Tenía una doble vida. La de la escuela, en la primaria, y la de monaguillo.
Me alcanza para recordar que, en la escuela, frente al grupo, actuaba de un modo en donde los roles de chico popular, chico listo, chico guapo se concursan y en donde había chica guapa, chica lista y chica popular también. En el atrio de los templos donde aprendí liturgia y formas de chingarme limosnas, según yo discretamente, actuaba de otra manera, como en modo Perro Callejero con Valentín Trujillo.
No sé si es habitual, si nos sucede en la vida. Sin saber nunca por qué, en todo caso, bajo el rigor de un anfibio instinto de adaptación, uno actúa de manera impredecible: una performance sin plan, pero que deja huella.
A veces con más naturalidad, el personaje que es uno, sale de la película para contar los chistes a tiempo y ser recordado como alguien a quien se quisiera volver a ver. Otras, las pifias se acumulan y en la perspectiva de las personas que nos han visto trompicar con las palabras, romper un vaso o perder los papeles, uno aparece como alguien esperpéntico. Acaso la vida pública es de actuaciones y, como en el teatro, unas veces apoteosis, otras caída libre. El asunto de las vidas paralelas y la manera en cómo es uno frente a otros es tema viejo: somos personajes, máscaras, disfraces.
En la primaria me sentía mugrosón y con la necesidad de agradar a quienes concedí un liderazgo salido, supongo, de mis prejuicios, de modelos de la tele, de lo que se decía en la casa. En el templo, actuaba como un curioso señorito venido a menos, acaso con olor a incienso y a turiferario, que seguía a la bola sin preguntarse mucho, algo ingenuo como personaje de Vida de santos.
La tesis de que somos siempre otro frente a los otros existe. Estamos produciendo un personaje cíclicamente, como si de encontrar la sonrisa de artista se tratara
Un asunto de las dobles vidas es el momento en el que esos espacios chocan o se encuentran. Hay un dilema o toma de postura que lo marca a uno, a futuro. Ese es el recuerdo que me viene cuando mi vida del atrio del templo y la de la escuela se juntaron una vez y me sentí descubierto.
He tardado tanto en entrar a la anécdota porque aún me da vergüenza lo que pasó. Supe que había hecho mal entonces, pero no me quedó claro sino hasta que un pasaje de las Las buenas conciencias de Fuentes me lo puso en la mesa, como una anagnórisis, por sí misma trágica. Me descubrí cobarde, hipócrita y convenenciero.
En mi faceta de monaguillo y campanero de las misas de domingo me juntaba con la banda que vendía piratería en los puestos de afuera del Convento. Hablo de un Irapuato en el que los ambulantes flanqueaban la Tercera Orden y el Convento hasta la Rinconada, donde también había puestos y más puestos. Ropa, casettes piratas, hierbas y menjurjes para el desamor; maquinitas, cintos y cosas de piel; fruta de horno, flanes y paletas, todo en esas hileras de herrería frágil que se montaba y desmontaba cada día, un pasillo donde encontraba niños para platicar y hacer maldades a la redonda mientras un fétido olor a caño era el emblema de la zona.
Julio se llamaba el muchacho que vendía cassettes. Apenas y lo recuerdo como anticipadamente calvo y entusiasta de los grupos pop como Magneto. A otro que recuerdo, lo recuerdo porque se parecía a Jorge Campos físicamente y yo lo envidiaba porque el portero de Acapulco era mi ídolo. Uno más en esta ecuación es aquel muchacho de cachetes esmirriados y lamparosos, de una morenez ceniza, que exigía que le llamáramos Perro. Había un cabrón abusivo que era el que vendía las gelatinas cuyo rostro asocio con el de Clavillazo cuando decía su frase célebre.
Se me deben estar olvidando algunos, pero esa era la extraña pandilla con la que recorrí el centro cutre de la ciudad los domingos que tocaba las campanas cada media hora para llamar a misa
La sensación que me queda en este recuento es la de que compartían todos la orfandad. Julio tenía madre, pero era tianguista, como él, y la veía poco. El Campitos tenía un hermano mayor, pero no supe si había padres. El de las gelatinas, aseguro yo, por lo ojete que era, no tenía madre. Y el Perro vivía en la calle. Lloraba cuando ponían Falta amor de Maná en el puesto de los cassettes piratas y platicaba lo duro que era andar buscando dónde dormir; Julio le guardaba los cartones que convertía en cama por las noches.
Yo recuerdo haber visto que se bañaba en la fuente que estuvo en el atrio del templo antes de la remodelación de esa zona. Lo vi echándose jicarazos y lavando su ropa esa vez que Julio nos invitó a su casa de los Cobos a ensayar coreografías de Magneto con el sueño de ser artistas, que nos fichara Toño Berumen.
No es que a toro pasado eso me resulte una locura, en ese tiempo también le veía lo imposible a esa ilusión, pero Julio se convencía tanto que logró que lo siguiéramos. Fuimos Campitos, el Perro y yo. Distingo en la memoria de esa tarde de domingo a Julio, bajo de estatura, muy blanco y con una frente amplia hacer movimientos a ritmo de Cuarenta grados de Magneto. Se movía con agilidad y simulaba tener un micrófono en la mano aunque era un pomo de salsa cátsup. Él quería ser estrella pop y nos escogió para ser sus testigos. No le bastaba con actuar para nosotros. Quería que también nos incluyéramos. Nos guiaba y hacía pruebas de baile y de canto y no chistábamos aunque yo no recuerdo haberme divertido tanto porque me daba un poco de pena bailar y cantar para Julio y para el Perro y para Campitos. Para esa prueba y esa tarde el Perro se bañaba en la fuente.
