Capítulo primero. ‘Él adoraba Nueva York. La idolatraba de un modo desproporcionado… no, no, mejor así… Él la romantizaba desmesuradamente… eso es… para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro que latía a los acordes de las melodías de George Gershwin… Eh, no. Volvamos a empezar…’.

Así inicia Manhattan, la película de Woody Allen. Para mí la mejor de su muy amplia y desigual filmografía, incluso por sobre Annie Hall, pues, a diferencia de ésta última, aquí Allen se permite ser honesto y vulnerable, sin la máscara (siempre genial, pero máscara al fin) de la ironía y el cinismo.

Es una carta de amor a la ciudad, la más bella carta de amor que se le ha dedicado en cine a una ciudad que es, hasta la fecha, la más filmada del mundo.

En la introducción, Allen y David Lean (el director de fotografía) nos muestran una serie de planos fijos de la ciudad en blanco y negro. Planos que podrían ser fotografías de la revista Life o de Look. Y sobre ellos escuchamos Rapsodia en azul de Gershwin y la voz de Isaac (Allen) titubeando una y otra vez sobre el inicio de una novela que está escribiendo.

Duda (naturalmente, ¿quién no busca las mejores palabras al escribir una carta de amor?) y se corrige sin cesar. A veces por ser muy cursi y otras por ser muy pesimista

Soy suficiente.

¿Por qué te cuento esto? Porque yo ahora dudo, y he dudado por días y días cómo he de contar éste, mi único día en Manhattan. Y es que, en esta jornada en particular, la protagonista fue la ciudad y no las anécdotas.

Una ciudad abrumadora, cuyo corazón múltiple late a 300 kilómetros por hora día y noche, compuesta de millones de personas de todos lados. Una especie de urbe mundial donde todo se reúne y se concentra. Una ciudad que imaginamos en el blanco y negro y las notas sucias de jazz callejero del cine noir, o en las tonalidades nostálgicas de las fotos de los 20, o en los relatos amenazantes de las mafias y los policías corruptos y los traficantes y los taxistas paranoicos, o en las historias conmovedoras de artistas y soñadores que lo dejan todo por triunfar o morir en la Gran Manzana.

¿Qué puedo ofrecerte yo, que no te hayan ofrecido ya y de manera mucho más grandiosa?

Las grandes ciudades son, como las grandes obras de la literatura, ellas mismas más todas sus interpretaciones. Es decir, cuando uno lee a Shakespeare, es imposible leerlo como nuevo, se está leyendo a Shakespeare y a todo lo que se ha dicho, juzgado, elogiado y denostado de él.

Así con ciudades como Manhattan o París, al conocerlas se tienen en mente las películas, libros y canciones que hablan de ellas o las tienen como escenario. Y, a pesar de ello, las ciudades (y los libros) aún pueden deslumbrarnos como un descubrimiento y es que, cuando son nuestros ojos, nuestro olfato, nuestra piel, nuestro oído; cuando son nuestro corazón y nuestra mente los que son atravesados por la flecha fatal de lo magnífico, ya es nuestra experiencia y la de nadie más. Y, justo como leer un gran libro, al terminar ya somos otros.

El puente de Brooklyn

El martes 27 de junio llegué al departamento de V., después del accidente con el metro, algo tarde. V. me ofreció un café en una taza que decía: I am enough. Me gustó. En este mundo polarizado en el que pareciera que, o tienes baja autoestima o eres pedante, el lema I am enough se me antojó un término medio saludable.

Kristin y yo partimos raudos, pues había que recorrer prácticamente toda la isla, de sur a norte en un día. Nuestra primera parada sería el puente de Brooklyn. Tomamos la línea 6 del metro y bajamos a un costado del City Hall. El día era soleado, pero no hacía mucho calor. Era el día perfecto para pasear.

Traía puestos mis lentes Ray Ban falsos -de 100 pesos-, y una especie de coleta en el cabello, y me sabía ridículo, pero me importaba poco. Nos unimos al río de turistas que avanzaban hacia el puente y de pronto me descubrí cantando New York, New New York. Me sentí un cliché tan obsceno que me ruboricé.

