Atendiendo a la definición clásica, las expresiones “provincia” y “provinciano” son exactas cuando se trata de referirnos a la generalidad de un país exceptuando su capital.

Pero más allá del concepto, existen entre provincia y capital distancias casi insalvables, amplísimas zonas movedizas: encontrados modos de apreciación de lo diverso, falta de interés de ambas partes para dilucidar y como consecuencia respetar las diferencias, y hasta celos y resentimientos ancestrales.

La urbe capital, es, con visos de razón, ante los ojos provincianos, resquicio vivo de la etapa colonial, esquina sombría de la vieja corona que aún espera vasallaje. En el más hondo sueño provinciano, la capital aparece siempre como la inexcusable vigía del poder omnímodo; y tras cada despertar, la ciudad-dinosaurio pervive allí con su mirada altiva abarcándolo todo. Desde la percepción capitalina, su gran ciudad es el sueño hecho materia, pero incomprendida por la provincia, envidiada en su demasía de atributos. En resumen tenemos: una capital vanidosa frente a una provincia hipersensible. Difícil el encuentro.

Son realmente escasas las investigaciones sobre el tema, y aún más las referidas al terreno de la literatura. Aunque es probable que existan otros textos importantes en tal sentido, en nuestra región conozco únicamente dos estudios confiables: el libro El camino del fuego (Benjamín Valdivia, Editorial del Gobierno de Estado de Guanajuato, México, 1991), avocado a destacar las líneas más señeras de la más reciente (en aquellos años) poesía guanajuatense; y El aliento de Pantagruel (Alejandro García, Editorial Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 1998), que abre la vista hacia otros tres estados vecinos. En esta ocasión, por el aspecto regional que me interesa abordar, me referiré únicamente al enfoque general de El aliento de Pantagruel.

El libro de García, trata –como ya se señaló– de esas dificultades de relación, en lo literario, entre la provincia y la Ciudad de México, y del heroico proceso de homologación –en términos de escritura– a los criterios y niveles creativos de aquella enorme ciudad

Para tal estudio se ha hecho un corte temporal (1970 – 1988) en cuatro estados de la región centro norte del país (Aguascalientes, Guanajuato, San Luis Potosí y Zacatecas) a partir de la voz de algunos de sus autores más representativos [en orden de mención: Agustín Cortés Gaviño, Victor Sandoval, José de Jesús Sampedro, Ignacio Betancourt, Alberto Huerta, David Ojeda, Félix Dauajare, Severino Salazar, Juan Gerardo Sampedro, Herminio Martínez, Benjamín Valdivia y Juan Manuel Ramírez Palomares].

Lo importante –señala García– es, para empezar, reconocer las diferencias, pero aún más, descubrir los valores posibles de tales divergencias para buscar en ellos posiciones de acuerdo. He aquí la distancia –según el autor– motivo del conflicto: una capital obcecada en lo propio y con poco conocimiento de su complemento exterior, frente a una provincia que rinde más culto a un arraigado sentimiento de exclusión que a sus propios alientos positivos. Para ayudarnos a cicatrizar las heridas resultantes del ancestral enfrentamiento, se nos aconseja en El aliento de Pantagruel, untarnos bloqueadores dérmicos contra el cáustico sol capitalino y hurgar más en los atributos de la provincia; y afloraremos de tal experiencia –se nos dice– seres más tolerantes, más seguros del lenguaje, la mesura y la sensibilidad que nos identifican.

La gran tesis a demostrar en este estudio, es que a partir de los años 70 la literatura de provincia –focalizada en los cuatro estados aludidos– empieza a consolidarse como bloque articulado, propositivo, libre de caravanas inútiles hacia lo creado en la urbe capital. Como detonantes inmediatos de tal amanecer, se destacan dos acontecimientos torales:

Primero, el movimiento estudiantil del 68, que trajo consigo, por un lado, la revaloración de la identidad mexicana en todos los ámbitos, y por otro, una fundamental toma de conciencia del sector pensante con respecto a su papel de moderador y termómetro de la sociedad.

Segundo, la efervescencia talleril, iniciada en 1974 por el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja en la ciudad de San Luis Potosí (prolongación quizás, de los talleres de arte y meditación fundados en la Isla de Solentiname, Nicaragua, por Ernesto Cardenal), que dotó de herramientas y oficio crítico a toda una generación de nuevos escritores, en este caso, de la región central de México.

