La memoria, por fortuna, rara vez es precisa. El rostro referido en un recuerdo no es más que una acuarela realista; los muebles, figuras geométricas de pálidos colores.

La memoria reescribe el libreto de los personajes evocados en el recuerdo, los instala en escenarios ficticios, agrega y endosa conclusiones impertinentes. Y, sin embargo, nos fiamos de nuestros recuerdos, rendimos culto a ellos, nos agrupamos para compartirlos sin pena ni culpa. Mientras el animal llamado Olvido se atraganta de hechos pasados, la memoria es un ave de rapiña que merodea en círculos para recoger las migas y ripios que deja esa bestia.

Decir ayer es un artilugio retórico, como lo es decir hace una semana, unos años, siglos. Ayer, por ejemplo, me acordaba de un hecho ocurrido veintitrés años atrás. Estoy siendo retórico, lo sé, pero son las imágenes y escenas las que me persuaden de la relatividad del tiempo, de lo impreciso e infiel que es recordar. No sé si todo lo que digo recordar en realidad pasó, sí los rostros que evoco pertenecen a los sujetos que en aquel entonces eran parte de mi día a día…

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Fumaba, y el humo del cigarrillo parecía ser la puerta que conduce a el umbral del pasado. Me veo en el asiento de un autobús acompañado por Erwin, o por Rafa, pero también pudo ser Alejandro o Edgar. Los cinco íbamos a Guanajuato Capital, a conocer y explorar, sin la vigilancia de un adulto, el Festival Internacional Cervantino.

Nuestros rostros delataban expectativas y conmoción y, a ratos, enfado e indiferencia ante otros personajes jóvenes igual o más excitados que nosotros. Recuerdo que planeábamos una desarticulada estrategia para comprar cervezas de manera ilegal, aún éramos menores de edad. En el atropellado intercambio de opiniones propusimos no descartar la compra de mezcal corriente, ese que está envasado en una estriada botella de plástico y que, según la imaginación poética de cualquier catarrín, se conoce como mecatito.

Ya en las calles de Guanajuato, caminando entre ríos de gente enemistada con el jabón y el desodorante, percibíamos, entre risillas nerviosas, el picoso olor a mariguana mezclada con copal, pero también nos percatábamos del vaporoso hedor de orina y alcantarillas sobresaturadas de todo lo que el cuerpo puede evacuar.

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Ninguno de nosotros sobrepasaba los diecisiete años de edad. El Cervantino equivalía, en nuestro pensamiento, a estar en una macro fiesta sin guaruras pidiendo boletos e identificación.

Recuerdo nuestra pinta: la de unos Village People del tercer mundo; outfits armados de ropa de paca, de garras recicladas de la almohada de un abuelo distraído o del ropero de cada respectivo progenitor que alguna vez fue delgado y estrafalario. Quizá por tontos, por inexpertos, pero no por prudentes, caminamos por horas entre esa masa dionisiaca sin estar del todo ebrios, sin ser presas de espontáneos enamoramientos de güeras cuasijipis que ornamentaban, con sus gritos y vómitos, los callejones de Guanajuato.

El clima era frío, incluso gélido, y la caminata no bastaba para que dejáramos de temblar. A cierta altura de la madrugada fuimos a dar a un apartamento de sólo Dios sabe de quién. Ahí nos quedamos hasta el amanecer. Ahí dormitamos, unos bajo la tarja de una cocina integral, otros en los muebles de la misma cocina, y yo, creo, en el piso.      

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A Rafa y al Gordo (Alejandro), aún los veo dos o tres veces al año, a Edgar cada cinco o seis años, pero a Erwin le perdí la pista. Supe que se fue al norte de México a estudiar. Incluso, poco tiempo después de su partida, le llamé para pedirle no sé qué favor para una novia que tuve. Después, la comunicación se cortó, cada cual hizo su camino.

Dicen en mi tierra, que los rotos se juntan con los descosidos tarde o temprano, y, hará un par de meses, Erwin me escribió para invitarme a tomar un café. Acepté su invitación con pasmo y alegría. Diré que antes de reunirnos me sentí algo afligido ¿nos reconoceremos? ¿de qué hablaremos?

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Después de más de veinte años me volví a sentar en el café Santa Clara, lugar al que de joven asistía para leer por horas con el pretexto de beber café, ahí me citó Erwin y ahí llegó. Cuando lo vi me pareció igual de joven que años atrás, no había en su rostro estragos propios de la edad, sonreía como cuando era jovencísimo. Después de charlar sobre nuestros destinos en esos veinte años de distancia, me prometió devolverme un Paradiso de Lezama Lima que él tenía en su biblioteca.

