¿Quién no ha visto horrorizado la tragedia de la muerte?
A los veinticinco entreví, a través de las lágrimas y los sollozos, las fotografías de mi mejor amigo exhibidas en las páginas policiacas de un diario. Lo había partido en dos el tren, a la orilla de la ciudad. Su cuerpo ensangrentado yacía a ambos lados de un riel de la vía.
Cuando ocurrió la tragedia, éramos becarios de Letras.
Diez años más tarde, a los treinta y cinco, vi cómo los rescatistas sacaban de entre las aguas caudalosas los cuerpos de nueve niños, luego de que la camioneta que conducía su maestra de preescolar, cayó a un canal de riego. El fatal accidente enlutó a una comunidad de Salamanca.
Los padres de los niños ahogados debieron superar un tortuoso duelo que culminó al otorgar el perdón a la maestra, una chica de diecinueve años, para absolverla de los cargos de homicidio culposo y sanar, así, las heridas de la tragedia.
La vida es el imperio de la muerte: todo lo que vive ha de morir. Pero antes, quiere cumplir su ciclo
Por eso la muerte violenta es una irrupción, el tajo prematuro que interrumpe la vida. Y cuando se torna común, cuando una ominosa sombra se cierne sobre el orbe, seda la conciencia, adormece nuestra humanidad.
La danza de la muerte
Eso lo podemos observar con la invasión de Ucrania. En más de diez meses nos hemos acostumbrado a las noticias de la guerra y hemos podido celebrar, sin asomo apenas de una remota inquietud, la Navidad y el Año Nuevo. Como si no estuviera en riesgo la paz mundial. Como si las amenazas del apocalipsis nuclear fueran una broma del día de los Santos Inocentes.
Se debate sobre las consecuencias políticas y económicas del conflicto para Rusia, Europa, Estados Unidos y China. Pero a menudo olvidamos la tragedia que significa para millones de familias; la muerte de los soldados rusos y la masacre de ucranianos.
Aunque es una obviedad, se nos pasa por alto que los combates cuestan vidas, y casi nos sorprende cuando se descubre la estela de cadáveres que las tropas invasoras han dejado a su paso.
Vemos, con un velo de letargo a la distancia, los testimonios de sobrevivientes, de testigos de los bombardeos y de los ataques. Apenas nos conmueven por un instante. Luego, volvemos a las menudas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.
Así habrá sido con seguridad en todas las guerras del pasado, no solo en esta. Acaso, en tiempos de guerra, sea preferible blindarnos contra el dolor que deja la danza de la muerte. Si no, sería insoportable.
Así lo experimentamos durante la pandemia, cuando la muerte nos tomó por sorpresa, cogiéndonos desprevenidos
Pero cuando los decesos comenzaron a amontonarse, cuando las imágenes de los cadáveres en las calles de Guayaquil le dieron la vuelta al mundo, empezamos a acostumbrarnos.
Una ola de muerte, como un tsunami bíblico, arrasó el orbe dejando tras de sí quince millones de vidas perdidas, según las cifras de la OMS a mediados de este año.
Nadie, sin embargo, lloró a tantos muertos. Nadie puede hacerlo. Si acaso un íntimo llanto, a veces resignado, nos sacudió por algún familiar cercano que sucumbió al contagio.
En México estamos bastante habituados a la vecindad y el asedio de la muerte.
Desde que el Estado mexicano le declaró la guerra al crimen organizado, en diciembre de 2006, las cifras anuales de homicidios habían pasado, según los registros actualizados del INEGI, de 8 mil 867 en 2007, a 36 mil 661 en 2019, cuando, también en diciembre, iniciaron los contagios del letal coronavirus.
En los años transcurridos de 2007 a 2021 —el ultimo año cuantificado por el INEGI—, una montaña de cadáveres se ha ido acumulando, metafóricamente, como en una película de zombis hasta alcanzar las 387 mil 905 víctimas fatales de la violencia.
Apenas transcurrido el primer año de guerra contra el narco, para el 2008 los asesinatos habían dado un salto de los 8 mil 867 a los 14 mil 006, y trece años después, en 2021, la cifra inicial de vidas segadas ya se había cuadriplicado
En Guanajuato, las muertes violentas no llegaban a las 400 anuales desde 1990 hasta el inicio de la narco-guerra. En 2007 apenas alcanzaron las 219. Pero partir de ese año, empezaron a aumentar hasta romper, en 2016, la barrera de los cuatro dígitos, con 1 mil 231 homicidios.
Al siguiente año se incrementaron en mil más, arribando a los 2 mil 241, y en 2018, otros mil, para llegar a los 3 mil 412. La cúspide de esta aritmética mortal se alcanzó en 2020, con 5 mil 083 asesinatos y, en 2021, volvió a bajar, otra vez en casi mil víctimas, quedando las cifras oficiales en 4 mil 171.
El peso ontológico
Pero ¿cuánto vale cada una de esas vidas?
