¿Habrá subido de tono mi amargura? No lo sé.

Las cuatro chicas que están frente a mi mesa no reprimen sus carcajadas, sus mimos y caricias casi violentas. Hablan de sus amigos, de su perturbador maquillaje, que a mí me recuerda una caja repleta de donas bajo el implacable sol de Panamá; y pese a todo, son guapas, lo admito.

Cada tres minutos se toman fotos, ven hacia la cámara de su celular como si estuvieran seduciendo a un payaso desahuciado por cáncer en el pulmón derecho. Siento que cada una de sus frases se vierte en mis oídos como el vinagre con el que se pretende arruinar una ensalada. En el fondo, y silenciosamente, les agradezco su algarabía. Despiertan en mí las ganas de escribir.

Imagino ser amigo de ellas, pero la escena termina en un desastre. Vuelvo a la página. Dudo. Papeo moscas incorpóreas. Quizá convenga seguir leyendo al húngaro suicida. O caminar hacia ninguna parte.

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Desde hace tiempo que estoy convencido de algo: el mundo, aquello que me rodea y donde aparentemente estoy inserto, no representa, en rigor, ningún problema; quien lleva el caos, la mirada y el oído inquisidores soy yo mero.

Pero ¿y la hambruna, las injusticias sociales, el apogeo de linchamientos, la tristeza de una vaca frente al carnicero? Pues son eso, pero para mí, en este instante, no son problemas, no erosionan mi pulso al llevar la taza de café a mi desmedido labio inferior.

Es posible que no sea un amargado como tal, sino una mera sensibilidad ulcerada, como decía Cioran. Así que el mundo no es que sea idiota, sino la mirada que lo percibe, en este caso, la mía.

Las chicas que siguen dándole duro a las poses frente a la cámara de su celular rebosan de una alegría ajena a mis registros mentales, existenciales. No me recuerdo en un una de esas experiencias. ¿Por qué aquello que es divertido para ellas yo lo interpreto como el ronroneo de una serie lesión cerebral?… Envidia…

Creo que fue María Zambrano quien observó esa inclinación de los artistas, en los escritores. En el fondo no son más que unos envidiosos. Cuando copian a la naturaleza, dejan ver ese rasgo definitorio. Quieren ser como ella. Cuando intentan innovar, sucede lo mismo. Caen en el mismo sótano mohoso de la envidia, creen ser mejor que ella, se aferran en pronunciar, con sus producciones, la supremacía de ellos frente a la naturaleza, frente a los Dioses.

Y ahora, francamente, envidio a una de las chicas. Está en pánico por no poder abrir la puerta del tocador para las damas, no chista en berrear, en vociferar que es una total desgracia, una debacle el que la puerta no se abra frente a ella por el sólo hecho de su presencia. No es la falta de pericia de su mano la promotora del escándalo, sino la infeliz puerta que no la honra al abrirse sola. El mesero, sofocando un brote psicótico tras su sonrisa, abre la puerta con una ligereza de colibrí. El colapso nervioso de la chica desaparece, ríe primero con nerviosismo, luego escupe una sorna que deviene risotada.

Mi ojo derecho brinca. Una acusación en mi mente crece como el hígado de un cirrótico: ¿Acaso no has berreado tú así, cuando tomas un libro y, sin leerlo, lo difamas; cuando notas una veintena de erratas en ese borrador que ha redactado un corrector de estilo?

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Sus cuestiones cosméticas bien pueden arrancarle el sueño a un filósofo. La menos maquillada de mis vecinas toma aire para exigir silencio. Manotea en el aire y parece que una entidad invisible ha sido cacheteada para incitarla a pelear.

Una duda la corroe y quiera amilanarla con ayuda de sus amigas. Dice: ¿cómo abrazar a tu mejor amiga sin que tu segunda, tercera y cuarta amigas noten que ellas aún no se ganan mi cariño, y que a la vez piensen ellas, las segundonas, que son mis mejores primeras amigas?… oshea-oshea… esto está cansando a mi ardilla en el cerebro… Se hace un silencio de crematorio en la mesa. La más delgada, sin rastro de duda, responde: wey-pos-abrázalas-a-todas-oshea,que-looser, y ya deja de pensar, eso daña el cuero cabelludo ¿lo sabías?

Aunque intento disimular mi vicio de chismoso, creo que lo notan porque un par de ellas me ven por una ráfaga de segundos y se preguntan mutuamente qué-pedo-con-ese-wey. Bajo la mirada al cuaderno y anoto: ahora sé, por fin, qué es lo que origina y aqueja la profusa caspa de mis maestros y conocidos más cerebrales.

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Qué hubiera pensado Spinoza de ese tipo de alegría permanente que está delante de mí. Recuerdo que Jean Paul Richter, en su Elogio de la estupidez, condenaba, por vía del sarcasmo, este tipo de alegrías (…) Sospecho que todo mi circo de seriedad es tan bobo como la broma que detona risas y cuescos tísicos de las muchachas.

Más de alguna vez, ciertas personas, con tono de confesión y lástima, me dijeron: pobre de ti Pedro, tu vida es miserable, sonríe, la vida es bonita, una pizca de alegría no te vendrá mal

Solía responder a estos agentes motivacionales con un: es cierto, me debes dinero, págame.

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Si lo único que tenemos en firme es este presente acuoso que huye de sí mismo, qué razón o motivo pesa para que nos amarguemos la vida pensando en fruslerías con botarga de cosa seria. Supongo que Platón, o Marco Aurelio, o el mismísimo Pascal, odiadores de gestos vanos, no encajarían como amigos de mis vecinas. Pero me atrae la fantasía de verlos ahí, cerca de ellas, sacándose selfies, recibiendo bochornosos abrazos, sin pena por el rictus de alegría ante los chascarrillos inocentes de esas jovencitas.   

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Dejo de fantasear en el momento en que noto cómo se expande una sonrisa alegre en mis labios. Las chicas me gritan: Hey ¿nos puedes tomar una foto? Vuelvo a mi lugar y yo ya no existo para ellas. Ahora tararean una canción de moda. Me pregunto, quién es más tonto, ellas o yo. Mientras ellas se van del café con lozanía, yo me quedo pegado a la mesa como costra de una vieja herida, acompañado de un par de moscas que se burlan de mí.

La respuesta es obvia, parecen decir ambas en coro.               

  • Ilustración: Andrew Wyeth