Pedro: Cuándo te presté ese libro…

Erwin: Nunca. Yo lo tengo porque me lo dejó tu ex; me dijo que ya no quería saber nada de ti y me dio ese libro para que te lo devolviera…

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Ambos, a cierta altura de la charla, confesamos ser poetas.

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Erwin me regaló su primer libro, un poemario titulado: Mi casa vacía, publicado hermosamente en Chihuahua, por Medusa Editores. Mi casa vacía es un poema largo, dividido en 27 partes, que pueden leerse, hasta cierto punto, como poemas individuales.

Leer Mi casa vacía, en el orden que propone el poeta, tiene una ventaja: se experimenta una tensión reflexiva en torno a una cuestión: ¿Qué es el hombre?. Pero advierto que las posibles respuestas que desgrana el poeta no se circunscriben a un espectro antropológico. Diré, a riesgo de ser opaco, que Mi casa vacía es un poema de corte filosófico, sin la petulancia que suele revestir este tipo de exploraciones, su profundidad no es hija de la manía que obliga a emplear la jerga cantinflesca que simula honduras en terreno plano. Las voces de Mi casa vacía son las de un padre de carne y hueso, pero también la de una divinidad afligida por sus criaturas, la de un hijo, la de un amigo. Poema filosófico, insisto, pero también teológico y, por consecuencia favorable, psicológico. Explora emociones violentas -la del vacío, por ejemplo-, sin ser estridente, mucho menos llorica.

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He aprendido a vivir aquí, / puedo reconocer mi rostro, / mi nombre, / las pisadas de mi cuerpo, / lo distintas que son mis manos / de mi voz. / Y puedo creer que mis pies / sabrán a dónde llevarme / el día en que haya que dejar la casa. // Pero no he podido saber / si el vacío es tu ausencia / dentro de esta habitación. De ti no queda nada / y de mí, aún no lo sé, /si también me fui quedando vacío, / si soy como un hueco / dentro de mi abismo. // Ya no es el silencio, / no las cosas que se fueron, / no son estos ladrillos / hechos por manos de hombre / que un día caerán / cuando la calle sea una reliquia. / Esta casa tiene un vacío / mayor que el de nuestros cuerpos alejándose, / más profundo. / Esto pareciera un pez / que me lleva a Nínive (Mcv, XX).

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Mi casa vacía abre con un epígrafe prestado de los Salmos (8:4): ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites? Dice L. Alonso Schökel, en Treinta salmos: poesía y oración, que “El simple hecho de preguntar ya es reconocimiento del límite, profesión de ignorancia; y la respuesta interina lo corrobora”.

Erwin Limón, en el poema XXV de Mi casa vacía, escribe: Padre, yo no quiero hombres en mi casa. / Anhelo niños que corren y cantan / y se embriagan de leche y cuentos. / Pero no sé cómo hacerlo.

Esa profesión de ignorancia está presente, y es constante, en Mi casa vacía:Qué significa ese color de hojas secas, / esos pájaros que trinan en la lluvia y no saben que anochece” (Mcv, X).

La ignorancia del poeta siempre está hermanada con la admiración, y el mismo Schökel, comentando el Salmo 8:4 en su libro ya citado, nos recuerda: “Tiene mando sin ser el amo, tiene una gloria que es recibida, ocupa un puesto que le han asignado. Los griegos decían que la admiración es la madre del saber”.

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Erwin Limón encabalga cada uno de los versos de Mi casa vacía con paciencia, con esmero; nos invita, sin didactismos facilones, a contemplar parajes de soledad donde las grietas de una pared esconden el eco de un amigo ausente, de una tristeza abrazada como bendición, de una divinidad en desamparo: “Recuerdas cuando dijiste: / Lama Sabactani; entonces estabas solo / y tu casa también estaba vacía” (Mcv, XIV).

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Quién es este poeta llamado Erwin Limón que me regala su libro. Definitivamente no es el joven con el que viví ciertas experiencias propias de la adolescencia. Mi memoria deforma a ese joven, intenta ver al poeta desde ese entonces, pero miento, me miento. Porque la sonrisa que tenía es su rostro no es la que volví a ver hace un par de meses. Esa sonrisa, la de hoy, está ligeramente inclinada a la melancolía, es una melancolía risueña.

Mi casa vacía, el primer poemario publicado por Erwin Limón, es un libro melancólico sin macula de pesimismo, es un poema largo que conjuga oración y poesía, reflexión y teología.

  • Ilustración: Portada del libro ‘Mi casa vacía’