Con un lenguaje conciso, contundente e inquietante, la literatura de Rubem Fonseca buscaba revelar, en los más mínimos detalles, la violencia, las diferencias económicas, el erotismo y las relaciones de poder que surgieron en las grandes ciudades.

Ella está embarazada, dijo señalando a la mujer, será nuestro primer hijo. Miré el esbelto vientre de la mujer y decidí ser misericordioso y dije, poof, donde pensé que era su ombligo, inmediatamente desencarné al feto. La mujer se cayó. Puse el arma en su sien e hice un hoyo en la mina allí. (Rubem Fonseca)

Con motivo de su muerte, sucedida hace apenas semanas, sería interesante analizarnos desde sus cuentos cortos, como El cobrador, o su poesía y prosa en general, para reconocer si de verdad es la voz el elemento marginado que nos muestra, a través de la violencia, los fracasos de la sociedad moderna y nos lleva a una reflexión, tal vez incómoda, de nuestros principios, valores y leyes, empatía, así como aversión al individuo ofensor y su discurso.

Concisa, contundente, e inquietante, la literatura de Rubem Fonseca se caracteriza por la afrenta directa al lector, además de exponer, en los más mínimos detalles, las nuevas formas de violencia que afectan a la sociedad contemporánea.

Iniciado en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, su obra surge en un momento en que el entorno literario, saturado de ficciones orientadas por la vida interior, era ambicioso para situaciones dramáticas a corto plazo, que permitían mantener la difícil tensión de la violencia, visión inusual o deslumbrante, y que representa psicologías adaptadas a las contingencias del momento de intensidad emocional.

Una literatura que estaba necesariamente orientada hacia un nuevo punto de vista, como señala Silvino Santiago, en un artículo que he encontrado fascinante, titulado El narrador posmoderno, y dice: “la figura del narrador es básicamente la de alguien que está interesado en el otro (y no en sí mismo) ) y se afirma por la mirada que arroja a su alrededor, siguiendo seres, hechos e incidentes (y no por una mirada introspectiva que captura experiencias pasadas).

Fonseca instó a la ‘nueva literatura‘ a reproducir y reflexionar sobre las nuevas relaciones sociales, interpersonales y los comportamientos individuales nacidos en los grandes centros urbanos

Guerrillas, crimen suelto, sobrepoblación, migración a ciudades, quiebre del ritmo establecido de la vida, marginalidad económica y social: todo sacude la conciencia del escritor y crea nuevas necesidades en el lector, a ritmos acelerados. Una prueba interesante es la evolución de la censura, que en treinta años se ha visto obligada a abrirse cada vez más a la cruda descripción de la vida sexual, al mal lenguaje, a la crueldad, a la obscenidad.

En esta perspectiva, a nivel nacional, además de la aceleración de la vida en los grandes centros urbanos y la intensificación de las disparidades sociales, hubo una época marcada por otros reveses: por un lado, la sociedad, y no sólo la brasileña, sufrió bajo la dictadura militar de 1970, el período más difícil y el de las dictaduras nacionales más duraderas; pero paradójicamente, el Brasil de entonces celebró las victorias en la Copa del Mundo, las tasas de crecimiento económico sin precedentes y la orgullosa propaganda del llamado milagro brasileño. Además, ese fue el momento de la aparición de la televisión a color y el comienzo del crecimiento vertiginoso de la industria cultural, centrados en el entretenimiento de las masas, lo que, muchas veces, sirvió para ocultar las relaciones sociales conflictivas.

De hecho, la opulencia visual electrónica creada por la emisora ​​Globo, como en México, Televisa, contribuyó a borrar permanentemente la idea de miseria, atraso económico y cultural de la imaginación brasileña; y esa imagen glamorosa y lujosa o, en la peor hipótesis, antiséptica, contaminó el lenguaje visual de todos los sectores de producción cultural y artística que llegaron al público en general.

En este complejo escenario, pues, en narrativas impactantes y viscerales, Rubem Fonseca viaja a través de barrios bajos, suburbios, calles y mansiones, revelando y retratando la violencia, el atractivo comercial de la cultura de masas, el choque entre clases, la intensificación de las diferencias económicas, prejuicio y erotismo derivados de las nuevas relaciones sociales establecidas en Río de Janeiro en la segunda mitad del siglo XX. Y, también, frente al lector con esta nueva realidad en la que el pluralismo moderno conduce a un enorme relativismo de los sistemas de valores e interpretación.

