La muerte, instancia natural en que se da fin a la vida biológicamente, constituye una simplicidad tremenda a la que la ciencia ha dado carpetazo: no hay nada por descubrir. Pues, en efecto, la biología se limita a explicar las cuatro fases generales por las que debería pasar cualquier ser vivo:  nacer, crecer, reproducirse… morir.

                                                                                                     
¡Qué costumbre tan salvaje
                                                                                                    esta de enterrar a los muertos!
Jaime Sabines

 

Después de aparecer la primera fase, naturalmente tendrían que cumplirse las siguientes; esto dice la biología. No obstante, crecer, en la concepción semántica de desarrollo, no se da en todos los casos, bien sea por implicaciones genéticas o por un advenimiento de temprana muerte.

Lo mismo ocurre con la etapa de reproducción. Crecer y reproducirse, vistos con sentido, son mero requisito que la vida cobra por el hecho de nacer y permanecer en ella, y el reproducirse ni siquiera es obligatorio, sino más bien una herramienta para preservar la especie -o para que la familia crezca y el gobierno no se quede con la herencia-.

Por tanto, al asomar la cabeza al mundo por entre las piernas de la madre, sólo existe la garantía de que, dentro de varias décadas o al siguiente segundo –así de relativo es–, habremos de morir. Curioso es, incluso, que no sea necesario nacer para morir. El diccionario define nacer como la acción propia de los seres vivos al salir del vientre de la madre, del huevo o de la semilla. ¡Cuántas veces no hemos sabido de una criatura que murió en el vientre de su madre! Y sí: murió antes de nacer.

Vista con mirada filosófica, la muerte es un misterio completo, de pies a cabeza

Algunos creen que es la mayor desgracia del ser vivo, puesto que pone fin a la vida; otros prefieren concebirla como una buena amiga, porque han entendido que lo mejor es llevarse bien con ella y no verla como se ve a un adversario –qué absurdo ser enemigo de la muerte, ¿no?-.

Otros más han profundizado demasiado en el tema y la han definido como la separación entre cuerpo y alma y, en este sentido, algunos conciben a la muerte como un fenómeno liberador cuyas fuerzas desligadas liberan al alma de las imperfecciones del cuerpo. Esto ha llevado incluso a realizar experimentos informales con moribundos, de los cuales se ha concluido que el alma existe y pesa 21 gramos, nada más y nada menos: 21 gramos.

Es evidente que la manera en la que se concibe a la muerte es distinta en cada parte del mundo, pues todo habrá de depender de la cosmovisión que posean sus habitantes, creencias, costumbres y cultura en general. Lo cierto es que aquí y en China la gente muere y no vuelve nunca más. Ajá, no vuelve nunca más, ¿o sí?

En el año de 1973, el escritor argentino, José Bianco, publicó una de sus más trascendentales obras: Sombras suele vestir; una novela corta de carácter fantástico, cuyos límites entre el onirismo, el mundo de los muertos y la realidad se encuentran bastante difuminados, tanto que incluso se transgreden entre sí. Los recursos de ambigüedad presentes en la obra sugieren varias lecturas en las que predomina como personaje principal Jacinta Vélez, una jovencita dedicada a la prostitución, que sirve de sostén a su madre y a su hermano autista. (Bianco)

Lo relevante de la obra es el tratamiento que se le da al personaje de Jacinta Vélez, pues es difícil distinguir su grado de participación en la diégesis: ¿en qué momento está viva?, ¿a partir de cuándo sólo es una presencia sobrenatural?, ¿existe sólo en los pensamientos de algún personaje?

Sin duda, ‘Sombras suele vestir’ es una novela esencial que plantea la idea de la permanencia de los muertos en el mundo de los vivos

Cuando alguien muere, en especial un ser querido, quedan los recuerdos inmersos en la memoria de quienes fueron cercanos al difunto; es a través de ellos que se vuelven a vivir momentos que ya forman parte de la historia, que no son más que impresiones subjetivas del momento ya pasado. No hay que olvidar que nuestra memoria es un artificio que juega a favor de la selección natural; poseemos una memoria selectiva que se encarga de eliminar lo desagradable y doloroso para permitirnos salir adelante. Nunca recordamos las cosas tal y como son, mentiroso es quien sostenga lo contrario. Pero, ¿hasta qué punto somos víctimas –o victimarios– de los recuerdos?

