ilustración: José Suárez