Esta prosa de la era de la aceleración, el dinamismo, el brillo, las diferencias, la pluralidad, en las manos de Rubem Fonseca, no tendrá como objetivo entretener, sino más bien perturbar, sorprender y atacar deliberadamente al lector

Y, para esto, utilizará la deliteralización, la desjerarquía entre la cultura popular y la erudita, la subversión del discurso dominante, la profanación de los símbolos religiosos y la religión misma, ironía, contingencia, eclecticismo estilístico y, principalmente, de violencia, una característica fundamental de la prosa fonsequiana.

La violencia, en Rubem Fonseca, no se encuentra pues sólo en la representación de una sociedad contradictoria y conflictiva. En una sociedad que “es, al mismo tiempo, sofisticada y bárbara”, supera los límites de la trama y se incorpora a un lenguaje que, en sí mismo, refleja, sin prejuicios ni valoraciones, la deshumanización, el conformismo, la prevalencia del impulso sobre la razón, lo efímero y la trivialización de la violencia:

“Saqué la 38 y le disparé al parabrisas […] El sujeto yacía con la cabeza hacia atrás, la cara y el cofre cubierto por miles de pequeñas metrallas. Estaba sangrando mucho por una fea herida en el cuello y su ropa blanca ya estaba toda roja. […] Vas a morir, hombre, ¿quieres que te dé una oportunidad de misericordia?”, escribe Fonseca.

El dinamismo de la narrativa, la descripción de la escena reducida al mínimo necesario, la indiferencia del discurso frente a lo trágico, la ausencia de prejuicios, la simplicidad de la expresión en las más diversas atrocidades —“Puf. Creo que murió en el primer disparo. Disparé dos disparos más solo para escuchar poof, poof”— ”: revelan a un autor que encontró, en violencia, vileza y erotismo, la posibilidad de construir una voz narrativa única e inconfundible que revela y muestra, a través del discurso y, principalmente, inserta en el discurso mismo, las manifestaciones más condenatorias de la sociedad moderna.

O, como ha dicho uno de sus más grandes críticos, Antonio Candido:

“Este tipo de ultrarealismo sin prejuicios también aparece en la parte más fuerte del gran maestro de la historia, Rubem Fonseca (estrenado en 1963). También ataca al lector por la violencia, no sólo de los temas, sino también de los recursos técnicos: fusionando el ser y actuando en la eficacia de un discurso magistral en primera persona, proponiendo soluciones alternativas en la secuencia de la narración, avanzando las fronteras de la literatura hacia una especie de noticias crudas de la vida”.

Dentro de esta perspectiva, El cobrador, publicado en 1979, no es sino la historia en sí de un hombre que sale a la calle cobrando —lo que se debe, se narra— en primera persona: “Me deben comida, coño, manta, zapatos, casa, auto, reloj, dientes, me deben…” Perteneciente a la clase menos acomodada, el jodido, como él mismo lo llama, el personaje, al igual que sus compañeros, carece de casi todos los objetos, acciones, servicios y relaciones que garantizan la subsistencia, la comodidad y el bienestar, pero principalmente, la satisfacción de personas de otras clases, como sexo, salud, buena comida, transporte, vivienda, estado, entre otros. Como respuesta a la estratificación social agresiva que lo condena a la indigencia, la desigualdad y el sufrimiento económico, el personaje usa armas y encuentra, en la violencia, la herramienta que le permite confrontar y superponerse con individuos más privilegiados, con quienes mantienen, en su psique, una relación declarada de asco y revanchismo: “Odio a los dentistas, comerciantes, abogados, industriales, empleados, médicos, ejecutivos, todos  esos sinvergüenzas… Todos me deben mucho”.

En las mayoría de sus narraciones, no hay de por sí un diálogo verdadero, porque la palabra no tiene función ninguna, la lucha es sólo la forma de sobrevivir a los enfrentamientos que surgen en la gran ciudad

Esto, porque con maestría Fonseca logra borrar las distancias sociales y somete al lector a la brutalidad de las relaciones sociales transmitida por la brutalidad de sus gentes. Además, la representación de la violencia como una forma legítima de defensa contra las desigualdades sociales.