La novela de Bianco fue publicada con un epígrafe del fragmento de un poema de Góngora, y precisamente de ahí tomó el nombre: “El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello” (Bianco). Es indudable que este fragmento constituye el ambiente onírico general de la obra de Bianco. Lo onírico se encuentra ligado al mundo de los recuerdos, autor también de representaciones.

Tenemos, por tanto, algunas premisas generales que se encadenan entre sí: el sueño es autor de representaciones y lo onírico está ligado a los recuerdos; por consiguiente podemos inferir que éstos últimos son también una representación de mundos. Además, sabemos que es a través de los recuerdos como remembramos a nuestros muertos, así que esto explica con claridad el modo en que nos relacionamos con ellos: recurrimos al recuerdo para llenar una realidad en donde el ser querido se encuentra ausente, para configurar un mundo en el que esta persona sí existe e incluso puede interactuar con nosotros, ¿pero hasta qué grado y con qué cercanía?

No es novedad encontrar casos en que los familiares no logran superar la muerte de alguno de los suyos: “¡Ya no le llores!, ¿qué no ves que no lo dejas descansar?”, dicen las señoras con la boca llena de experiencia, como si hubieran muerto unas mil veces y en todas hubieran experimentado el cansancio y el pesar por las lágrimas de sus familiares. No, no lo saben, sólo suponen y las suposiciones no sirven, Dios las vomita. Sin embargo, lo cierto es que si hay alguien que no descansa es quien llora.

La persona que sufre en demasía por la pérdida del ser querido, aquella persona que derrama el llanto día con día, ha transgredido el mundo del recuerdo y lo ha hecho colisionar con el de la realidad

Esa persona revive al difunto aún con los terrones del sepulcro incrustados en los boquetes de los ojos, al más puro estilo de la profanidad, y éste termina matándola, incorporándola al mundo de los muertos que tanto evoca. Así de fuerte es el recuerdo.

Hablemos, pues, de México. No voy a caer en obviedades, no hay que obviar nada: México es un país con historia; ésta lo apisona algunas veces y le dificulta el camino para andar; pero otras tantas lo eleva y lo conduce como por sobre el mar.

En la más abundante primavera se encontraba el Imperio Azteca. Los españoles venían cargando con un invierno hostil, que ellos no sabían, pero terminaría al cruzar ese cuerpo de agua y poner un pie en tierra mexica. La historia la conocemos: la primavera les fue arrebatada a los nuestros y los españoles se regocijaron en la riqueza azteca mientras éstos se entretenían mirando su reflejo en los espejos devaluados con los que aquellos europeos habían armado la estafa. Así comenzó la tragedia, o podríamos decir, así intercambiamos la estación del año.

Desde tiempos prehispánicos, las prácticas rituales que se ofrecían a los muertos eran abundantes y de gran relevancia. Estas prácticas consistían en homenajes al difunto, velaciones, sacrificios, ofrecimiento a deidades, fiestas a los dioses. Con la llegada de los españoles y su mentada evangelización, las prácticas paganas se fueron disolviendo hasta acabarse. Muchas desaparecieron y con ellas parte de la cosmovisión de una cultura esencial para el mundo. Sin embargo, y por fortuna, algunas otras prácticas no fueron disuadidas, sino que lograron transformarse para adaptar sus formas y procedimientos al nuevo régimen evangelizador. La más importante: Día de Muertos.

En la fiesta más grande del mundo el personaje protagonista es nada menos que la muerte

La permanencia de los muertos en México no es cualquier cosa. La tradición dicta que cada año, al inicio de noviembre, los difuntos vienen y hay que tener la mesa tendida con todo un banquete para hacerles sentir amados y, sobre todo, diría yo, convencerlos de que la vuelta no fue de oquis. Así de presentes tenemos a los muertos.