Es a partir de esos dos hechos específicos –argumenta García– cuando comienzan a desterrarse definitivamente las viejas concepciones –ahora sí, provincianas– de obra y artista inspirados, para instaurar la conciencia de trabajo como sustento de la creación artística

Esa toma de conciencia del proceso creador, no dependiente ya de la mano de Dios o de los duendes, conduce a nuestros escritores –que han ido  conformando una identidad literaria propia– a perder la timidez y el ánimo de culto desmedido a los productos y espacios provenientes de la Ciudad de México. Por consecuencia empiezan a surgir más y mejores escritores orgullosos y atentos de su origen.

La dinámica cambia. Si antes verdaderos santones de las letras mexicanas como los jaliscienses Azuela, Arreola y Rulfo [Efraín Huerta, Efrén Hernández, Emma Godoy, refiriendo tal fenómeno a Guanajuato con las especificidades y tiempos pertinentes], después de gestadas sus obras mayores sienten el inmediato jalón del DF, ya porque consideraran en aquel tránsito el complemento lógico y usual del proceso de consolidación de sus trabajos, o simplemente porque su ego les gritaba que la gloria literaria no estaría completa si no recibían directamente el unánime aplauso de los capitalinos.

Lo cierto es que a partir de los años 70 las nuevas promociones de escritores del interior del país comienzan a no depender tanto de la bendición defeña y como consecuencia empiezan a generarse espacios propios de gestión, publicación y promoción (que a su vez generan, en específico, encuentros de escritores, ferias del libro, conferencias, talleres, revistas, esfuerzos editoriales independientes, lecturas públicas, entre otras actividades)

En este viaje a contrauso se demuestra cada vez con más notorias señales que lo escrito en y desde la provincia es también de excelente calidad, que nuestra literatura es mucho más que tonos rosas, lenguaje meloso, simpleza, cursilería: rasgos distintivos del rostro literario ‘provinciano’ que había venido percibiéndose desde la Ciudad de México.

El eco destellante de tal evolución desde el retraimiento a una expresión más segura, digna de sí, lo constituyen los galardones alcanzados por algunos de los integrantes del grupo estudiado

José de Jesús Sampedro (Zacatecas), Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1975; David Ojeda (San Luis Potosí), Premio Casa de las Américas 1978; o cualquiera de los numerosos premios –nacionales e internacionales– obtenidos por Herminio Martínez (Guanajuato) y Benjamín Valdivia (Aguascalientes / Guanajuato), todos, reconocimientos posteriores a 1984.

A esos nombres locales dignos de estudio a nivel nacional y regional  habría que agregar otros autores y logros subsiguientes a tal fecha: Baudelio Camarillo (Tamaulipas / Guanajuato) Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1993, el propio leonés Alejandro García, Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2004, y los también guanajuatenses: Lilia Solórzano y Carlos Ulises Mata, ambos Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 2001 y 2007, respectivamente.

Aunque el objetivo primordial del libro de García es el reconocimiento del lapso mencionado (1970–1988), el análisis se apoya en una serie de escritores de diversas nacionalidades y épocas, de voz universal (Rulfo, Paz, Fuentes, Joyce, Pound, Kundera, entre otros) y en cuatro antecedentes colectivos: el grupo Taller, el grupo de la revista Los Contemporáneos, la denominada Literatura de la onda y los escritores del llamado Boom literario latinoamericano.

En el ámbito específicamente guanajuatense, la generación de los nacidos a finales de la década de los 50 e inicios de los 60, en general menores en edad que el grupo comandado por Donoso Pareja, han sido los protagonistas y difusores de ese despertar a contraflujo con respecto a la Ciudad de México (y todos los prejuicios inherentes a esa relación entre la gran ciudad y la provincia): el camino de un sueño vuelto realidad a fuerza de transitar contra la lógica y la costumbre: la historia de la configuración de una literatura regional autosuficiente y vigorosa, que no intenta competir prejuiciosamente con otras expresiones, sino conversar con ellas en un tono de igualdad, ejercitar en sentido positivo la tolerancia y la autoestima dando cuenta de nuestro rostro más auténtico. 1974 (hace cincuenta y un años) es el año inicial de tal encuentro.

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