Pocas tendencias de la literatura de América Latina han expresado tanto vigor como las que conformaron el ciclo de las llamadas novelas de la tierra. Esta fue una denominación convencional para referirse a un importante movimiento novelístico que surgió como respuesta ética de las sociedades americanas a la explotación, humillación y persecución sufridas por indios, campesinos y clases trabajadoras por parte de la dominación imperial y colonial de las potencias políticas y los consorcios económicos.
Fue, desde luego, una respuesta expresada a través de la forma literaria que más se adaptaba a las necesidades del realismo: la novela. Las preocupaciones sociales de las novelas de la tierra terminaron por expresar los sentimientos nacionales, y por ende de afirmar sus culturas autóctonas. Muchos historiadores se han acercado a este fenómeno merced a diversas ópticas y denominaciones, unas abordadas desde el alegato de la independencia cultural, otras a través de la ideología positivista que venía incubándose desde fines del siglo pasado.
Todo ello dio lugar a una vindicación de los regionalismos, echando mano de modelos de grandes novelas naturalistas europeas (Pérez Galdós, Zola) o rusas (Tolstoi). Tales regionalismos tenían necesariamente que ubicar sus ejes accionales en espacios geográficos determinados, y así surgieron los grandes paisajes americanos donde apoyarlos: el llano, la selva, la pampa, la sierra.
La imprescindible utilización del ambiente físico termina por adecuar —y a veces por limitar— las reacciones psicológicas o ideológicas de los personajes a cierto fatum de la naturaleza como “gran personaje” de estas novelas, y a consolidar un conjunto de obras en cada uno de los países iberoamericanos.
Desde principios de siglo —y luego de haber superado varias tentaciones del Modernismo— algunos narradores habían abogado por esta regionalidad, tales como el colombiano Tomás Carrasquilla en su novela Salve Regina (1903), u Horacio Quiroga en los cuentos de Los perseguidos (1905); realizaban densos estudios de la conducta, de los estados de enajenación y alucinación humanos, en pleno combate contra la hostilidad de la naturaleza. En Bolivia, Alcides Arguedas había abordado en Raza de bronce (1919) la existencia angustiosa de una familia de explotados. Arguedas es uno de los primeros en superar la novela de tesis, pese a que en su momento fue tildado de política.
Las ideas estaban mejor expresadas por filósofos como José Vasconcelos, quien, en su reacción contra el positivismo, retorna al humanismo y a los clásicos. En obras como La raza cósmica (1925) e Indología (1926) aboga con entusiasmo por el ideal, oponiéndose a la razón y al cientificismo. Vasconcelos está considerado algo así como el fundador de la educación moderna en México. Otros pensadores de este período son Francisco García Calderón, quien advierte sobre los problemas que amenazan el desarrollo autónomo de la América Latina, con el expansionismo imperialista de EEUU, Japón y Alemania. El americanismo literario de García Calderón apunta hacia una “raza latinoamericana” similar a la “raza cósmica” de Vasconcelos y hacia la creación de un continente que pudiera enfrentar la barbarie.
Este americanismo se reflejó en novelas como Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, una obra que describe admirablemente las pampas y los espacios abiertos, creando el mito del gaucho ideal. Por su parte, Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929) expresa la ley del llano venezolano, y la violencia y la barbarie que ésta engendra. El naturalismo de Gallegos y Güiraldes se mueve en un espacio dramático, donde abundan los arquetipos y los símbolos.
Jorge Icaza lleva a cabo en Huasipungo (1934) una denuncia de las atrocidades sufridas por los indios a manos de los criollos y las empresas capitalistas. El relato escatológico de las enfermedades entra en una fase de realismo alucinante. Huasipungos son las viviendas de donde los indios ecuatorianos son expulsados.
El peruano Ciro Alegría narra en Los perros hambrientos (1939) la indigencia de los indios del altiplano en medio de la naturaleza. No tengo dudas de que esta novela dejó una huella importante en la conciencia estética de Juan Rulfo en lo que concierne a ciertas atmósferas líricas, siempre al servicio de un realismo sin excesos.
En Ecuador, Demetrio Aguilera Malta, que venía de rozar el dilema de la tierra en La isla virgen (1942), ya había superado el canon regionalista para entregarnos, tres décadas después, un panorama en gran angular de la miseria y sordidez de la vida ecuatoriana en Siete lunas y siete serpientes (1970).
En novelas como estas nos cercioramos de los giros que experimenta la narrativa en las tendencias contemporáneas, con un eco evidente en los relatos de éstos y otros autores. En la forma sintética del relato breve se reflejan similares preocupaciones de contenido, a lo largo del todo el continente.