El puente de Brooklyn, que constantemente aparece asediado por extraterrestres, mutantes, simios inteligentes y cataclismos; en la vida real sólo está asediado por turistas

El bellísimo puente de Brooklyn.

Un flujo ininterrumpido de turistas que, en una coreografía peligrosa y espontánea, logran no chocar a pesar de que van en dos direcciones, con apenas una línea blanca en el suelo separando las corrientes opuestas, avanzando a muy distintas velocidades y con el reto agregado de que hay quienes van en bicicleta, en patineta o en patines.

A la distancia se veían interminables los selfie sticks, sobresaliendo de la multitud como lanzas en un batallón, en la extraña guerra de nuestra era por capturarlo todo.

Podrás pensar después de todo esto, que soy uno de esos viajeros que, ejecutando el arte de escupir para arriba, odia a los turistas. Y la verdad sí. Tengo que admitirlo. ¿Quién que adora viajar no siente una especie de decepción al llegar a los sitios que le fueron prometidos en las postales, sólo para encontrarse con que, no están vacíos y dispuestos para él y sólo él (o ella, lector, o ella, perdona mi lenguaje no incluyente), sino atiborrados de gentuza que arruina nuestras fotos y ser únicos y especiales? ¿Y quién no ha sentido esa leve brisa de superioridad que surca el corazón al encontrarse en un sitio bellísimo que está solo?

Incluso es frecuente que preguntemos por “los lugares auténticos”, a donde no van los turistas, como si nosotros fuéramos miembros fundadores de la ciudad y nos ofendiera la presencia de extraños en nuestros íconos…

En fin. Sí. Sí soy de este tipo de snobs, la verdad, pero en NY nunca me molestó. En parte porque estaba profundamente consciente de que sólo me faltaba una playera de I (corazón de por medio) NY para ser más evidentemente turista y en parte porque es una ciudad que requiere de la perpetua ebullición de personas por doquier.

Es decir, los turistas ya son parte de la atracción turística

Cruzamos el puente lentamente de ida y vuelta, fascinados por la forma en que los cables de suspensión y las estructuras de metal recortaban la vista de la ciudad en distintas porciones geométricas. Y después regresamos a tierra y nos dirigimos al distrito financiero, no sin antes encontrarnos con un rapero de calle que nos “regaló” su disco autografiado por 9 dólares.

Wall Street: probar por vez primera la comida hindú

Nos encaminamos a Wall Street, lugar donde los edificios empezaron a levantarse cada vez más altos. Llegamos a una pequeña plaza donde había muchos carros de comida, la mayoría de comida asiática: hindú, tailandesa y china.

Yo ya tenía hambre (yo siempre tengo hambre) y decidimos que era hora de parar a comer. Nunca había probado la comida hindú y Kristin me la recomendó ampliamente; así que nos formamos en la fila del carro hindú que tenía más éxito.

Pedí un arroz extraño con pollo y unas samosas (triángulos de masa frita rellenos de carne y verduras; básicamente gorditas). Todo iba bien al pedir, pero luego el cocinero-cajero me preguntó algo y yo no entendí nada, así que instintivamente dije sí.

Luego preguntó otra cosa, que tampoco entendí, y dije sí. Y una vez más: Sí. Aparentemente accedí a que bañara mi comida en todas las salsas disponibles, pues terminé con un arroz caldudo y tricolor.

Kristin tuvo un problema similar: aceptó salsa “de la que pica” y terminó tan enchilada que tuvo que darme su comida (y yo me sacrifiqué y comí doble, claro)

Seguimos nuestro camino y encontramos el famoso toro de Wall Street y a la ahora famosa niña que lo encara. Dudamos si cruzar la calle para acercarnos a ellos, pero estaban rodeados por decenas de turistas con selfie sticks, casi todos asiáticos.

En todo el mundo es así”, le dije a Kristin. En todas las estatuas, museos, etc. ves asiáticos tomando fotos frenéticamente. Kristin se rio y el hombre que estaba frente a nosotros volteó con un rostro muy severo. Era asiático.