No por menos, Rubem Fonseca inauguró con todo ello una nueva tendencia en la literatura brasileña contemporánea que se dio a conocer en 1975 a través de Alfredo Bosi como brutalista. En sus cuentos y novelas, usa una forma de narrar en la que los personajes que son ambos narradores se destacan. Varias de sus historias pues (especialmente las novelas) se presentan en el marco de una narrativa policial con fuertes elementos de oralidad. El hecho de que Fonseca trabajó como abogado, aprendió medicina legal, además de ser comisionado de policía en la década de los cincuenta en el suburbio de Río de Janeiro, habría contribuido a que el escritor compusiera historias del inframundo en este idioma más directo. También, probablemente debido a esto, varios de los personajes principales de su trabajo son (o fueron anteriormente) delegados, inspectores, investigadores privados, abogados penales o, aún peor, escritores.

Además del tono claramente policial, en el que generalmente hay un crimen o misterio que desvelar, su trabajo puede verse como una parodia del género policial tradicional, ya que los crímenes actúan solo como una tapadera para sus críticas a una sociedad opresiva del individuo. En el género policial tradicional, el misterio funciona como un caparazón que contiene un bulto; allí “la muerte no es nada”. El asesinato no es nada. Lo que perturba es el salvajismo del crimen, porque parece inexplicable, que Fonseca, más que simplemente desentrañar el acto criminal, está interesado en registrar la terrible vida cotidiana de las grandes ciudades y, al mismo tiempo, exponer los dramas humanos provocados por las acciones transgresoras del orden.

Persisten algunas similitudes entre una literatura detectivesca del modo clásico, como la de Sir Arthur Conan Doyle (creador de Sherlock Holmes), que se enmarca dentro de los parámetros tradicionales del género, y el de Rubem Fonseca. En ambos autores, el enigma inicial se debe a un crimen brutal (generalmente un homicidio) que genera toda una atmósfera de misterio y tensión en la novela y evitará que el lector se arranque los ojos antes del resultado. Todavía podemos ver pues una similitud en la forma en que se inician las investigaciones, es decir, el primer paso es el del genio investigador (Sherlock Holmes) o el investigador común (Mandrake, Guedes, Mattos, el que sea), que visitará la escena del crimen en búsqueda de la primera evidencia que guiará al proceso de investigación. Además, El Gran arte (1983), y Sherlock y Watson como compañeros para resolver crímenes.

Las diferencias, sin embargo, son más fascinantes. Por ejemplo, mientras que en el género policial tradicional tenemos, según Pierre Boileau y Tomas Narcejac, un investigador con gracia metafísica y guiado por el pensamiento positivista, en Rubem Fonseca hay un simple investigador que, al mismo tiempo, no es como la máquina de pensar de Poe o Doyle ni como una intuición demoledora a lo Hammet o Chandler, escritores de la literatura conocida como noir

En un mundo sucio e infame, donde la moral y la ética se han disuelto, donde el villano y el buen chico desaparecen, estos personajes levantan una protesta casi solitaria (si no romántica) contra esta realidad que, a pesar de todo, al contrario de la novela policial tradicional, permanecerá sucia e infame, ya sea que el criminal sea eliminado o no

En fin, los tiempos son diferentes y los lectores que se aventuran a través de algunas de las novelas de crimen contemporáneas en busca de detectives como héroes corren el grave peligro de abandonar los libros de Fonseca antes del final.

Pero Rubem Fonseca es generoso al dejar cosas para que el lector las complete. Al escribir, el autor debe asumir un interlocutor inteligente, culto y atento. Con una gama inagotable de experiencias y observaciones, pudo escribir con la misma verosimilitud sobre levantadores de pesas y ejecutivos, criminales y financieros, delegados policiales y asesinos profesionales, prostitutas y pobres demonios que deambulan sin rumbo por las calles de Río de Janeiro. Y por lo tanto, su materia prima son los dos extremos de la nación: los que viven fuera del sistema y los que constituyen su núcleo privilegiado.

Lo que más sorprende en las novelas y cuentos de Rubem Fonseca es el amoralismo de los bandidos. En ningún momento están plagados de ningún remordimiento o culpa. Son perversos y fríos, provenientes de estratos superiores o populares. Las ciudades parecen vacías de disturbios éticos, a excepción de unos pocos individuos que, en medio del horror, actúan por cualquier sentido de la justicia. 

La relación entre buen chico y bandido está presente en sus trabajos, sin embargo, no es posible identificar exactamente quién es uno y quién es el otro, ya que existe una gran transitividad entre ambos, por ejemplo, Wexler supone que criminal en El gran arte, incluso el propio Mandrake: “Podría haber sido cualquiera. Podrías haber sido tú, Mandrake.” 