Novelas mexicanas de la tierra
México, en especial, ha tenido una coherente tradición en novelas de la tierra, con nombres como el de Mariano Azuela, quien con su obra Los de abajo (1915) auspició el auge de la novela de la Revolución mexicana, tema que en mayor o menor medida será central para entender el desarrollo de la ficción novelesca en ese país. Con estilo seco y diálogos ágiles, Azuela nos introduce más en la acción revolucionaria que en los dilemas sociales, prescindiendo al máximo de las descripciones prolijas, elementos que serán decisivos en la narrativa de Juan Rulfo.
Martín Luis Guzmán renovó la novela de la Revolución con El águila y la serpiente (1928), a través de una escritura fluida, con mucha seguridad y economía en sus trazos. Sugiere los hechos, introduce la ambigüedad y utiliza el habla popular. Su personaje Rodolfo Fierro representa la rudeza de Pancho Villa en la desolación de la llanura. Obsérvese que, en mayor o menor medida, el llano está presente en las diversas geografías americanas.
Luego de la década de los años 30, las tendencias narrativas regionalistas van siendo superadas. Con la progresiva desintegración de las viejas sociedades, se produce una pérdida de orientación, lo cual procura una lectura múltiple de la realidad; entonces los estilos comienzan a disponerse en mosaicos y la técnica de la simultaneidad y la yuxtaposición —heredada de la vanguardia— se refleja en los nuevos experimentalismos.
Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, culmina el ciclo de novelas de la Revolución mexicana por vía de técnicas diversas: monólogos, psicoanálisis, “diálogos” entre religión y erotismo, y un deseo imperioso por liberarse de los puritanismos religiosos, las supersticiones y la ignorancia. Es palpable esa voluntad de recrear la realidad, que va a estar presente en la obra de Rulfo.
Contexto de Juan Rulfo
El comienzo de la trayectoria de Rulfo se decide a principios de la década de los años 40. Entre 1943 y 1945 escribe sus primeros relatos, y se cuenta ya entre los escritores que buscan despojarse de la retórica. Él considera que sus primeros cuentos eran “rebuscados”, y opta luego por recrearse en el lenguaje oral, y “defenderse de la retórica para llegar a lo simple”, como él mismo lo expresó alguna vez.
Aunque no me inclino por los datos biográficos en el momento de acercarme al fenómeno literario, no es posible evitar aquí circunstancias personales para explicarse algunas de sus constantes y peculiaridades. Luego de la trágica muerte de su padre —quien fue perseguido y asesinado—, Rulfo es internado en un orfanato a los catorce años. En Guadalajara fue a estudiar leyes, pero la universidad fue clausurada; allí presencia huelgas y luchas estudiantiles. Marcha entonces a Ciudad de México y cursa un año de leyes en la Universidad Autónoma, pero su situación económica no le permite continuar estudios; debe ganarse la vida y empieza a trabajar en la burocracia como agente de inmigración, localizando extranjeros ilegales y delincuentes para deportarlos. Esta tarea policial en México le hizo reflexionar acerca del sentido de la carrera burocrática emprendida por funcionarios de la Revolución. Decepcionado, regresa a Jalisco, su tierra, con la intención de recorrerla bajo otra mirada. Allí lo espera su gran amigo Juan José Arreola, con quien comparte lecturas de Poe, Tolstoi, Dostoievski, Hamsun, Proust y Dos Passos. Agustín Yáñez forma parte de ese grupo de escritores que buscan un nuevo lenguaje.
Retomo, entonces, el hilo de los primeros pasos de Rulfo por las letras, precisamente fijados en la revista que fundara Juan José Arreola, Pan, en 1945. “Pagábamos cada cual sus colaboraciones. Ahí publiqué ‘Nos han dado la tierra’ y ‘Es que somos muy pobres’ ”, revela Rulfo. Continúa escribiendo relatos en esa misma línea, los cuales van a constituir a la postre El llano en llamas. La complejidad de estos relatos remite a varios contextos de interpretación: uno político, relacionado con el proceso posrevolucionario; uno social, que tiene su raíz en el despoblamiento del campo; otro existencial, organizado en torno a la soledad individual, y en el caso de Rulfo agudizada por la pérdida o ausencia del padre.
Esta soledad va a ser un nutriente permanente del mundo rulfiano, pues remite al crecimiento alterno de varios mundos, fijados a través de la muerte, la venganza, la culpa y la imagen del padre. Esta última, a su vez, va a sufrir una serie de transformaciones aprovechables desde el punto de vista artístico, y serán complementarias para dar forma a esa visión dramática y trágica que envuelve la narrativa de Rulfo.