Cuando pienso en mi amigo, muerto en las vías del tren hace un cuarto de siglo, siento la magnitud de su pérdida. Tenía talento para escribir, le gustaba el cine. Con su muerte se marchitó, antes de florecer, una obra literaria o cinematográfica. Acaso en ese potencial malogrado estribe el valor de su vida.
Pero: ¿este valor es intrínseco a cada vida que se pierde? ¿O el significado de cada vida segada se va diluyendo al grado de que su muerte apenas conmueve en condiciones de guerra o virulenta mortandad?
En El arte de la novela, Milan Kundera cuenta que Witold Gombrowicz tuvo esta idea: el peso de nuestro yo depende de la población del planeta
Escribe Kundera: «Así, Demócrito representaba una cuatrocientos-millonésima parte de la humanidad; Brahms, una mil-millonésima; el mismo Gombrowicz, una dos-mil-millonésima».
Y concluye: «Desde el punto de vista de esta aritmética, el peso del infinito proustiano, el peso de un yo, de la vida interior de un yo, se hace cada vez más leve».
Marcel Proust creía que la vida interior de una persona es infinita, y para demostrarlo, escribió los siete tomos de En busca del tiempo perdido, prodigando los recuerdos en un paseo interminable por los vericuetos de la memoria.
Así pues, la propuesta de Proust parece oponerse a la de Gombrowicz.
Desde la perspectiva del polaco, nuestro ser ahora pesa menos. La población mundial ha llegado este año a los ocho mil millones de habitantes.
Lo que nos hace únicos e irrepetibles (yo, ser, alma o espíritu) es ahora tan ligero como una pluma: pesa, en cada uno de nosotros, una ocho-mil-millonésima parte de la humanidad.
¿Será por eso que, ante el espectáculo de la muerte en escenarios como Ucrania, la pandemia o la guerra del narco, nos duele menos un deceso?: ¿Porque el ser del difunto nos pesa menos?
La muerte a destiempo
En El aroma del tiempo, Byung-Chul Han sostiene que, en su camino a la muerte, la vida del ser humano ha perdido su unidad: se vive en un frenético ir hacia adelante que nunca termina y que, sin embargo, siempre comienza de nuevo.
Nada contiene, limita y estructura la vida que se reduce a una sucesión sin control de instantes iguales, en fuga desenfrenada hacia un espacio infinito de posibilidades porque, en el mundo de la postmodernidad, «ya no se es capaz de llegar hasta el final de una posibilidad».
A esta vida sin diques, a esta sucesión de vida fluida sin estructura, Zygmunt Bauman la llama modernidad líquida
En concepto de Byung-Chul Han, la incapacidad para acabar y concluir, la incompletud permanente en la que nos movemos, provoca que la vida se experimente a destiempo: la felicidad, la madurez, la vejez, parecen llegarnos a destiempo. Y al final la vida no se consuma con la muerte, sino que tan sólo queda interrumpida abruptamente por su guadaña.
Esto despoja a la vida de su sentido.
La muerte era antes la culminación de la vida, el epílogo que daba sentido a la biografía personal. Pero ahora, cuando las cosas se interrumpen para dar paso a otras, la muerte trunca la vida, pero sin dotarla de significación, sin cerrar el círculo. «Quien no puede morir a su debido tiempo, perece a destiempo», expresa Byung-Chul Han.
Esto se debe a que el tiempo, en la percepción del hombre actual, fluye a lo abierto, se desparrama, sin la contención del tiempo justo, del momento oportuno.
Para el ciudadano masificado del siglo XXI, el tiempo ha perdido su carácter narrativo e integrador de la historia vital. Toda experiencia carece de duración y, no obstante, esto no se debe a la aceleración del tiempo, como suele pensarse, sino a su dispersión y a su atomización: el tiempo da tumbos en su curso vital. En la percepción es discontinuo. A esto Byung-Chul Han lo llama disincronía, a saber: La falta de sincronía es no fluir con el tiempo… a tiempo.
Y si el tiempo se percibe como un todo fragmentado, si la vida se pulveriza en este des-tiempo, entonces la identidad misma de cada persona se convierte en algo efímero, en algo pasajero: el inmenso yo de Proust se percibe como un ínfimo yo, como un yo atomizado.
Los mirones de la tragedia
Todos estos aspectos son factores que influyen en nuestra mirada indiferente ante la recurrencia y la inmediatez con que se nos presenta la tragedia de la muerte.
Vemos la muerte violenta más curiosos que conmovidos.
En lo personal me asombra cuando veo a la gente apiñada en torno a una escena del crimen. Los ojos ávidos. Casi sin asomo de conmoción. El cadáver tendido a media calle o en el interior de un automóvil es el espectáculo. Los cuerpos desnudos y mutilados colgando de un puente, la grotesca estética de la muerte.
Los mirones en las tragedias no faltan. No importa que ocurran en despoblado, en medio de una carretera o de un camino. La mayoría de las veces hay público ¿De dónde nos viene esa avidez, esa mirada curiosa, más que contrita?
Recuerdo una película que gira en torno a los mirones que se congregan para observar la crucifixión de Jesús. No sienten compasión alguna. Es puro morbo. Por eso son castigados a formar la eterna muchedumbre que reúnen las grandes tragedias de la humanidad. Son castigados a observar eternamente el sufrimiento humano.