Escéptico, de todos modos reconozco que pensaba en cómo se le ocurría a Julio que el Perro, o yo, podíamos ser parte de esto. También recuerdo que varias veces, en otras ocasiones, he terminado en lugares insospechados por pura curiosidad o inercia, como si fuera inevitable negarme a los loops como este que describo.
Nuestro grupo pop no tuvo futuro o no pasó a más. Julio debió dejar ese lugar porque el puesto estaba en buena zona y a lo mejor le subieron el precio de la plaza. Era así de impredecible la fayuca y los problemas con los de Mercados eran sistemáticos. Al gelatinero lo veía, pero su adolescencia ya lo llevaba a cortejar a las churreras. Él quería con Adela, una chica que se pintaba con labial rojo intenso la bemba carnosa y pasaba ratos largos arreglándose el cabello con Aqua Net mientras no hubiera quién pidiera duros preparados. Ella se acicalaba para Pancho, un raquítico y moreno adolescente que se hacía la base en el cabello y era conocido por cantar en una rondalla. El gelatinero terminaba platicando con Luisa, que era amable, pero también, a la par, la sombra de su hermana la bonitilla Adela. Por eso, imagino, ella aceptaba las guarradas del gelatinero, que a nosotros nos presumía luego. En cuanto al Perro solía aparecer o ausentarse días o semanas. De pronto lo veía a lo lejos en la fuente lavando ropa o caminando con decidido paso de maleante junto a otros niños que lo seguían a no supe nunca qué parte.
En la escuela era algo distinto. Días de clases de lunes a viernes, honores a la bandera, medias horas de recreo y, a veces, alguna kermés por el día del niño
Fue en una kermés que mi doble vida me confrontó. Además de los puestos de comida que las mamás coordinaban, del registro civil que parecía ser muy divertido, de la tómbola para la que no tenía dinero yo, el maestro Rafael armó la disco. Escogieron el traspatio de la escuela, lo cercaron con bancas encimadas, cartulinas negras y algunas luces armadas con papel celofán rojo, verde o azul y metieron ahí el sonido que usaban los lunes para las efemérides en los honores y la hora de la entrada y teníamos ahí el remedo de La Telaraña, la disco de moda de ese entonces en la ciudad.
Ahí es donde decidimos estar mis amigos y yo porque, supongo, era el lugar donde podía haber los inaugurales y tímidos y bobos escarceos con las niñas que no sabíamos que nos gustaban.
Esta es una confesión contrita. Ayer que disertaba mentiras frente a unos alumnos de filosofía recordé al Perro y sentí pudor. Nada ni la inocencia de esa edad me sirve para justificar que no hay claro nada y se actúa grotescamente arrinconado por las circunstancias con mucha frecuencia. Niega uno como Pedro negó a Cristo cuando lo cuestionaron antes de que cantara el gallo de la Pasión.
La kermés era abierta al público no sé por qué o quizá solo se colaron el Perro y sus amigos por alguna razón extraña relacionada con que, pues era día especial, no llevábamos uniforme y la deslavada playera negra de cuello de tortuga que usaba para las galas el Perro le hizo pasar por alumno de la escuela. El asunto es que luego de entrar a la kermés, el Perro y sus amigos, entraron a la disco. Yo lo vi y me temblaron las piernas. Lo vi deambular y sentí angustia, aunque no sabía de qué. Lo vi acercarse y me paralicé y, cuando se acercó a mí y me quiso saludar o me saludó, supe que me avergonzaba de mi doble vida y fui cobarde, pusilánime y, en lugar de responder entusiasmado como imaginó el Perro que sucedería fui seco e intenté que nadie notara que nos conocíamos. Con un gélido saludo ahuyenté al Perro y a sus amigos e hice como si estuviera muy buena e intrigante la plática con los de la escuela.
Ahora que describo esto distingo la sensación de pudor ésa que experimenté y no es nada cómoda. Nunca supe bien qué la había impulsado, pero supongo que esa vergüenza la vivimos cuando la doble vida choca y nos pesca en el descuido
Nerviosos y ariscos, grotescos, malos actores, renunciamos a una, elegimos o discriminamos a la otra, con sus consecuencias. En mi caso, la de sentirme sucio o inmoral o francamente hipócrita con mis amigos de los domingos por quedar bien con los de la escuela que eran un grupo al que terminé perteneciendo porque la vida escolar siguió durante muchos años. Me sentí el joven Ceballos en la novela de Fuentes.
Al Perro no lo volví a ver en persona, pero se me aparece frecuentemente para recordarme lo cobarde que puedo ser como si fuera mi cancerbero interior, eso que algunos llaman conciencia o mala conciencia. Cuando se apersona, me regresa al patio de la escuela, a una kermés, y se me revuelve el estómago con el recuerdo del fétido olor a caño del centro de Irapuato que se filtraba hasta provocar que las fosas nasales ardieran y uno quisiera dejar de respirar.
- Ilustración: Sergio Camporeale