Pero este dramatismo se halla atenuado por las imágenes poéticas y por la elegancia de un lenguaje de índole lírica que conduce la prosa hacia una escritura precisa, donde no hay descripciones ni adjetivos innecesarios. Por ello me inclino a pensar que el espíritu literario de Rulfo es esencialmente el de un cuentista, no el de novelista. Incluso en su texto de Pedro Páramo (1955) se advierte ese afán por sintetizar, más que a la expansión prolija de la novela. Se ha dicho, incluso, que este relato tenía inicialmente casi mil páginas, y fue reducida en una décima parte.
Quisiera apoyarme provisionalmente en una caracterización de la obra de Rulfo realizada Juan José Arreola, en tres adjetivos: “Los que somos de donde provienen sus historias y sus personajes vemos cómo todo se ha vuelto magnífico, poético y monstruoso”.
Calificativos muy precisos para acercarse a su obra: magnífico por la alta calidad artística de su discurso narrativo; poético porque gracias al poder de las imágenes líricas Rulfo ha encauzado su voluntad de perfección estilística; monstruoso porque no ha tenido miramientos en presentar la desolación, el hambre, la crueldad y otras facetas sórdidas de la condición humana.
Estos tres aspectos sirven de marco al contexto político de la llamada “Rebelión Cristera”, guerra intestina desarrollada en los estados de Colima, Jalisco, Michoacán y Guanajuato contra el gobierno federal; un levantamiento popular apoyado por la Iglesia, que terminó con el encarcelamiento de obispos y expulsión de sacerdotes.
Renovación del tema social
La narrativa del tema de la Revolución se renueva en Juan Rulfo; primero, a través de una crítica del poder neofeudalista; luego, por la ineficacia de la política, lo cual incluye a la burocracia. Los campesinos nunca logran sacarle el justo provecho a la tierra que trabajan, y ello constituye de por sí un drama insoluble, aun desde el punto de vista legal y administrativo.
Rulfo introduce un elemento nuevo en el tema social: no denuncia, no utiliza contingentes o movimientos sociales para rebelarse frente al poder; prefiere describir de modo terrible las condiciones anímicas de sus personajes, antes que volcarse a las características externas de sus vidas. Antes que descripciones pormenorizadas de los ambientes, elige el diálogo como vehículo expresivo, con lo cual inserta el elemento oral dentro de la tónica confesional del habla, y a veces extrema este recurso a través de la reiteración, para recalcar la efectividad de los sentimientos. El habla, entonces, va a formar parte sustantiva de toda la obra de Rulfo.
Por otra parte, Rulfo acude a los recursos de la poesía para matizar su lenguaje, para imprimirle fuerza sugestiva; incluso a veces se detecta una intención de introducir imágenes vanguardistas. Este recurso poético no se limita a dichas imágenes; también incluye una voluntad de ritmo interior, de constatar cierta musicalidad en el manejo de las cláusulas.
Todos estos recursos dirigidos hacia algo esencial: identificar plenamente el ánima humana con el paisaje no al modo naturalista, sino a través de una transfiguración de los elementos constitutivos de ese paisaje, en su diálogo con el hombre. A continuación, intentaré realizar una relación breve de estos elementos en cada uno de los cuentos que constituyen El llano en llamas.
Los cuentos
En Macario el personaje espera a que salgan las ranas para espantarlas, ya que no dejan dormir a su madrina. Mientras lo hace, se entrega a un monólogo donde la principal figura es Felipa, la cocinera, quien además amamanta al niño. Esa leche simboliza a la vida, al afecto, al amor, mientras que las ranas o los grillos son como portadores de la alegría. Y hasta las supersticiones que rodean al niño en la noche son algo creador: “Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio”. El hambre física, en Macario, queda reducida por el encantamiento que ejercen las presencias animales y los sonidos mágicos de la noche en la mente infantil.
En Nos han dado la tierra se entra directamente al ámbito de la tierra árida y del llano, donde parece no haber nada; apenas una gallina, un ave que le imprime vida alegórica al paisaje desértico. Esta presencia de los animales se vuelve sustancial en la narrativa de Rulfo: “Nosotros paramos la jeta para decir que al llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano”. Nótese la metáfora: la tierra misma se convierte en un pellejo duro de vaca. Estamos, pues, en plena tierra caliente, donde “las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar”.