A pesar de las más variadas combinaciones de “buen chico” y “bandido” en los personajes de Rubem Fonseca, vemos —en El caso Morel (1973) la ex delegada y escritora Vilela & Morel; el criminalista Mandrake y Lima Prado / Ajax o Carmilo Fuentes, en El gran arte (1983); los detectives Guedes y Eugênio Delamare, en Bufo y Spallanzani o Pasado negro (1985); los comisionados Mattos o Fortunato, en Agosto (1990); y, para completar, por supuesto, con Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano—, ponen de manifiesto que en Fonseca es la violencia la que corre por las calles brasileñas, en una especie de guerra civil no declarada. 

Ciertos pasajes, por ejemplo, de cuentos o narraciones largas de Fonseca, como es el caso de El gran arte presentan una brutalidad tan meticulosamente narrada que se convierten en lecturas casi insoportables para espíritus delicados

Esta novela, digo —por ejemplo—, tiene una trama compleja: el enigma inicial es a través de un asesino frío que dibuja, con un cuchillo, una letra P en la cara de cada víctima. Pero éste no es el único crimen que el lector debe descubrir en asociación con Mandrake y Wexler. Están comenzando a ocurrir muchos otros asesinatos, sin una P dibujada en los rostros de las víctimas. Sin embargo, en este trabajo, la clave central de los enigmas es la aclaración de lo que hay detrás del conglomerado Aquiles (banco mixto, almacén financiero, contrabando, agencia de corrupción, entre otras).

¿Algo intrigante? En sus obras existe la condición existencial de sus personajes, siempre dominada por una atmósfera de violencia latente. Pero, ¿de dónde viene la inspiración para la composición de miserias humanas de los personajes en las novelas e historias de Rubem Fonseca, ya que la condición humana y la violencia en ellas forman un retrato que, al principio, sólo fue propuesto a la sociedad brasileña por el propio autor?

Su obra contiene un retrato de una violencia diferenciada de las obras literarias escritas, hasta entonces, en Brasil. Fonseca nos revela comienzos de una violencia generalizada en nuestra sociedad actual, debido al aumento de las contradicciones sociales, especialmente en los grandes centros urbanos de Brasil, a partir de los años 70.

Esto no puede inducirnos a ver al autor como un mero retrato de la violencia urbana que afecta al país. Su trabajo presenta mayores sutilezas, temas más complejos y ricos, como la soledad de las personas en las grandes ciudades. La mayoría de sus protagonistas viven apurados, aturdidos por la sensación de aislamiento y vacío en el alma; ahí radica la otra forma de violencia, la violencia del individuo contra sí mismo, contra los demás por su condición y la de los demás contra este individuo solitario. La abundancia de posibilidades eróticas ofrecidas por las ciudades da a sus personajes la obsesión sexual como la única alternativa al vacío de la existencia, como si en la satisfacción física del deseo existiera la última certeza de que uno todavía está vivo. Esta sensación de aislamiento está muy presente en todas sus obras, por ejemplo, en Agosto (1990) y enY de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano (1997).

Agosto, por ejemplo,  una obra que, aunque ficticia, tiene su origen en la historia de Brasil, presenta varios crímenes que ocurren al mismo tiempo y cuyo clímax se debe al suicidio de Getúlio Vargas, que interfiere mucho en la vida del comisionado Mattos. Mattos es uno de esos personajes cuyo individualismo marca su condición existencial. Podemos sugerir aquí la presencia del propio autor, ejecutivo de la compañía Light durante los años 60, hombre de acción y activista político, que participó activamente en el movimiento que culminó con el golpe de estado de 64 años, mostrando, como el personaje Mattos, su creencia en ciertos valores capitalistas como el individualismo que se logra a través de la libertad .

Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano‘ (1997), es, entre sus novelas, una de las más actuales, y nos presenta otra forma de violencia que está presente en las obras de Rubem Fonseca, y que es la violencia del autor contra el lector

A través del análisis de la relación entre violencia y lenguaje, podemos sentir la hostilidad en contacto con el lector. Esta hostilidad se traduce en violencia discursiva, tanto a través de recursos formales (estilo seco y entrecortado, oraciones cortas), como a través de recursos de contenido, en situaciones extremas en las que los personajes están involucrados. Asumiendo que el lenguaje en general ha ocultado lo que precisamente es importante revelar, Rubem Fonseca propone lo contrario: a partir de la materia prima relativa a la realidad para su representación en la narrativa, es necesaria una serie de desmitificaciones, y en la base de ellas se encuentra, sobre todo, la desmitificación del lenguaje. 