La fiesta, también llamada Día de Todos los Santos o Xantolo, goza de una popularidad tremenda en todo el mundo; ha inspirado obras en la literatura, varias películas taquilleras y en la actualidad es considerada por la UNESCO Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Nuestro país tiene la dicha de ser reconocido gracias a una tradición llamativa por su peculiaridad, misma que dice mucho de los mexicanos. Pero, ¿esta fiesta logra condensar la relación que México tiene con la muerte o sólo recoge vestigios de las prácticas que nuestros ancestros cultivaron? Diría yo que ambas, una consecuente de la otra.

Bien, ya dejamos bien plantado a México como un pueblo que recuerda a los muertos, que los alimenta aún después de acabada su vida. Hemos retratado a un México que llora a sus difuntos y los adora como se adora a un santo; un pueblo que le confía a los muertos sus más intrincados problemas para pedirles la solución milagrosa. Las abuelitas prenden veladoras a su familia muerta, que es más abundante que la viva; decoran los altares con flores y luces que prenden y apagan al estilo de árbol navideño, y los retratos de los muertos, captados en su mayor esplendor, relucen en el centro de tanta y tanta algarabía en altos pedestales que no se deshacen nunca. ¿Dónde están los vivos?

Los vivos, esa gente media muerta que vaga sin ton ni son, de aquí a allá, arrastrando la cobija, sin quién les ayude a pasar más allá de la esquina, sin quién les ofrezca un pan, ni nadie que los haga quebrar la rutina de estar solos, solos, solos. Los vivos, los que cantan una melodía para sí mismos porque les rebota a todos en los oídos y nadie quiere escuchar. Ellos son los olvidados.

¿Hasta dónde es capaz de llegar la hipocresía? Diría yo que el experimento para descubrir la respuesta sería cero financiable

En las calles abunda la mugre, sobran los indigentes; los asilos revientan congestionados por masas incontables de ancianos desplazados por sus hijos. Por otra parte, en las agencias funerarias sobran flores y el llanto del arrepentido es incontenible.

El poeta mexicano, Jaime Sabines, con su poema ¡Qué costumbre tan salvaje… da una fuerte sacudida a la tradición: una crítica a los usos y costumbres sociales en México, basados en la religión, cuyo referente inmediato es el entierro de los muertos. Para Sabines, las prácticas rituales a los muertos y el llanto derramado es hipocresía: “Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?” (Sabines).

A través del recuerdo los muertos son evocados para estar más vivos que los que aún no mueren. La muerte viene a ser aquel requisito solicitado para ser merecedor totalitario de flores, cantos, palabras de amor. “Si ustedes me lloran y se dan golpes de pecho cuando yo esté muerta, tendida ya, vencida por la muerte, pido a Dios que me dé licencia para levantarme en ese rato nada más para mandarlos mucho a la chingada”, le escuché decir una vez a mi abuelita.

Muerto el Rey, ¡Viva el Rey!, dice el dicho. Desconozco qué tan cierto sea aquello y con qué tanta frecuencia alcance a cumplirse. Para hacer justicia no hay que caer en falsas generalizaciones: hay gente que sabe llorar, y saber llorar competentemente no es cualquier cosa, es tener la habilidad de derramar el llanto con prudencia y sin caer en hipocresías.

Lo cierto es que nunca México ha dejado de lado a sus muertos. La permanencia de los que mueren se observa en los nombres de las calles, en los poemas cantados y en los himnos a los héroes que constituyen la historia de un pueblo golpeado pero agradecido -¡qué fortuna!-.

Los muertos nunca se van y menos en este país que se regodea en la pena: México mágico trágico

Los vivos pululan y andan sobre el valle de la miseria, recordando a los difuntos, anhelando traspasar la dimensión y congregarse a la multitud de filas infinitas que compone al ejército de los muertos, listos para vivir en el recuerdo.

Los mexicanos se relacionan con la muerte por un pasado ancestral y una hermandad hispánica, que combinados, sólo como la historia lo pudo hacer, dieron lugar a esa amistad tan preciosa y caprichosa que ahora existe con la muerte, porque a partir de sus tradiciones los mexicanos saben que cuando mueran alcanzarán el nivel de viveza y plenitud que tanto les falta a los vivos, y entonces vivirán más que ellos, por el puro gusto que se le tiene a la muerte.

Por eso declaro que, hoy y siempre, muerte gustas vestir, México.

  • Ilustración: Froylán Ruiz