La renuencia a la conversación prolija también proviene de la sequedad u hostilidad de la tierra, cuestión que se refleja en la misma persona de Rulfo, hombre parco, silencioso. Aunque también hay espacio para las imágenes poéticas del tipo creacionista: “…se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza”. O un lugar para la paradoja: “Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andando”. Andar y caminar: verbos bien diferentes en Rulfo.
Aparece aquí por vez primera el personaje Melitón, una suerte de interlocutor que sirve al autor para agilizar los diálogos:
Melitón dice:
—Esta es la tierra que nos han dado. (…)
Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? Cuál tierra nos han dado, Melitón. Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos”.
Mientras tanto otro personaje, Esteban, se aferra a una gallina y desaparece con ella, porque “la tierra que nos han dado está allá arriba”.
Podría decirse que el tema de La cuesta de las comadres es el de la muerte, pero de una muerte benigna. El relato está armado sobre un elemento de suspense, sobre lo que podríamos llamar, usando las palabras de Gabriel García Márquez, “una muerte anunciada”: la familia Torricos ha abandonado Zapotlán, y el personaje-narrador rememora los hechos ocurridos. Él ha matado a Remigio Torricos, y desde esta circunstancia narra. Remigio ha venido a vengar la muerte de su hermano Odilón, creyendo que éste es el asesino, pero no es así. La descripción de esta muerte en defensa propia está hecha con tal sutileza que en medio de la acción asistimos a descripciones nocturnas, a media luz. Una vez que lo mata —Remigio no le da tiempo de explicárselo— se ve en la obligación de narrárselo post mortem. Ciertamente se trata de un final con humor negro, y revela un asunto central: los Torricos son terratenientes que abusan de su poder y cometen crímenes e injusticias con los peones. Pero ahora uno de los peones gana la batalla. Nos sentimos entonces identificados con los pobres, con “los de abajo”.
En medio del hambre y las calamidades, un animal, una vaca llamada Serpentina juega un papel vital, sólo que ahora las calamidades no provienen de la resequedad, sino de la creciente de un río (“el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta”) que se lleva a Serpentina, esa vaca “que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos”. Anotemos aquí que una vaca para una familia pobre es un modo de subsistir, y en el caso del relato Es que somos muy pobres el animal se convierte en una dote que un padre lega a una hija “para que no vaya a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes”. Por cierto, en este cuento aparece la primera alusión de Rulfo a las mujeres en un plano sexual: “…cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima”.
A la otra hermana, a Tacha, es a quien se le muere la vaca. Y la vaca concentra tanto la atención que “no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita”. En una familia católica, criada en el temor de Dios, el mal ejemplo del sexo se describe así en unos senos de mujer: “Prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención”. De nuevo la historia concluye con el esperado final de la muerte de algo o alguien. Rulfo no espera sorprender con los finales: los anuncia, los describe, comprime el texto en busca de la precisión.
En El hombre tenemos el relato de un borreguero movilizando el crimen, la venganza y el suicidio. Entramos de lleno en el terreno de la predestinación. El cuento tiene la estructura de un western, con muchos ingredientes cinematográficos. Es la historia de una persecución, y a medida que ocurre, perseguidor y perseguido hablan consigo mismos, estudian posibilidades, se arrepienten: “No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales… Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro”.
Véase el ejemplo del humor negro para desdramatizar una situación terrible. Las descripciones en este relato llegan a un punto de maestría; tanto las del paisaje —árboles, animales— como las pulsiones internas de los personajes: todo confluye en un discurso armado gracias a una técnica muy compleja; ha llegado ahí a una fase de artífice. Hay dos puntos de vista esenciales en El hombre: el de quien asistió al hombre huyendo y el del borreguero a quien el hombre que huye conoce por casualidad, le habla de sus chamacos (sus niños) “chorreando lágrimas” o moqueando. El relato tiene tantos detalles técnicos que merecería estudio aparte.
Venganzas y otras muertes anunciadas
Luego sigue el que podríamos calificar de obra maestra: En la madrugada. Su tema es el de un asesinato por accidente, pero quien lo ejecuta se resigna desde un primer momento a morir por ello. Acotemos aquí que el asunto de la venganza es una constante en los cuentos de El llano en llamas, y que ésta siempre se cumple. Hay un buen número de efectos poéticos y el lector no espera que vayan a ocurrir cosas tan fuertes, dada la belleza de los primeros pasajes. El lirismo y el fatalismo conviven en el mundo de manera casi contradictoria: me atrevería a adelantar que esta es una de las características de toda la obra de Rulfo.