El lenguaje violento tiene pues una función definida frente a su lector: la de hacer presente la violencia para que ya no pueda cuestionarla. Sin embargo, estamos acostumbrados a mitigar, a través de diversos mecanismos (como el silencio, por ejemplo), el efecto de lo que qué tiene que decir por la forma de decirlo, nos sorprende en un lenguaje tan reacio a la atenuación.

Y es que además de las diversas formas de violencia y la soledad de las personas en las grandes ciudades, hay otro tema que viene a cuento aquí y que no es otro que el del erotismo. Aquí también vemos la ironía y la pornografía utilizadas por el autor para componer sus obras y sus críticas a una sociedad que oprime, aísla y maltrata a sus individuos, especialmente, según la biografía de este autor, en la ciudad de Río de Janeiro.

Los temas señalados como los propios de Rubem Fonseca apuntan pues al choque de valores humanos que coexisten en la gran ciudad, donde una mitología social impuesta socialmente surge en contraste con la convergencia de escenas abrumadoras de sexo y violencia. La perspectiva extremista indica entonces la desmitificación, el desenmascaramiento de los mitos bajo los cuales el hombre urbano trata de sobrevivir, y revela sobre todo que la tensión entre lo real y lo ideal ocurre, en el límite, a través del pequeño vínculo que separa la vida de la muerte. 

Si podemos considerar, con Bataille, que el erotismo “es la aprobación de la vida incluso en la muerte misma”, entonces este encanto por la muerte, revelado sobre todo en el paso de la actitud normal a la del deseo, es la manifestación culminando en la nostalgia por la continuidad del ser, cuando de repente se cuestiona la vida discontinua (del trabajo y la razón). 

La ‘aprobación de la vida en la propia muerte‘ de la que habla Bataille es un desafío, debido a la indiferencia, a la muerte misma. Debido a que él cree que el erotismo está en la base de la condición humana, Rubem Fonseca lo trata en su literatura y lo abarca en todas sus manifestaciones

Podemos ver entonces claras manifestaciones del poder del erotismo en Rubem Fonseca en El caso Morel (1973), en el que Paul Morel (artista de vanguardia, famoso y excéntrico), acusado del asesinato de Joana, cuenta la historia de su vida a Vilela (ex delegado y, actualmente, escritor) a través de personajes de ficción. Mientras Morel busca el consejo de Vilela para el libro que intenta escribir, Vilela mira a Morel y ve en su caso los contornos de su propio destino. A través de esta historia llena de erotismo, hedonismo, pornografía, arte y muerte, el jefe de policía Matos espera descubrir al verdadero culpable de un crimen bárbaro del que Morel es el principal sospechoso.

Otra novela que trae la erotización de sus personajes como una afirmación de la vida es Bufo y Spallanzani de 1985. Rubem Fonseca muestra su intención desde que se eligió el título de la obra: Spallanzani fue un científico italiano que estudió el instinto de preservar la especie entre las ranas, más específicamente en Bufo. Sus estudios demostraron que, incluso con las dos patas traseras carbonizadas, el macho no abandonó a la hembra con la que estaba copulando. Además del título, el comienzo del primer capítulo de su novela (“Foutre ton encrier”, una frase de Flaubert que, palabras más, palabras menos significa: Cógete a tu tintero, lo que es un más o menos Andá, cantásela a Gardel, o no me tomes a mí por un tonto), presenta una carta de Gustavo Flávio a una de sus novias, Minolta, diciendo: “Me hiciste un sátiro (y un glotón), por lo que me gustaría permanecer aferrado a tu espalda, como Bufo, y, como él, podría haber tenido mi pierna carbonizada sin perder esta obsesión”.

Posdata

A pesar de haber participado activamente en el golpe de estado del 64, Rubem Fonseca fue censurado más tarde, en 1975, con el libro de cuentos Feliz Año Nuevo por razones que aún permanecen oscuras. Pero no renunció a sus críticas y sus obras alcanzaron y continúan llegando a más y más lectores. Así, en una actitud, señalada por François Warin, similar a la de Nietzsche, Artaud y Bataille, Rubem Fonseca también pretende desmitificar, en el sentido de “reabrir el arte a la vida”, arraigarla en el cuerpo, demarcar la cultura, denunciar los juicios demasiado virtuosos para justificarlos. Y, lo más importante, sin ninguna desaceleración.

  • Ilustración: Plácido Merino