Viajé hace poco a Perú y a Chile. Llevé conmigo una libreta que me regaló mi amigo Fabián el día que cumplí años. Las líneas que siguen fueron parte de mis anotaciones.

Acepté la invitación de Daniel Rojas Pachas para participar en el encuentro internacional de escritores Devenir Isla 2018. Al igual que muchos de los otros invitados, tendré que desplazarme en avión a los lugares sedes de dicho encuentro. Será grato volver a Suramérica, saludar y escuchar a otros escritores con los que he compartido mesas de trabajo, alimentos y horas de charlas y carcajadas.

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Bueno, mientras no se caiga este avión, en unas horas estaré en Panamá de paso, luego habrá que tomar otro vuelo a Lima y por último, uno más a Tacna. Procuro, cuando es posible, elegir un asiento que tenga al costado una ventanilla por donde mirar las nubes. Ese espectáculo, aburrido y tortuoso para muchos, es para mí de lo más entretenido, conmovedor, sublime.

Cierto, alegóricamente yo me ando por las nubes de manera ordinaria, de ahí que tropiece a cada rato cuando camino por las calles, que me golpeé la cabeza con aparadores o que, de plano, me estampe con casetas de teléfono. También choco con personas, las cuales, con una mirada de jabalí embravecido, me disculpan más por protocolo que por ganas.

Eso me pasa, insisten los que me conocen, por andar papando moscas o en las nubes

Y por más que quiera contrariarlos, para justificar mi desatención, termino cayendo en cuenta que les favorece la razón y el sentido común con los que deducen el origen de un morete en mi frente o el raspón en la rodilla de mi pantalón. Pero ahora mismo, ni duda cabe, ando entre las nubes. Y siento una especie de alegría combinada con terror que no deja de ser placentera.

Por supuesto, a ratos me asaltan pensamientos fúnebres: en caso de que el avión estalle o se precipite abruptamente, no tardaré, como los otros pasajeros, en morir; quizá antes de que sea inminente el impacto sufriré un infarto cardiaco o cuando arda esta cosa ya me habrá volado la cabeza un pedazo de ala, etc. Pero rápido se disipan esos raciocinios terroristas al clavar la mirada en una nube extraña, flaca y con forma  de OVNI.

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La turbulencia ya ha pasado, el temblor en mis piernas aún no del todo. El sudor de mis manos se rezaga, no se seca, es como una especie de brea transparente. Intento sujetar con firmeza la plumilla con la que escribo estas líneas y tardo en lograrlo. No me sale la letra pequeñita con las que suelo escribir este tipo de notas.

Para los apuntes urgentes y las glosas precipitadas suelo escribir con una caligrafía torpe, horrida,  ilegible salvo para mis ojos. A veces la comparo con el rostro deformado de quién pretende borrar, por medio del bisturí, las arrugas que delatan su edad, los accidentes que supone afean su rostro. Y ya se sabe que los resultados nunca son los esperados; un pugilista está menos desfigurado que la víctima del cirujano plástico.

Así pasa con las letras de mis apuntes, glosas y escolios, intento retocarlas, estilizarlas y sólo consigo arruinarlas por completo. De ahí el esfuerzo, casi sobrehumano para mí, por escribir con letra minúscula. Alguien, con una forma de ternura que sigue pasmándome, me comentó hace tiempo que mis letras eran del tamaño de las hormigas mantequeras.

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Es a través de esta ventanilla por donde veo una infinita cantidad de nubes, y sin mucho esfuerzo, de pronto se asoman unos trocitos de mi niñez. Los dibujos y manchas del piso de la casa, donde viví casi toda mi infancia, siempre me parecieron diminutas nubes. Ver hacia abajo, con la imaginación como aliada, suponía percibir a las nubes desde arriba.

Inventé, como hace todo niño aburrido y sin juguetes, juegos con lo poco que tenía a la mano: papel, con el cual elaboraba avioncitos

Ese piso nuboso era el escenario de una persecución de dos cazas supersónicos. Cuando uno derribaba al otro hacía el respectivo sonido de explosión con mi boca llena de goma de mascar. Incluso ese chicle servía como juguete; era cosa de inflar una bomba grande y fantasear que era un globo aerostático con pasajeros dispuestos a una aventura sin retorno.

Soñaba despierto que era un gigante tan enorme que tenía por suelo a las nubes, por supuesto, el sol era el foco de la habitación. Dejaba de moverme por temor a destruir, con las suelas de mis zapatos deportivos, ciudades enteras habitadas por pequeñitos seres humanos. Las junturas ente uno y otro mosaico revelaban sinuosos caudales de ríos, donde la cascara de una semilla de calabaza era un buque de la armada británica. Los accidentes de esos mismos mosaicos: grietas, despotillamientos, roturas, etc., eran el equivalente a valles y fallas, como la de San Andrés ¡Y apenas cabía ahí una canica o un tornillo! Cuando mi madre limpiaba el piso me abstraía suponiendo que esos seres humanos diminutos estaban siendo protagonistas de un diluvio atroz.

Y mi pequeño avión de papel era una suerte de arca

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Gaston Bachelard, autor al que ningunee sin razones por mucho tiempo, dedicó, en su libro La poética del espacio, un capítulo completo a la Miniatura, ese fenómeno de la imaginación que nos conduce a la infancia, a la participación en los juguetes, a la realidad del juguete.

A ese filósofo francés, del cual Italo Calvino aborrecía su estilo, no le temblaba la pluma para suscribir: la imaginación miniaturizante es una imaginación natural. Y es muy probable que no se equivocara. El que vengan a mi memoria los anteriores recuerdos de cómo hacía yo para jugar es una prueba que constata, por mi propia experiencia, esa afirmación de Bachelard.

Aprisionado en mi hogar, rara vez se me permitía salir a la calle, buscaba a través del juego liberarme. Y qué mejor llave maestra que ese absurdo y cómico recurso de la fantasía que lo empequeñece todo. No era mi mano sujetando el avioncito de papel la que conducía la aeronave, sino una versión empequeñecida de mí mismo la que hacía de piloto.

Y los ojos de esa versión de mí mismo eran los que contemplaban las nubes

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El tropo más gastado y manoseado para representar la libertad es la idea del vuelo, de las alas extendidas surcando el cielo. No es extraño entonces que yo me fugara de mi casa, sin salir de ella físicamente, a través de esa ensoñación miniaturizante. Pero ahora, que estoy trepado en un avión, no dejo de sentirme a ratos, irónicamente, un prisionero. Porque cómo salir de este armatoste para caminar de nuevo sobre las nubes. Imposible, salvo por la imaginación.

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Estuve leyendo sin ningún orden fragmentos de libros, en formato electrónico, durante la última hora. Falta poco para que el capitán y su equipo nos inviten a tomar las debidas precauciones antes del aterrizaje. Me doy cuenta de que en ningún momento desabroché mi cinturón de seguridad, incluso no moví el respaldo del asiento. Eso quiere decir que mis miedos nunca descansaron, sólo se disfrazaron de atención al minúsculo tamaño de la caligrafía, a ciertos recuerdos, a los párrafos de lecturas disímiles.

De la manera que sea, este avión tocará tierra. Espero que yo también. Es necesario que deje de andarme por las nubes, al menos un rato, para no perder el siguiente vuelo.

 

  • Foto: Brooke Shaden