Las necesidades materiales empujan a los hombres a la sobrevivencia y, aun en medio de la hostilidad de la tierra, el narrador encuentra una belleza precaria, moldeada con cierto primitivismo, pero belleza al fin, visible en los animales y en las costumbres de las gentes. De una manera u otra se encuentra presente un patrón, una familia terrateniente explotando a otra, y ello genera muertes accidentales o necesarias, persecuciones o venganzas.
Pero todo ello se produce de manera casi “natural”, como si la sobrevivencia generara un sentimiento de fatalidad, y la lucha por la vida se resolviera en un conjunto de situaciones limítrofes e impredecibles. La violencia, por ejemplo, siempre está implícita en los relatos, y el movimiento de ésta aparece como un recurso del pulso narrativo. Ello toca incluso aspectos mismos del lenguaje: la oralidad rulfiana refleja esa concisión de sus modismos, en los giros locales, en el léxico regional.
Visión de la tierra
Todos estos aspectos se hallan trabajados a tenor de una voluntad central: la de transfigurar la mirada hacia la tierra merced a la visión interna de los personajes. La tierra no es nunca el paisaje visible; incluso los fenómenos naturales están asediados por el implacable sentir de los seres humanos. Las mismas descripciones de la geografía están sometidas a una mirada que prefiere irse hacia el lado metafórico, o establecer símiles con los objetos observados.
Rulfo huye de las descripciones fotográficas o documentalistas; se niega sucesivamente a establecerse cómodamente en el paisaje, como era la meta del naturalismo francés o del criollismo americano. Tampoco se aviene a los moldes del realismo: las acciones y descripciones se verifican en un plano de lentes oblicuos, nunca de vistas panorámicas. Descree de una relación mural o sucesiva de los hechos. Para él valen los individuos, sus luchas con la soledad; el drama no es sólo asunto colectivo de reconstrucción política.
Ello no quiere decir que Rulfo no se haya preocupado personalmente por estos problemas colectivos de su país, y que no se haya manifestado más de una vez —y de manera cáustica— sobre los modos en que opera el poder, sino que artísticamente crea un modo nuevo de narrar, el cual me resisto a encasillar en cualquiera de los modos del realismo americano contemporáneo, llámese mágico o maravilloso.
De cualquier modo, no es un realismo de tesis ni encubre ideas esencialistas. Simplemente bucea en el complejo universo de la psique humana, y lo proyecta hacia el mundo exterior de una manera notable. Y lo logra admirablemente, utilizando elementos rurales. No acude a ambientes o personajes urbanos para proclamarse renovador; sin renunciar a su ámbito vital o existencial originario, Rulfo realiza un vuelco de ciento ochenta grados a la narrativa de la tierra, en los cuentos de El llano en llamas, cuestión que vendrá a profundizar en la novela Pedro Páramo.
La muerte y el asesinato vuelven a estar presentes en Talpa, esta vez en forma de agonía. Tanilo Santos es un enfermo llagado que desea ir a Talpa para que la virgen de allí le cure de su enfermedad. Y así se lo dice a su hermano (el narrador de la historia, sin nombre) y a su esposa Natalia. Los dos desean a Natalia, así que deciden matarlo para que no les estorbe, aunque después se arrepienten (“Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca”), y a medida que lo conducen a Talpa ocurren las situaciones más sórdidas de las que puedan encontrarse en la narrativa de Rulfo.
De entrada, el asesinato de un hombre por parte de su esposa y su hermano hallándose éste enfermo; luego, un tortuoso viaje a través de una geografía típicamente rulfiana, es decir, transfigurada de continuo: “Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y por debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra”.
Sería oportuno señalar aquí uno de los recursos del lenguaje de Rulfo: la reiteración. El autor repite frases y palabras; ya para lograr un énfasis o para imprimir fuerza a las expresiones orales; lejos de sonar cacofónicas, logran incorporarse al discurso narrativo con eficacia.
El aspecto religioso es principal en Talpa. La creencia católica fanática, la fe ciega, mezcladas al elemento de deseo carnal y de crimen, hacen de este relato uno de los más atrevidos de la obra de este escritor.
En el relato que da título al libro, El llano en llamas, asistimos a la acción devastadora de los quemadores y asesinos del llano (los hermanos Benavides), un texto donde Rulfo nos da muestras de la excelencia de su escritura en diálogos, situaciones y en la maestría que posee para pasar de un tiempo a otro y describir los distintos estadios de la tierra, para metaforizar y para adjetivar con las voces regionales mexicanas. Es el relato más extenso del libro, y en cierto modo un compendio de sus recursos y de su lenguaje. Hay allí además referencias históricas y políticas precisas. De las numerosas metáforas utilizadas citaré algunas, un poco al azar.