En los días que transcurren con la furia nacionalista de aniquilar al otro, con la muerte que deambula con visa de turista, o con la saña asesina desatada por las razones más ruines y mezquinas; en la época en que un yo infinito como lo imaginaba Proust, pesa cada vez menos (tal y como lo suponía Gombrowicz) y es cada vez más superfluo, más efímero y pasajero, en expresión de Byung-Chul Han; en días en que el sentido de una vida como narración, con un principio y un fin, se ha esfumado en un tiempo en el que todo ocurre a destiempo; ahora que la muerte misma no es una culminación, sino una abrupta interrupción sin sentido alguno; cuando la vida se interrumpe pero no concluye…: entonces la conciencia se adormece, mira con sopor las máscaras descarnadas de la muerte.
El arte de la contemplación
Byung-Chul Han culmina su análisis sobre la crisis vital del tiempo en la sociedad contemporánea con un elogio de la vita contemplativa, y propone que a la frenética vita activa en boga, que contribuye a dispersar y atomizar el tiempo de la vida, que reduce al hombre a su triste condición de animal laborans, dividido entre el trabajo y el consumo, incorporemos los beneficios de la demora, que dota a la experiencia de una duración, que posibilita, por ejemplo, la pausa contemplativa.
En el arte de demorarse, explica Byung-Chul Han, la contemplación nos permite escapar de la fuga permanente que es la actividad desenfrenada de la vita activa que nos arrastra.
En la antigüedad clásica, la vita contemplativa estaba en la cúspide de la vida del hombre libre. Así lo describió Aristóteles en su Moral a Nicómaco. En la Edad Media ese ideal siguió teniendo preponderancia con Santo Tomás de Aquino y los valores de la escolástica.
Pero entonces sobrevino la transición que se consolidó con el protestantismo y, más específicamente, con el calvinismo: la vita contemplativa fue desplazada por la vita activa como ideal de vida.
Entonces el trabajo cobró un significado que va más allá de las necesidades vitales, se le dio un sentido teológico que lo legitima y lo valora. Para Lutero es una llamada de Dios a los hombres. En el calvinismo, cobra un sentido redentor, y se entiende como un signo de haber sido elegido. Con esta raíz teológica se encumbra el ideal de la vida ocupada y el capitalismo.
En la edad moderna, la vita activa reduce el pensar al mero calcular, la contemplación a una simple ojeada, la acción al trabajo, el hombre al animal laborans
En la mística cristiana la contemplación es: «una atención amorosa demorada en Dios». La contemplación deviene en meditación, que cesa el afán y todo movimiento interno, para acceder a la quietud.
Byung-Chul Han cita a Heidegger, quien escribió: «demorarse significa: perdurar, estarse quedo, contenerse y retenerse, a saber: en la queda quietud, Goethe dice, en un bello verso: “el violín se hiela, demora el danzarín”». En ese momento de contemplación, se cobra conciencia de la vida.
El sentido de la vida
La suma de estas reflexiones me depara el ejemplo de mi madre.
En el aturdimiento de la pandemia y sus muertes habituales, a principios del 2021 le arrebató la vida el virus. Las lágrimas que no lloré por los quince millones de víctimas del coronavirus, las derramé por ella. Pero una certeza me ayudó a superarlo: mi madre cumplió su ciclo.
El día del sepelio, me demoré en la despedida. Percibí, en su queda quietud, el hálito de mi madre. De principio a fin, su vida como narración estaba integrada; su alma, en términos de Proust, llena de sí misma. Se entregó y llegó al final de una posibilidad —la suya— y ahora culminaba con la muerte. Casi desde que nací, su vida tuvo un sentido, y hasta sus últimos días lo cumplió fielmente.
Ahora vuelvo a pensar en mi amigo muerto en Salamanca hace un cuarto de siglo. La noche que lo velamos me aparté a un rincón donde permanecí a solas. Entonces llegó a mi lado su novia. Intercambiamos frases de consuelo, compartimos los recuerdos. Poco a poco, cobré conciencia de la muerte de mi amigo, de su vida, de la mía, de mi pasado y de mi futuro. Todo estaba ahí. No tenía las respuestas. Pero tenía el dolor, como una forma de aprehender conocimiento emocional. Esa noche me marcó. De algún modo me influyó hasta mi vida actual. Sobre todo, me enseñó que soy un sobreviviente.
Viktor Frankl cuenta que quienes sobrevivieron a Auschwitz, donde él mismo estuvo recluido, fueron los que tenían un objetivo para eso, los que habían dado un sentido al acto de sobrevivir.
La noche en que velé a mi amigo obtuve el sentido de mi vida: debía vivir para escribir mi obra literaria, empresa en la que sigo empeñado… y que me mantiene con vida a pesar de los acechos de la enfermedad, las presiones económicas y la amenaza de la muerte.
Descubrir un sentido… He ahí la diferencia entre contemplar y sólo ser un mirón morboso de la tragedia humana.
- Foto: Enrique Metinides