Central Park

Tomamos el metro de nuevo para subir hasta Central Park y nos bajamos en la calle 59, justo donde comienza el parque.

La vida fluye en Central Park.

Central Park es muy probablemente, con más de 37 millones de visitantes al año, el parque más visitado del mundo. Es un oasis en ese océano de rascacielos y así fue pensado desde un inicio pues, entre 1821 y 1855 la población de NY se cuadruplicó y mientras la ciudad crecía con esteroides, los espacios abiertos se volvían cada vez más raquíticos. Los neoyorkinos, desesperados por alejarse de la vida en la ciudad, iban a los cementerios (hablemos de metáforas sobra la decadencia del crecimiento urbano).

Para 1853, las autoridades de NY destinaron 2.8 kilómetros cuadrados para ser preservados como bosque. Si te lo estás preguntando, sí, todo eso lo saqué de Wikipedia (y también descubrí ahí que el parque tiene una población de 18 personas, vagabundos, 12 hombres y 6 mujeres).

Kristin y yo entramos al parque, un lugar inmenso, tapizado de una enorme gama de verdes, con árboles muy altos sobre los cuales se alzan todavía los edificios, nunca dispuestos a dejarte olvidar que son los amos y señores de la ciudad. Paseamos con calma, mirando a las ardillas y niños que retozaban, a los corredores y ciclistas, y a los que se acostaban en el pasto a leer.

En el mismo parque, a la altura de la calle 72, nos encontramos con el círculo Imagine, en el suelo. John Lennon vivió sus últimos años en el edificio de departamentos Dakota, situado a esa altura del parque.

Lennon solía pasear en la zona de Central Park más cercana a su casa, la cual, decía, era su preferida

Imagino que soñar despierto es posible.

Ahí, Yoko Ono esparció las cenizas de Lennon. Cinco años después de la muerte del ex Beatle, Ono organizó una ceremonia en su honor en ese espacio del parque que fue rebautizado como Strawberry Fields.

A la ceremonia asistieron muchos diplomáticos de distintos países y casi todos llevaban regalos: La URSS envió abedules; Canadá, arces; Holanda, narcisos; y la princesa de Mónaco, conejos hembras. Nápoles envió un círculo de mosaico en cuyo centro se lee: Imagine.

Este círculo se ha convertido en uno de los íconos del parque y yo estaba emocionado por verlo, pero una vez ahí, a decir verdad, me sentí bastante decepcionado. Me habían dicho que alrededor se reunían personas a cantar canciones de Lennon o de The Beatles, y era cierto, pero sólo me tocó escuchar a dos señores cantando (a destiempo y muy desentonados) Hey Jude, canción escrita y arreglada enteramente por Paul McCartney.

El resto de los turistas sólo se formaban a tomarse fotos y luego se iban. Todo aquello no podía ser menos ad hoc a John Lennon. Nos fuimos

Continuamos paseando por la vera del lago artificial llamado con singular ingenio: The Lake. Cruzamos el Bow Bridge y nos demoramos ahí un rato, mirando los botecitos verdes de remos en donde parejas y amigos remaban, con el bosque de fondo y, encima, el icónico edificio art decó, Eldorado, con sus dos torres. Pasaba ya de las seis de la tarde y la luz caía suavemente sobre el agua, como si estuviese cansada.

Finalmente nos sentamos en una de las bancas alrededor de la fuente de Bethesda y le compramos aguas heladas a un hombre en bicicleta que hacía su agosto (en junio) vendiendo botellas de agua que mantenía frías en bolsas de plástico con hielos.

Nos enfilamos hacia la salida, no sin antes encontrarnos con el reglamentario saxofonista (el cual estaba tocando una rola famosa de los Bee Gees, irreconocible hasta casi al final, cuando sí le atinó a las notas correctas); y en los alrededores a la también infaltable bandita de jazz.

Dejamos atrás ese rectángulo natural encajado en el corazón de la ciudad por antonomasia y pasamos el umbral para devolvernos al asfalto y a donde nos esperaba la avenida más conocida del mundo (quizás sólo igualada por Champs Elysées y por el López Mateos): la Quinta Avenida.

(continuará…)