“Chorro de la cosa aquella colorada” (la sangre); “la madrugada estaba comenzando a dar a luz las cosas”; (…) “Pedro Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula”; (…) “Se sentía el sueño del mediodía”.
Como en tantos otros cuentos de Rulfo, es el narrador testigo quien cuenta la historia desde afuera, con cierta perspectiva neutral, distanciándose de los sucesos. Se involucra, entra y sale del relato de acuerdo a sus estados de ánimo. Pese a que todos los relatos de El llano en llamas están narrados en primera persona del singular, la presencia de este narrador testigo le facilita a Rulfo enfocar las cosas con un poco más de ecuanimidad; es un recurso tomado de la técnica periodística, pero bien aprovechado para el arte literario.
¡Diles que no me maten! narra desde una muerte anunciada (nos preguntamos, de pasada, si este artilugio narrativo no habrá influido en García Márquez), esta vez la muerte de Juvencio Nava. Hay aquí una suerte de “declaración sobre la tierra”. Juvencio, hombre viejo, viene huyendo. Mientras camina en la noche, es descrito así: “La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos (…). Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último”.
Algunos esbozos de la imagen del padre perdido o muerto, desarrollados ampliamente en Pedro Páramo, están presentes en ¡Diles que no me maten!. A un coronel le presentan un hombre que ha mandado apresar. El coronel dice: “Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”. Enraizarse a la tierra a través del padre: he ahí el núcleo de Pedro Páramo.
En Luvina la imagen de la desolación está llevada a un punto culminante: un confín, un espacio límite, una imagen del fin del mundo quizá. Todo se vuelve la presencia de elementos más o menos abstractos: viento, cielo, lluvia, tristeza, lugar sin dioses; el silencio no es ni siquiera silencio: es ruido.
El tiempo es desconocido. Luvina es tierra de nadie, pero está allí, con su presencia fantasmal, que a veces recuerda a la de las ciudades utópicas o las ciudades oníricas del romanticismo.
Los ejemplos sobran: “aquellas barrancas suben los sueños” (…). El viento “no deja crecer ni a las dulcamaras (…); se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera” (…). “El horizonte está desteñido” (…). “Todo el lomería pelón, sin un árbol” (…). “Llueve poco” (…). “La tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras” (…). “No se conoce la sonrisa, como a si toda la gente le hubieran entablado la cara” (…). “Cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre” (…). “Allí no había a quien rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas” (…). “ ‘¿Qué es?’, me dijo. ‘¿Qué es qué?’, le pregunté. ‘Eso, el ruido ese’. ‘Es el silencio. Duérmete, descansa aunque sea un poquito’ ” (…). “Nadie lleva la cuenta de los años ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años” (…). “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio”.
Creo que para este cuento sobran más palabras. Cada quien tendrá, a partir de este texto, una imagen distinta de la soledad del tiempo y de los seres olvidados. La risa, en Luvina, es una risa burlona, que aparece sólo para ironizar el poder. El relato está organizado a través de la voz de un narrador que habla sobre el pueblo de Luvina en un bar, y se dirige a alguien que tiene intenciones de visitarlo. Ahí beben cerveza y mezcal. Se cumple aquí una metáfora extrema: la soledad individual y la soledad colectiva, el abandono de las gentes tanto por el paisaje hostil como por los gobiernos políticos.
El relato siguiente, en cambio, La noche que lo dejaron solo, resulta el más débil del conjunto. También trata sobre una persecución; pero esta vez el perseguido, Feliciano Ruelas, logra salvarse, como pocas veces ocurre en los personajes rulfianos en tales situaciones.
El texto de Acuérdate —el más breve del volumen— está organizado a través de un interlocutor imaginario, en este caso la memoria, pues el nombre a quien se dirige para que rememore los hechos no aparece. Trata de un personaje, Urbano Gómez, y de su familia: madres, hermanas, primas. Se repasan brevemente sus correrías infantiles y adolescentes, sus desventuras: cómo fue Urbano avergonzado y humillado por la gente de su pueblo. Se marcha por esta causa, y ya hombre regresa convertido en policía. “No hablaba con nadie. No saludaba a nadie”, anota Rulfo. Un buen día a su cuñado se le ocurre darle una serenata y Urbano lo mata, así nada más. Se fue al amanecer. Finalmente lo detienen y ahorcan, y él no se resiste. “Dicen que él mismo amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran”.
No oyes ladrar a los perros es una síntesis de imaginación plástica. Un hombre, Ignacio, lleva en sus hombros a su hijo inválido a un pueblo llamado Tonaya, para que le curen. Mientras lo hacen, van recordando las circunstancias trágicas de sus vidas, especialmente de la madre del muchacho, ya muerta. “El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas”, se lee. En este cuento la imagen de la madre suplanta a la del padre, y el ladrido de los perros es el signo que esperan oír al llegar a Tonaya, cuando ya el hijo ha muerto.
En Paso del Norte un joven se despide de su padre porque se va al Norte a buscar mejor fortuna. Éste le explica sus razones, y el padre le habla con la intención de convencerle de quedarse, a pesar de las terribles condiciones de vida allí existentes. Poco a poco lo va logrando, y el hijo termina obedeciendo al padre. Es, en cierta forma, un reencuentro de alguien con su padre perdido, y curiosamente es uno de los cuentos donde está presente la reconciliación del padre con el hijo. Un médico psiquiatra diría, quizá, que en este cuento el propio Rulfo quiso cumplirse en su padre, reencontrarse anímicamente con él.
Anacleto Morones
En pocos cuentos de Juan Rulfo aparece el humor de un modo tan patente y tan bien encauzado como en Anacleto Morones, el cual podría calificarse de picaresco. Los elementos dramáticos y trágicos de los anteriores no se encuentran aquí como núcleos accionales; lo que existe es la picardía aderezada con el ingrediente sexual.
Un grupo de mujeres va a visitar a Lucas Lucatero, ayudante del Santo Niño Anacleto Morones. Cada una de ellas ha tenido en el pasado relación amorosa con Lucas, y a todas ellas abandonó. Éstas se ponen de acuerdo para ir a visitarlo, cuando estén viejas. Pretenden acorralarlo con recuerdos. Pertenecen a la congregación religiosa de Amula, un grupo que cree en los poderes milagrosos y los santos de Anacleto Morones.
Poco a poco Lucas les va revelando quién era realmente Anacleto: lo contrario de un santo; más bien un mujeriego, un vendedor, tracalero, que se las ingenió para ganarse la vida como santo milagrero. Enamoraba mujeres, como él.
La superstición se confunde aquí con la santidad, y las imágenes religiosas con los placeres paganos. Verdadera joya del humor rulfiano, Anacleto Morones es un relato que escapa un poco de las atmósferas crueles y escatológicas que predominan en nuestro escritor, para expresar un mundo más dominado por fuerzas benignas, de celebración corporal.
Sin embargo, al final de su relato, Rulfo nos da a entender que Anacleto ha cometido nada menos que un incesto, que ha preñado a una de sus hijas. Pero hasta esto lo expresa con humor benevolente, así como la muerte del propio Anacleto, enterrado luego por el propio Lucas Lucatero en el patio de su casa.
Textos finales y ecos rulfianos
El día del derrumbe narra la llegada del gobernador de Tuxcacuexco a un pueblo, con la conocida y demagógica lluvia de promesas para la gente. El narrador, Tranquilino Herrera, le cuenta a alguien esa historia, y acude a ratos a la memoria de Melitón —quien había aparecido ya en Nos han dado la tierra— como recurso para agilizar el estilo narrativo de la historia.
Unos días antes de la llegada del gobernador, había ocurrido un temblor en este pueblo, “cuando la tierra se pandeaba todita como si por dentro la estuvieran rebullendo”. La situación se vuelve tragicómica cuando, ante esta visita, el pueblo tiene que recibir al gobernador y ofrecerle una comida costosa; si esta visita hubiese durado más, “quién sabe hasta que altura hubiéramos sido desfalcados”. Todo ello es motivo de una fiesta: “En lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas”. Se advierte aquí la ingenuidad de los pueblos ante las visitas oficiales, o más bien que, frente a la certeza de que no van a solucionar nada, prefieren tomar aquello como motivo de celebración pasajera, para alegrar un poco sus vidas. Hay, incluso, un fragmento del lenguaje retórico-demagógico del gobernador donde se percibe un toque de humor cruel, el cual funciona como elemento eficaz de crítica social.
En La herencia de Matilde Arcángel la muerte anunciada es la de la madre (Matilde Arcángel), casada con Euremio y madre de dos Euremios Cedillos muy distintos entre sí, uno “alto y garrudo de que lo había dotado la benevolencia de Dios Nuestro Señor; el otro, chico, trabado de flaco, vivía si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra; y, válido es decirlo, su desventura fue la de haber nacido”. Esa fue la herencia de Matilde, y “un rancho venido a menos por muchos trastornos”.
La crueldad física, la pesada carga del tiempo y esa fatalidad de la existencia que suele rodear a la mayoría de sus personajes, se hallan en este último cuento del libro. “Y usted y yo y todos sabemos que el tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede soportar el hombre”, anota el escritor en alguna parte de este texto.
Conclusión
La enumeración descriptiva de cada uno de los relatos sólo ha tenido la intención de mostrar cómo se mueven algunos de estos personajes en el espacio del llano mexicano de Jalisco, abordado literariamente por Rulfo, y cómo en éstos se dibujan las imágenes esenciales de su mundo narrativo.
Los territorios interiores de los personajes se mueven siempre hacia lo fatídico, pero no sólo hacia la fatalidad de la muerte, sino hacia la existencia misma como destino enigmático, impredecible, cambiante. Las persecuciones y venganzas forman parte de éste; la crueldad es una fuerza de varias caras: el hambre, la miseria y el abandono forman parte de las vidas y le otorgan sentido y perfil: son asumidas no como tragedias absolutas o patéticas, sino como condiciones naturales. La tierra dura y hostil se halla transfigurada en el ánima de los personajes de tal modo, que los animales y las plantas adquieren vida sólo si se toman en cuenta como elementos interiorizados. La gente permanece en la tierra, se acostumbra a ella y termina integrándose a sus fuerzas terribles, hallando en éstas receptáculos de una rara poesía.
A mi modo de ver, la matriz lírica de las imágenes de Rulfo termina imponiendo su poder imantador y configurando su mundo verbal, regido por la austeridad y la brevedad. Propicia, además, una reflexión imparcial sobre las peripecias y el destino de tantos pueblos americanos que han crecido al margen de los procesos metropolitanos, sin acudir a argumentos de tesis ni a programas ideológicos. Apuesta por la condición humana y por la eficacia intrínseca de las imágenes que la presentan.
Como lo hicieran en un principio autores como Horacio Quiroga o Machado de Assis, y más tarde Borges, Cortázar o Monterroso, Rulfo ha abierto una posibilidad de observar, en el cuento y la novela breves, nuevos caminos de reflexión. La narrativa de tema telúrico se cumple en él como una renovación, que tiene las características de una fundación.
Ha sido muy vasto su influjo en la narrativa de América; es indudable su huella en algunos cuentos de Gabriel García Márquez, para sólo citar a un ejemplo notable. En Venezuela se ha hecho notar su eco en libros de Arturo Uslar Pietri, Adriano González León, Ramón Palomares, Alfredo Armas Alfonzo y Hernando Track.
Rulfo y el cine
Para concluir, me gustaría apuntar hacia la relación de Rulfo con el cine, que fue inmensa. Contrario a la posición de que las obras literarias no deben ser llevadas a la pantalla, escribió él mismo el argumento y guión para llevar Pedro Páramo al cine, con el realizador José Bolaños.
Carlos Fuentes escribió en 1974 el argumento para adaptar No oyes ladrar a los perros; aunque Fuentes ya había participado, con Gabriel García Márquez, en la confección del guión de El gallo de oro, cuyo argumento escribió Juan Rulfo especialmente para el cine en 1964.
Rulfo alternó su pasión por el séptimo arte (hizo foto fija para el cine) con la fotografía; prueba de ello son las magníficas fotos suyas que se han publicado en libros y revistas, algunas de las cuales —una secuencia dedicada a los músicos— acompañan la edición de El gallo de oro, junto a otros dos argumentos cinematográficos suyos: El despojo y La fórmula secreta.
Siempre me ha parecido que los relatos de Rulfo poseen mucho de cinematográfico; incluso algunos me recuerdan escenas de viejos westerns, donde aparecen pueblos polvorientos y personajes parcos y solitarios. Los fotogramas de Rulfo apuntan, como sus cuentos, a la simplicidad, a la economía de recursos.
Tanto los personajes de sus fotos como algunos pasajes de El llano en llamas me recuerdan por instantes el paisaje de tierra caliente en el estado Lara, en Venezuela, especialmente el de una aldea llamada Atarigua, donde nació mi padre. Así se lo hice saber a Rulfo cuando tuve ocasión de conocerle en España, y él me contestó con una sonrisa pícara, remojada en un dejo de tristeza.
Él fue uno de mis maestros. Por devoción a su obra he escrito este ensayo, buscando encender una llama en tributo a su memoria, su llano, su páramo y su verdad.
- Ilustración: Balo Pulido
- Noticias relacionadas: